domingo, 18 de diciembre de 2016

Adelanto de El gobierno de los cínicos, el nuevo libro de Dante Palma (nota publicada el 13/12/16 en Diario Registrado)

En la antigüedad, se llamaba “cínico” a quien, desde su insolencia plebeya, desafiaba al poderoso y, con esa actitud, ponía en riesgo la vida. El cinismo nunca pretendió ser una Escuela de pensamiento ni enseñar una determinada doctrina; más bien denunciaba a la sociedad de su tiempo a través de acciones concretas. Así, en una cultura en la que florecía la palabra, Diógenes, el referente del cinismo, elegía comportarse como un perro orinando, masturbándose y ladrando incluso en medio del ágora. Más allá de un sinfín de anécdotas casi escatológicas, la más citada es aquella en la que en pleno auge de su poder, Alejandro Magno se encuentra con Diógenes echado en el piso. En esa circunstancia, el emperador macedónico le habría preguntado al cínico “¿Qué deseas?”, como gesto magnánimo de quien todo lo puede y la respuesta de Diógenes habría sido: “deseo que te apartes porque me tapas el sol”. Independientemente de su veracidad, una anécdota como esta grafica la actitud cínica y su valentía frente al que todo lo tiene.
Si se pudiera resumir o sistematizar los valores que las actitudes cínicas buscaban transmitir, sin duda, se debe resaltar una apuesta por la libertad entendiendo a ésta como autodominio capaz de prescindir de los derechos, del Estado, de la comunidad y de cualquier bien material, incluyendo casa, ropa y dinero. Despreciados por la sociedad ateniense y luego por los romanos (si es que se acepta que muchas de las sectas que pulularon en los primeros siglos del imperio habrían abrevado en el cinismo antiguo), con el tiempo, el término “cínico” se reservó a aquellos que mienten aviesamente sin pudor o que, con distintos recursos, defienden lo que es difícil de defender. Pero el cambio más curioso ha sido otro. Me refiero a que lo más relevante ha sido que la insolencia del que nada tiene devino prepotencia del que lo tiene todo y el cinismo se transformó en el rasgo distintivo de una cultura atravesada por un capitalismo que exalta el tiempo presente y ofrece antidepresivos a quien no pueda sobrellevar la obligación de ser feliz. Para decirlo con la anécdota anterior, hoy el cínico es el emperador y su cinismo radica en espetarle a sus súbditos que él es el emperador y que ellos no merecen serlo porque no han hecho mérito suficiente. Frente a ello, el súbdito no se insolenta sino que asume como tal su condición, la justifica y toma pastillas para poder tolerar esa carga.
Asimismo, si bien la cultura meritocrática ha sido esencial al liberalismo, se ha exacerbado con este poscapitalismo que enarbola el ideal del empresario de sí mismo que con new age y palermitanas meditaciones cool deposita en el individuo la responsabilidad de los fracasos al tiempo que desentiende del asunto al modelo económico, al sistema y a las políticas públicas de los gobiernos liberales. Pero el vértigo de circulación de signos a ser consumidos que caracteriza a este poscapitalismo, necesita de una sociedad completamente interconectada y deseosa de intercambio tal como se puede observar en las redes sociales. Se trata de una sociedad que llamo “de la iluminación” porque denuncia al Estado “Gran Hermano” que todo lo vigila pero voluntariamente fomenta la exposición de la intimidad. En otras palabras, si durante el siglo XX, de lo que se trataba era de sostener espacios de intimidad libres de la intervención estatal, de no ser visto, hoy en día, volcamos toda nuestra información, elegimos que nuestra intimidad sea iluminada con reflectores que voluntariamente dirigimos hacia nosotros y aceptamos que el reconocimiento social pase estrictamente por cuántos Me gusta tiene mi última publicación o por cuántos seguidores tengo en la red social de moda.   
A su vez, el cinismo, el poscapitalismo y la sociedad de la iluminación acompañan a otro fenómeno, el de las “democracias idiotas”. Se trata, ni más ni menos, de democracias en las que se legitima en las urnas y se celebra que los administradores de la cosa pública sean aquellos que desprecian lo público, a pesar de que en la Atenas de Pericles, estos sujetos eran considerados peligrosos por renegar de su ciudadanía. Efectivamente, no se trata de democracias “idiotas” porque los votantes o los dirigentes sean tontos. Hay votantes y dirigentes tontos (en todos los partidos) pero lo esencial es que las democracias actuales van a contramano de la democracia originaria en la que solo se podía ser libre participando activamente de los asuntos públicos y se llamaba “idiota”, ya no a quien tuviera algún déficit cognitivo, sino a aquel individuo egoísta encerrado en su esfera privada que miraba con desprecio los asuntos de la comunidad.
Los sorpresas electorales que se vienen dando en el mundo en los últimos tiempos parecen confirmar este punto de vista. Así, aquel cartel que, en una protesta en Madrid, rezaba “Nunca subestimes a un idiota, un día puede ser tu presidente”, resulta hoy una advertencia con destino universal.



