Las denuncias en torno al desastre ecológico que se seguiría de la construcción de la represa del arroyo Ayuí en tanto implicaría inundar 8000 hectáreas para el riego de arroz transgénico, el reciente conflicto sobre la pastera Botnia, y los presagios de una cercana “guerra por el agua”, muestran que la problemática del medioambiente resulta un eje central de las decisiones políticas como nunca había ocurrido en la historia de la humanidad. Ahora bien, de todas las implicancias que la degradación del medioambiente acarrea, me interesa aquí indagar en una afirmación bastante común, esto es, aquella que indica que cuidar el medioambiente hoy es un deber no tanto por lo que pueda afectarnos en el presente sino por el bien del planeta y de los hombres y mujeres del futuro.
Dicho esto, el lector atento notará que aparecen dos elementos que pueden distinguirse: por un lado, el planeta, por el otro, aquellos hombres y mujeres que vivirán en él. Si bien en la práctica probablemente la suerte de estos últimos esté atada, en buena parte, a la de aquél, no sería descabellado afirmar que resulta moralmente más relevante cuidar de la calidad de vida de los humanos que vendrán, antes que la del planeta como un fin en sí. A sabiendas de lo provocador de la última frase, para arrojar un poco más de leña al fuego, podría decirse que resulta algo absurdo decir que el planeta tiene derechos que deben ser respetados. Parecería más bien que somos los humanos del presente y del futuro los que podemos ostentarlos y reclamarlos ante las autoridades.
En este punto, llegamos, entonces, a un problema más interesante aún, esto es, ¿en qué sentido podemos decir que un individuo de una generación futura tiene derechos? A la hora de desarrollar este problema evitaré el tema de la controversia en torno a la despenalización del aborto y de las posiciones que se oponen al mismo afirmando que habría sujeto de derecho desde la misma concepción y no desde el nacimiento. Esto es lo que lleva a estos sectores a defender la idea de los “derechos del niño no nato”, algo que para algunos no deja de ser una afirmación carente de sentido.
Hecha esta aclaración y siendo más específico: ¿podemos afirmar que los humanos que hoy poblamos la Tierra tenemos el deber de no afectar el medioambiente puesto que un individuo que nacerá, por ejemplo, dentro de 100 años, tiene el derecho a acceder a un mundo “mínimamente vivible”?
No es fácil esa respuesta por varios motivos: en primer lugar porque resulta difícilmente justificable afirmar que quien nacerá dentro de varios siglos tiene derechos que le deben ser respetados hoy. En segundo lugar, es absolutamente controvertible el criterio para determinar en qué sentido estamos afectando el hábitat del futuro pues está claro que llenar de cianuro las aguas supondría un mundo en el que la vida humana tendría serias dificultades para desarrollarse, pero hay otros casos menos extremos que podrían abrir interrogantes, a saber: la presión de las sociedades de consumo, la tecnología como herramienta de control, la desigualdad y, su consecuencia, la inseguridad, ¿no podrían interpretarse, también, como elementos no del todo deseables para las generaciones futuras? Más aún: que nuestros hijos sean de la generación pos Tinelli y, quizás, si es que la eternidad no se ensaña, pos Legrand, ¿no nos transforma en culpables a los ojos de aquellas generaciones remotas que nos acusarán de haber permitido la destrucción del mundo y de la cultura?
Más allá del último chascarrillo, éticamente hablando, la cuestión no parece fácil de justificar si bien hay varias opciones entre los teóricos. Una posibilidad es afirmar que aquellos que vivimos en la actualidad tenemos interés en dejar un mundo en condiciones dignas a nuestros hijos y nietos. Esta es una opción atendible pero con dificultades para justificar mi interés por la suerte del hijo del hijo, del hijo….. de mi hijo, que nacerá allá por el año 2124. Además aun cuando pudiera justificarse, de allí no se seguiría que este interés se haga extensible al resto de los humanos que no descienden de mí.
Una opción interesante aunque también rechazada por algunos pensadores es la que propondré para cerrar este artículo. Se trata de pensar un contrato hipotético en el que estuvieran presentes las generaciones existentes y las que están por venir. Esto, claro está, es un experimento mental pero que se basa en una estructura semejante a la que permite justificar la existencia de las sociedades actuales y los Estados. Tal contrato, para ser justo, debería ser consentido por todos los contrayentes y así se notará que ninguna generación del futuro aceptaría firmar un pacto en el que se observare que las condiciones para la vida humana serán profundamente hostiles. Es necesario, entonces, un importante nivel de abstracción para justificar los derechos de las generaciones que están por venir. En el mundo empresarial, esa falta de capacidad de abstracción y de visión de futuro más allá de su horizonte umbilical, no puede quedar librada a la voluntad y a la responsabilidad ética de empresarios con buen corazón pues lo que está en juego, aun con los interesantes debates de índole moral que genera, resulta de por sí demasiado importante. Así, cuando la buena voluntad y la responsabilidad individual no alcancen, dejemos al Estado, esto es, aquella estructura que, idealmente, nos representa a todos y que, por sobre todo, pretende perdurar en el tiempo, que actúe con la severidad de la ley aun cuando no falten algunos estúpidos que rechacen tal intervención aduciendo que se viola su derecho individual a elegir entre diferentes marcas de arroz.