Protágoras, el pensador
contemporáneo de Sócrates que rivalizaba con sus ideas y pasó a la historia
como perteneciente a la tradición de “los malos”, esto es, de los sofistas,
decía que solo a través de la educación y las instituciones democráticas el
Hombre podía dejar de pensar en sí mismo para pensar en términos colectivos. De
esta manera decía que pasar del “yo” al “nosotros” es la clave no solo para que
nuestras parejas dejen de decirnos “egoístas” sino, por sobre todas las cosas,
para que exista la política.
En la antigüedad existía un
término muy preciso para quienes se encerraban en su propia particularidad, en
sus propios asuntos, en su “yo”. Se los llamaba “idiotas”. Con el correr de los
siglos el término fue variando su significado y hoy cuando decimos “idiota”
pensamos en un sinónimo de “tonto” o de alguien “con pocas luces”. Pero en su
origen, el “idiota”, era el que se abocaba a la esfera de privada delegando su
rol en la discusión pública, aquella en la que la comunidad decidía sus leyes y
su vida como tal. Claro que entre la antigüedad y nuestros tiempos pasaron
muchos siglos y cambiaron varias cosas. Así, desde la modernidad parece normal
desentenderse de los temas públicos e interpretarlos como asuntos de meros
administradores de un Estado que debe entrometerse lo menos posible en el goce
y la persecución de nuestro plan de vida. Pero en aquel siglo V AC, en pleno
florecimiento de la democracia directa ateniense en la que los asuntos públicos
ya dejaban de ser asuntos exclusivos inherentes al título de nobleza,
replegarse en el ámbito privado era ser un idiota.
En palabras que se le adjudican
al propio Pericles: “Un ciudadano de Atenas no abandona los asuntos públicos
para ocuparse solo de su casa, y hasta aquellos de entre nosotros que tienen
grandes negocios están también al corriente de las cosas de gobierno. Miramos
al que rehúye el ocuparse de política, no como una persona indiferente, sino
como un ciudadano peligroso (…) Es opinión nuestra que el peligro no está en la
discusión, sino en la ignorancia; porque nosotros tenemos como facultad
especial la de pensar antes de obrar”.
Como se puede observar en aquel
pasaje representativo de una cosmovisión y una época, el choque de paradigmas
es enorme más allá de que nos consideremos parte de la misma tradición
occidental. Mientras en la antigüedad el peligro era el indiferente, el que
delegaba, justamente, porque en ese accionar perdía la oportunidad de ser libre
y afectaba a la comunidad, en la actualidad se habla de peligro cuando hay intromisión
del Estado. Como muestra Hannah Arendt, libertad y política parecen separarse,
o, en todo caso, el concepto de libertad se transforma y pasa a ser la
antítesis del accionar político y colectivo. Así, libertad y política (como
vinculada a lo Estatal) pasan a ser, desde la modernidad, conceptos en tensión.
De aquí que hoy, vaya paradoja, pareciera que cuanto más alejado se está de los
asuntos públicos más se cree que crece el campo (privado) de la libertad; y mientras
en la antigüedad, aquel que no participaba era considerado un ignorante, en la
actualidad, aquel que se desliga de las responsabilidades políticas y mira con
desconfianza todo lo que atañe a “lo político” sea esto lo que sea, se cree “el
más vivo del barrio”. Como ven, entre el idiota visto como ignorante y el
idiota visto como aquel afectado de idiocia, hay una cierta línea que puede
hacernos comprender los cambios de significado del término.
Hecha esta breve introducción
cabe interrogarse: ¿El próximo será un gobierno de los idiotas? Dicho de otra
manera: ¿hay una buena parte de la sociedad argentina que es idiota y que, en
tanto tal, va a elegir al idiota que mejor los represente?
Para avanzar en este aspecto hay que
decir que en la Argentina hay una enorme tradición idiota que incluye a
dirigentes y a individuos de distintos sectores sociales, tradiciones y
pertenencias políticas. Hay idiotas de derecha a izquierda y de izquierda a
derecha. En los 90, por ejemplo, el peronismo se llenó de idiotas y en la
actualidad los idiotas parecen haber copado el radicalismo. A su
vez, la idiotez en el sentido clásico, no solo en la Argentina, se ha
naturalizado e instalado como verdad natural. En la marcha del 18F, por
ejemplo, ha habido muchos idiotas, muchos que detrás del significante Nisman
incluían su enojo por la reivindicación de la política, por la maximalización
del Estado, por pagar impuestos para que luego se redistribuya el dinero entre
los que menos tienen. La dirigencia política que asistió a la marcha es idiota
también, lo cual plantea por momentos un verdadero contrasentido pues han
elegido, presuntamente, la política pero pretenden ser gobierno y estar al
frente de un Estado que sea mínimo; pretenden ganar la calle, ocupar el espacio
público pero solo para decir que hay que despolitizarlo todo, quedarse “adentro” y “seguros”.
Curiosa ambición la de ser los
líderes de la impotencia estatal, los administradores de la profundización de
la desigualdad que el mercado produce. Serán los dueños de un poder formal delegado
por una mayoría idiota que quiere llevar al paroxismo su goce individual
desvinculado de la esfera pública pero se enoja cuando en algún momento le
tocan el culo, sea porque los bancos se quedan con su dinero, sea porque se
queda sin trabajo, o privatizaron su jubilación. Son los mismos que se indignan
cuando el Estado, ese que es visto como sinónimo de corrupción, no les da la
cobertura que pretenden los que no quieren comprometerse con él. Particular posición
la del idiota: no quiere que el Estado se entrometa pero quiere que aparezca
con eficiencia cuando lo necesita; no quiere pagar impuestos pero quiere
educación pública de calidad y no ver pobres en la calle; quiere cada vez
obtener más ganancia pero no quiere inflación; quiere estar más seguro pero
defiende las políticas que conllevan desigualdad y se queja de los planes
sociales pero prefiere gastar en la militarización del barrio.
Al actual gobierno se le podrán
listar varios errores pero lo cierto es que defiende una concepción de la
política distinta, más cercana a la tradición clásica, aquella que, por ejemplo
Perón reivindicaba en aquel antológico discurso de 1949 que llevó el título de
La Comunidad organizada. El hombre como animal político supone un nosotros
esencial que choca contra el atomismo moderno y el repliegue del hombre hacia
la esfera de lo privado. Esta década extendida fue entonces un quiebre en
muchos sentidos y enfrentó formas de entender la política y el Estado caros a la
tradición occidental. Por suerte, como pocas veces en nuestra historia, existe
la posibilidad de dirimir estas miradas antagónicas en las urnas pero a
contramano de lo que indicaba Protágoras, los ciclos de los gobiernos populares
que traen enormes mejoras a sectores de la población castigados permitiendo la
inclusión de aquellos que habían sido arrojados del sistema, paradójicamente,
no tienen como consecuencia la profundización del “nosotros” en lugar del “yo”.
Más bien todo lo contrario: cuanto más se mejora, más crecen los idiotas, más
avanzan los “yo” en detrimento del “nosotros”, y más se abandonan los asuntos
públicos en pos de la esfera privada. Parece una rueda fatal, del yo al
nosotros y del nosotros al yo, casi un determinismo histórico más allá de que el
gobierno todavía tiene en sus manos, sin margen de error, mostrar que eso no es
así. Pero el riesgo cierto de un futuro gobierno de idiotas está a allí agazapado,
deseoso, violento y, por sobre todo, interpelante.