El giro ideológico que han tomado la mayoría de los países latinoamericanos en la última década y las reformas culturales y constitucionales que Ecuador, Venezuela y Bolivia han llevado adelante, generan recurrentes debates en torno a la definición de democracia y a las formas específicas que ésta adopta en nuestras latitudes. A esto, claro está, debemos sumarle “el caso Cuba”, una isla literal y metafóricamente con un régimen de gobierno y una ideología que, sesenta años después de la revolución, aún despierta pasiones difícilmente conciliables.
En las últimas semanas, la reaparición de Fidel Castro y la liberación de presos políticos han devuelto a Cuba a las primeras planas y es común una amplia cobertura para los casos de Venezuela y, en menor medida, de Bolivia, cada vez que sus líderes cometen algún exabrupto o realizan manifestaciones que podríamos denominar “excéntricas”. Sin embargo, el caso de Chávez, probablemente por su histrionismo y por la importancia geopolítica de Venezuela, ha hecho del bolivariano el blanco predilecto de aquellos liberales que otrora fustigaban el sistema cubano. Chávez es el nuevo demonio y se le achaca un afán de perpetuidad, un manejo despótico del poder, la persecución a los opositores y la demagogia típica de los caudillos latinoamericanos. Esta lista es por todos conocida e independientemente de cuánto se ajuste a la realidad, ya se ha instalado de manera tal que “lo chavista” se ha transformado en un calificativo negativo.
Pero lo que interesa elaborar aquí es una serie de interrogantes que debemos responder aquellos que nos consideramos defensores de ideales progresistas que hacen que observemos los casos mencionados con sentimientos que van desde la defensa fanática, hasta miradas más complejas que, aún con críticas, destacan elementos positivos de tales experiencias revolucionarias.
El dilema del progresismo frente a estos casos desnuda la necesidad de discutir qué sentido de democracia estamos utilizando pues, generalmente, para defender a Chávez de aquellos que lo acusan de ser una dictadura, acudimos a la idea de que se trata de un gobierno que ha sido legitimado, no una sino varias veces, por el voto popular. De esta manera, suponemos que el elemento central de la democracia es la participación del pueblo que a través del voto elige a sus representantes en una contienda abierta y en la que la participación es universal. Sin embargo, cuando se presenta el caso Cuba y ante la acusación de que se trata de una dictadura porque no hay un sistema de partidos, afirmamos que, finalmente, la democracia es mucho más que el voto popular en el contexto de pluralidad de opciones partidarias típicas de las democracias liberales. Apoyando esto último, se suele agregar que más allá del sistema de elecciones con partido único, no se deben soslayar los altos niveles de cobertura social presentes en la isla y la fenomenal calidad cultural, educativa y deportiva.
Tales formas de argumentar a favor de estos casos tienen inconvenientes: por un lado, si el voto popular fuese condición suficiente de una democracia, poco importaría si, una vez en el poder, el representante del pueblo, decide, por ejemplo, violar las garantías constitucionales de opositores y grupos minoritarios. Por otro lado, si la condición suficiente de una democracia fuese la protección social y la igualdad y dignidad económica, se trataría de un requisito que bien podría ser cumplido por un régimen autoritario, paternalista y en un contexto donde el pueblo no decide libremente entre opciones plurales.
Dicho esto, podemos retomar de manera un poco más precisa la cuestión de la democracia, expresarla en términos de derechos y preguntarnos: ¿Qué es lo distintivo de la democracia? ¿La garantía de los derechos civiles (libertad de asociación, de expresión, de tránsito) y políticos (derecho a participar libremente de la elección de los representantes del pueblo)? ¿O acaso la democracia debe comprometerse antes con los derechos sociales y económicos lo cual incluye un Estado que garantice salud, educación, trabajo y una vivienda digna?
Si bien en la práctica todo es mucho más complejo podría afirmarse que las democracias liberales en la actualidad se encuentran profundamente comprometidas con garantizar los derechos civiles y políticos pero mucho menos con los derechos sociales y económicos los cuales quedan librados a la inclemente lógica del Mercado. Por otra parte, las “democracias populares” parecen descuidar, en su afán de igualar y poner énfasis en lo económico y social, las libertades civiles y políticas y, especialmente, la propiedad privada, esto es, aquellos pilares de las democracias occidentales de los últimos siglos.
El lector acostumbrado a plumas simplificadoras probablemente espere que como corolario de este artículo, quien escribe concluya que la democracia ideal está en el equilibrio entre lo civil-político por un lado y lo económico-social por el otro. Lamento defraudarlo pero no será así. Tampoco se considera en esta nota que sea simple afirmar que la democracia que todos queremos es la que incluye ambos grupos de derechos pues, en la práctica, muchas veces, parece haber colisión entre ellos. Lo que resulta evidente es que los críticos a este tipo de democracias no toman en cuenta que no hay una única manera de entender el gobierno del pueblo pero quien aquí escribe no ha adquirido el “democraciómetro” de prestigiosos editorialistas para resolver la cuestión. Humildemente, frente a una problemática donde todo el mundo parece tener respuestas, se pretende aquí plantear algunas preguntas que a los progresistas con buena fe nos obligue a la reflexión propia de aquello que nos resulta incómodo.