En noviembre de 2014, en ocasión
de la inauguración de la muestra “40 años de periodismo: de Walsh a Lanata”
impulsada por Luis Majul, escribí en esta misma revista una nota titulada “La
cruzada de la reconciliación”. La principal hipótesis de aquellas líneas era
que esta muestra podría verse como el emblema manifiesto del intento por
reunificar la corporación periodística. No era de mi parte un gran
descubrimiento pues el propio impulsor lo manifestaba abiertamente cuando en
una nota del 26/9/14, en La Nación, indicaba
que el objetivo de la muestra era “reivindicar el oficio, contagiar el amor por
el periodismo, convivir con las diferencias y pasar por encima de la grieta”. Uno
de los espacios que forma parte de la muestra fue declarado de Interés ultural
y turístico por la Legislatura de la Ciudad de Buenos Aires y se ha anunciado
que brevemente se podrá visitar en provincias como Santa Fe gracias al interés
que suscitó en las autoridades del gobierno socialista. Sin embargo, en la nota
antes mencionada, algunas semanas antes de la declaración de la Legislatura
porteña, Majul exponía de manera flagrante la añoranza de aquellos tiempos que el
líder radical César Jaroslavsky había sintetizado en el apotegma: “Clarín ataca como partido político pero
se defiende con la libertad de prensa”. Me refiero a la declaración del
conductor de La Cornisa en la que indicaba “estoy seguro de que este proyecto
[de declaración de Interés cultural y turístico] va a ser aprobado por
unanimidad. Si alguien se niega, quiere decir, como símbolo fuerte, que está en
contra de la libertad de expresión”.
Más allá de desafortunadas
declaraciones como éstas, rayanas en el chantaje, lo cierto es que el proyecto
de Majul es claro: el periodismo debe volver a tener la credibilidad que ha
perdido y, para ello, hay que acabar con “la grieta”. De aquí la decisión,
nunca neutral claro, de presentar una muestra que traza una continuidad entre
Walsh y Lanata, glorifica la labor de periodistas opositores pero se permite
incluir a alguno de los periodistas afines a la línea editorial del
kirchnerismo como Víctor Hugo Morales, a quien no le molestaría ser catalogado
de militante, u Horacio Verbitsky quien se siente muy incómodo con esa categorización.
Pero, claro está, aun cuando la
apuesta sea por incluir “a todos”, ningún conjunto puede delinearse con
claridad si no identifica “un afuera”, porque para haber un “nosotros (los
periodistas)” tiene que haber un “otro”, un exterior constitutivo que marque
una frontera. Majul eligió un blanco “fácil” como el programa de la Televisión
pública 678, y lo signó como el mal
de la época, la degradación del periodismo. En tal acusación se sienten cómodos
todos los periodistas opositores en tanto opositores y una buena parte de los
periodistas oficialistas en tanto periodistas. Porque finalmente a ningún
periodista le conviene que le digan que habla desde un determinado lugar porque
todos, oficialistas y opositores, quieren seguir defendiendo su espacio privilegiado,
aquel de la pretendida asepsia del dato duro, de la información sin carga
subjetiva ni valoración alguna. Por eso 678
no es presentado como periodismo sino como “agentes gubernamentales que propagandizan” y por eso,
a buena parte de los candidatos a presidente se le pregunta, ante todo, si van
a dejar que continúe 678 pues
permitirlo implicaría seguir abonando la grieta.
A su vez, muchos periodistas (e
intelectuales) oficialistas, cansados de serlo durante 12 años, esperan con
ansias el regreso de aquellos tiempos donde corrían por izquierda al gobierno
de turno. Es entendible, porque es difícil ser periodista y oficialista durante
12 años, más allá de que muchos se convirtieron al kirchnerismo bastante más
allá del 2003. Pero sería un alivio para toda la corporación estar, por
izquierda o por derecha, en contra de un gobierno. Ese sería el fin de la
grieta porque sería presentado como el triunfo de la objetividad sobre la
ideología a pesar de no ser más que el sostenimiento de una mirada virginal y anacrónica
del periodismo, a saber, aquella que indica que ser periodista es ser crítico
del poder pero no aclara qué es ser crítico y dónde está el poder. Porque un
crítico de cine que diga que todas las películas son malas, no estaría siendo
crítico sino un idiota. En otras palabras, hay periodistas que parecen no
conocer la plurivocidad del término “crítico” y entienden que la crítica solo
puede ser negativa. Lejos de ello, ser crítico significa capacidad de valorar,
y se puede valorar negativamente o positivamente tanto una película como una
gestión o acción de gobierno. De otro modo, solo serían periodistas los
opositores recalcitrantes al gobierno de turno y tal perspectiva resultaría muy
sectaria porque la corporación estaría seleccionando en función de la ideología
y no en función de la profesión. Respecto al poder, resulta claro que la labor
del periodista es denunciarlo pero el poder no está hoy en los gobiernos sino
en las empresas periodísticas tal como muestra, por ejemplo, la encuesta de la Asociación
de Prensa de Madrid que denunció que, en 2014, el 80% de los periodistas
entrevistados admitió haber recibido censuras que, en su inmensa mayoría, provienen
de su empleador (privado) o de las empresas que pautan en su medio.
Pero Luis Majul no es el único
que busca la reconciliación corporativa. De hecho, hace apenas algunas semanas,
el director del diario Perfil, Jorge
Fontevecchia, publicó un libro titulado Quiénes
fuimos en la era k, donde en medio de pasajes y recortes a los que
costosamente se les intenta dar un orden, aparece la interesante metáfora del kintsugi. Según su propia definición, se
trata del “arte japonés de reparar objetos de cerámica rotos rellenando las
fracturas con resina mezclada con oro o plata para enaltecer la zona dañada. No
solo para repararla sino también para hacerla más fuerte que la original. En
vez de ocultar las grietas escondiendo señales de fragilidad, el kintsugi resalta y acentúa las marcas de
la resiliencia. Asume que haber sobrevivido tras una rotura, prueba que se
trata de un objeto valioso, merecedor de haber invertido en su reconstrucción.
Para los japoneses, el objeto es más bello por haber estado roto, haciendo que
piezas reparadas con kintsugi sean
más costosas aun que las que siempre estuvieron sanas”.
La metáfora es un verdadero
hallazgo y su sentido está a la vista: no solo hay que recomponer la
corporación sino que la supervivencia de la misma la ha transformado, de
repente, en un objeto valioso. Asimismo, la apuesta no es por la mera
recomposición de lo que alguna vez existió sino por la creación de una entidad
mucho más potente, con cicatrices a la vista, pero más monolítica que nunca.
No deja de sorprender que se
puedan verter abiertamente pretensiones de restitución corporativas y que haya
ciudadanos de a pie que entiendan tal restitución como algo esencial para la
vida democrática, pero sin dudas, la famosa “grieta” ha obligado a que los
intereses se expongan con mayor nitidez y sin eufemismos. Desde mi punto de
vista, tal exposición es positiva más allá de que parte de las audiencias hoy
sienta una profunda angustia por sospechar del medio con el cual se informaba y
por darse cuenta que, en buena medida, elegimos informarnos por aquellos
canales cuya línea editorial confirma nuestra perspectiva. Claro que sería
mejor una entidad individual o colectiva que tuviera acceso a un punto de vista
privilegiado y que generosamente nos lo acercara a los hombres comunes en un
gesto prometeico. Pero tal entidad no existe y tal pretensión hoy se puede
visitar en museos donde todos quieren ser curadores o se puede rememorar en cada
una de las manos que intentan revivir un objeto de cerámica roto.