“Cuando se presenta ante la cultura científica, el espíritu
jamás es más joven. Hasta es muy viejo pues tiene la edad de sus prejuicios”
Gastón Bachelard
Imaginemos que el próximo domingo Jorge Lanata
comienza su emisión televisiva de manera especial: algo desencajado, con
ojeras, vestido informalmente y sin público en sus tribunas. En este contexto toma
el micrófono, enciende un cigarrillo y afirma: “Hoy es el último programa de
PPT. Lo he hablado con mi familia y con mi psicoanalista. Se trata de una
situación que resulta insostenible y una carga que no puedo sobrellevar. He
mentido para perjudicar al gobierno y favorecer los intereses de mi empleador.
Fui utilizado voluntariamente como emblema de un grupo económico, al que
siempre rechacé, para horadar al gobierno con falsas denuncias de corrupción
como aquella que involucraba al actual vicepresidente Amado Boudou. Pero lo
ocurrido en las últimas semanas con la denuncia que desde aquí realizamos y que
incluye a Fariña, Elaskar, Rossi, Báez y Kirchner ha sido una burla a la
opinión pública y una afrenta al periodismo que no me puedo permitir si quiero
seguir llamándome periodista. Les pido disculpas a los boludos que eligieron
creerme pero así son las cosas. Seis siete rocho se hará un festín pero esos
boludos me importan un carajo. Chau. Fuck you”. Se oye desde el “detrás de
cámara” un conjunto de tibios aplausos
provenientes de su círculo íntimo y de algunos de sus productores más
fieles, y tras cinco segundos eternos en los que Lanata ya ha salido de cuadro,
se corta la transmisión para que comience una película protagonizada por Emilio
Disi.
¿Es posible
que esto suceda? Si bien todo puede pasar, lo dudo, pero el sentido de plantear
este escenario inverosímil que generaría un escándalo mediático sin precedentes
es intentar comprender cómo actuaría un televidente fiel del programa de
Lanata, aquel que eventualmente puede ir a una marcha y gritar “Lanata tiene
huevos”, “Aguante Lanata” o “Lanata presidente”. La pregunta sería, entonces,
qué haría ese ciudadano que desprevenidamente se acomodaba para ver a su
programa y periodista favorito hasta que de repente es sorprendido con esta
confesión. Si bien las posibilidades de acción son muchas, reduciré las
opciones a dos extremos: ¿tras una profunda decepción internaliza las palabras
de Lanata y comienza a poner en tela de juicio sus propias creencias hasta
llegar, eventualmente, a considerar que, si bien la política de este gobierno
no es de su agrado, de ahí no se sigue que se esté frente a una administración
estructuralmente corrupta? ¿O más bien, preso de la ira, insultaría a su
televisor al grito de “¡esta es una dictadura de corruptos! ¡Ahora los k
también compraron a Lanata. Lo único que nos queda es Clarín y encima lo
quieren hacer desaparecer!”
Seguramente usted y yo coincidiremos en que
aquellos hombres y mujeres que consideran creíble a Lanata le creerán todo
salvo que su arrepentimiento hipotético se debe a razones morales. En otras palabras, ese televidente
medio de “Periodismo para todos” se inclinará por sostener que su periodista
favorito no ha podido tolerar el irresistible poder de las presiones de las
supuestas mafias kirchneristas, de lo cual se sigue una pregunta angustiante:
¿hay algo que pueda convencer a un anti kirchnerista furioso de que,
eventualmente, pudiera ser que algunas de las denuncias de corrupción que se le
hacen al gobierno son falsas? En otras palabras, ¿hay algún hecho que le pueda
hacer cambiar de opinión o siempre encontrará el modo de poder adecuar la
realidad al prejuicio “todos los kirchneristas son ladrones”?
El hablar de prejuicios nos lleva a una obra
ya clásica, publicada en 1938, cuyo título es La forma del espíritu científico y que lleva la firma de Gastón
Bachelard, un francés que tuvo, entre sus muchos intereses, el de indagar en el
campo de lo que se conoce como Filosofía de la Ciencia. Bachelard acuñó el
célebre concepto de “obstáculo epistemológico” para dar cuenta de las
dificultades psicológicas que se les plantea a los científicos al momento de
enfrentarse a una experiencia o realidad novedosa. Si bien los obstáculos que
plantea el autor se encuentran más vinculados al quehacer del científico y no
del hombre común, no es del todo impropio extrapolar esta enseñanza para poder
comprender el modo en que los prejuicios de los “ciudadanos de a pie” operan
como una “teoría previa” desde la cual se interpretan los hechos. Tales
prejuicios provienen de la cultura, la educación, la lengua, la ideología, etc.
y, en tanto tales, permanecen en el terreno de lo inconsciente, de aquí que sea
tan difícil adoptar un perfil autocrítico frente a ellos. Porque, de hecho,
tales prejuicios no son meros accesorios que se circunscriben a terrenos
marginales de nuestras vidas sino que son constitutivos de la realidad misma,
del modo en que nos relacionamos con el mundo. Porque no somos una tabula rasa,
una hoja en blanco en la que los hechos escriben su realidad. Somos una
infinita paleta de colores en la que los hechos siempre resultan salpicados y
en el que lo nuevo, o el hecho que contradice nuestro sistema de creencias,
debe enfrentarse a una estructura que si bien nunca está completamente cerrada
no deja demasiado lugar a aquello que pudiera desestabilizarla. Porque un mundo
ordenado, regular, en el que alguien nos dice que aquellos que suponemos
corruptos lo son, es el mejor de los mundos posibles; un mundo en el que enfrentarse
a los hechos es casi un simple ejercicio administrativo de confirmación
inmediata de ideas previas que no reconocemos como tales y que son parte de una
disputa feroz en el terreno simbólico y cultural que se juega en cada
interacción humana pero que, desde el siglo XX hasta su caracterización actual,
se ve atravesado enormemente por la lógica mediática. Porque es desde los
medios de comunicación, estas usinas de sentido, que se busca instalar una
serie de prejuicios presentados como verdades autoevidentes que una vez
internalizados se reproducen geométricamente en una retroalimentación
constante. Así, alcanza con haber instalado el prejuicio para que, luego, aun
la investigación más disparatada y débil, sea interpretada desde esa
matriz.
Para terminar,
vale la aclaración, sería mi propio obstáculo epistemológico afirmar que los
únicos prejuiciosos son los antikirchneristas televidentes de Lanata. Por
supuesto que no es así. Menos que menos se puede decir que el intento avieso de
instalar un clima donde resulte verosímil que el gobierno es el causante de
todos los males de la humanidad, suponga que toda investigación de Lanata
resulte, a priori, un invento. Pero promover la idea de que un gobierno
democrático, cuyas propuestas pueden gustar o no, es una suerte de dictadura
corrupta no ayuda a mantener viva la posibilidad de revisar un punto de vista,
a plantear una duda, un matiz, un gris. Más bien, por el contrario, lleva a que
muchos ciudadanos sean capaces de comportarse como una turba histérica que un
día se va a pasar de la raya. Claro que cuando eso suceda, el mismo prejuicio
que los llevó a justificar ese salto, les permitirá, sin ponerse colorados,
afirmar que la culpa, incluso de los errores propios, la tiene, como era de
esperar, el kirchnerismo.