Mientras libros como La
peste o Ensayo sobre la ceguera
vuelven a ocupar los primeros puestos en la lista de los más vendidos, junto a
otras novelas de ciencia ficción y apocalípticas que nos hablan de pandemias y
fin del mundo, fui a mi biblioteca y encontré dos libros que me van a ayudar
con estas líneas. El primero es un ensayo del inclasificable William Burroughs,
titulado La revolución electrónica;
el segundo es otro ensayo pero, en este caso, perteneciente a Susan Sontag: La enfermedad y sus metáforas.
El texto de Burroughs no tiene el rigor ni el orden de un
texto conceptual sino que, por momentos, parece seguir esa particular técnica creada
por él para romper la linealidad de la escritura. Me refiero a aquella por la
cual tomaba fragmentos propios o ajenos, los cortaba y luego los pegaba
aleatoriamente en otro lugar de la hoja. La bautizó cut up y con ella realizó ese extraño libro llamado El almuerzo desnudo.
Escrito en los años 70, La
revolución electrónica se puede ver como un manifiesto político
revolucionario que, antes de la aparición de internet y de una tecnología que
invadiría nuestras vidas, propone utilizar la tecnología contra sus propios
creadores. Pero lo central es que en este libro desarrolla la idea de que el
lenguaje es un virus y que la palabra escrita, en particular, se ha
transformado en un virus constitutivo de lo humano. Si la palabra no ha sido
reconocida como un virus es, diría Burroughs, “porque alcanzó un estado de
simbiosis estable con el huésped” a tal punto que se replicará en las células
sin perturbar su normal metabolismo.
Esta idea de la palabra como virus o, más bien, de utilizar
el virus como metáfora me llevó al segundo libro aquí mencionado, publicado por
Susan Sontag en 1977. En estas páginas, lo que la ensayista estadounidense hace
es un estudio comparativo sobre las metáforas y las cargas simbólicas que giran
alrededor de la tuberculosis y del cáncer. Desde la mirada romántica de la
tuberculosis como presunta “enfermedad del alma” que se había transformado en
una suerte de ideal estético entre literatos, pensadores y ciertos círculos burgueses
durante el siglo XIX; hasta el cáncer como una enfermedad “del cuerpo”, de la
que no se puede hablar y que, en tanto su presunto origen tendría que ver con
emociones no expuestas, se transforma en una patología de la cual es
responsable su portador. Por supuesto que, además, Sontag advierte sobre la
utilización metafórica de las enfermedades, especialmente del cáncer, claro, al
momento de dar cuenta del orden social; y de cómo este tipo de utilización
puede derivar lisa y llanamente en genocidios cuando se afirma que la comunidad
x es un gran organismo y que hay un
elemento canceroso (léase un grupo étnico, religioso, político, etc.) que viene
a amenazarla y a carcomerla.
Traigo a colación ambos libros porque la idea del virus que
hace simbiosis con la entidad a la que invade hasta generar una unidad
indivisible, sumado a la posibilidad de hacer del virus una metáfora, brinda una
herramienta novedosa al momento de analizar este particular momento en el que
las fronteras de los países están cerradas y millones de personas a lo largo
del mundo se encuentran aisladas en sus hogares.
Porque como les decía hace algunas semanas aquí mismo, lo que
está afectando a la economía mundial es el hecho de que el coronavirus esté
impidiendo la circulación de personas, mercancías y signos por la sencilla
razón de que ése es el fundamento del capitalismo. Sin circulación no hay
capitalismo porque el capital se disemina como un virus y es más efectivo en la
medida en que aumenta su grado de contagiosidad.
Ahora bien, si lo propio del capitalismo y, más aún, del
capitalismo financiarizado, es la circulación viral, nos encontramos ante la
paradoja de que lo que lo está poniendo en jaque es un virus que impide la
circulación. El virus covid-19 desviraliza al capital, le impide contagiar
porque pone trabas, segmenta y aísla a aquello que debe circular.
Lo interesante es que, como decía Burroughs respecto del
lenguaje, podría pensarse que el propio capital es un virus que cada uno de
nosotros porta y que ha hecho una simbiosis con nuestro organismo. Somos
nosotros mismos los que lo reproducimos y toda nuestra vida está organizada en
función de la productividad, incluso los momentos de ocio. En tanto somos
átomos de capital que necesita circular y producir es natural que quedándonos
en casa sintamos que se desmorona todo el orden que forjamos durante mucho
tiempo. Es que, claro está, de repente comenzamos a vivenciar una alteración
completa del tiempo y el espacio impuesta por circunstancias externas, una
suerte de improductividad obligatoria que altera, literalmente, nuestro cuerpo
y nuestro aparato psíquico. En tiempos donde está tan de modo adjudicar todo a
la cultura y al lenguaje, nos encontramos encerrados en casa con nuestros
cuerpos amenazados, nuestra vida desnuda a la intemperie, hecha pura biología,
y sin ningún otro horizonte más que la supervivencia básica. El tiempo de una
pandemia es también el tiempo en que lo superfluo queda expuesto como tal y,
para una cultura y un debate público que en general se basa en lo superfluo, eso
es un problema.
Igualmente, de esto no debería seguirse, como muchas lecturas
neomarxistas han sugerido en las últimas semanas, la inminente caída de un
capitalismo herido ni nada por el estilo más allá de que la magnitud de la
crisis económica, social y política es mucho menos predecible que la magnitud
de la crisis sanitaria. Aun así estoy dispuesto a afirmar que el coronavirus no
hará ninguna revolución. Lo siento mucho.
De hecho ni siquiera debería inferirse de la idea de que el
capitalismo sea un virus, la necesidad de aniquilarlo pues los virus no son
necesariamente “malos”, a tal punto que muchos son esenciales para el
equilibrio de la vida.
Incluso jugando algo con las palabras, un buen ejemplo de que
los virus no poseen esencialmente una carga negativa en el uso cotidiano es la
idea de “viralización” que se ha puesto de moda con el auge de internet y las
aplicaciones. La viralización tiene una carga neutral y meramente descriptiva
referida a aquello que tiene rápida circulación, aquello que se replica como en
un efecto contagio. Y puede servir para denunciar una injusticia o, a veces,
para cometerla. Pero en todo caso, el problema será de lo viralizado y no de la
viralización, más allá de que todos sabemos que ninguna técnica es
estrictamente neutral ni está disociada de su tiempo histórico.
Para concluir, entonces, si bien estoy lejos de subirme a la
tendencia de suponer que habrá un antes y un después de la pandemia en un
sentido estructural, es real que por un lapso de tiempo breve, la paradoja de
un virus que afecta la viralización del capital, ha creado un experimento
social de una magnitud y una celeridad sin precedentes en la historia de la
humanidad; un experimento que ha quitado la hojarasca para dejar ver, entre
otras cosas, que los Estados actúan sobre nuestros cuerpos directamente, que en
nombre del temor somos capaces de sacrificar nuestros derechos individuales y
que sin circulación no hay coronavirus. Pero tampoco capitalismo.