sábado, 10 de diciembre de 2016

El gobierno de los cínicos, el nuevo libro de Dante Palma

En la antigüedad, se llamaba “cínico” a quien, desde su insolencia plebeya, desafiaba al poderoso y, con esa actitud, ponía en riesgo la vida. Con los siglos el término se reservó a aquellos que mienten aviesamente sin pudor o que, con distintos recursos, defienden lo que es difícil de defender. Pero el cambio más relevante fue que la insolencia del que nada tiene devino prepotencia del que lo tiene todo y el cinismo se transformó en el rasgo distintivo de una cultura atravesada por un capitalismo que exalta el tiempo presente y ofrece antidepresivos a quien no pueda sobrellevar la obligación de ser feliz. Asimismo, nos horroriza el Estado “Gran Hermano” que todo lo vigila pero nos entregamos a una sociedad de la iluminación en la que voluntariamente exponemos la intimidad y donde ser reconocido es acumular seguidores en las redes sociales. Este marco es el ideal para las “democracias idiotas” en las que se celebra que los administradores de la cosa pública sean aquellos que desprecian lo público, a pesar de que en la Atenas de Pericles, estos sujetos eran considerados peligrosos por renegar de su ciudadanía. Así, aquel cartel que, en una protesta en Madrid, rezaba “Nunca subestimes a un idiota, un día puede ser tu presidente”, parece hoy una advertencia con destino universal. 

jueves, 1 de diciembre de 2016

Fidel Castro hacia el porvenir (contra el realismo capitalista) [Publicado el 29/11/16 en www.veintitres.com.ar]

La confirmación plena de que “No hay alternativa” parece ser el mensaje que desean legarnos aquellos que, incluso con pretensión de asepsia, han abordado la muerte de Fidel Castro. Resulta llamativo que quienes indican que es casi imposible acceder a la información sobre lo que sucede en Cuba gracias a una supuesta dictadura criminal, opinen con severidad y taxativamente respecto de lo que allí acontece máxime cuando, en el mejor de los casos, lo que conocen de Cuba son las playas de Varadero y el Twitter de Yoani Sánchez. Pero como en Argentina la opinión es el deporte nacional, todos debemos opinar, en especial y con mayor énfasis, si se trata de un tema que desconocemos. Y justamente, como no me considero un experto, antes que hablar de Fidel Castro y de la revolución, prefiero referirme a la operación de instalación confirmatoria de lo que Mark Fisher llama “realismo capitalista”. Porque para este profesor de filosofía nacido en Reino Unido, los tiempos que corren son aquellos en los que, más que nunca, se pretende que aceptemos con resignación aquella sentencia de Margaret Thatcher por la cual “No hay alternativa” al capitalismo. En este sentido, los titulares del estilo “La muerte del último revolucionario”, “El cierre de una era”, o “El fin del siglo XX”, en un sentido no faltan a la verdad pero, en otro, nos quieren decir otra cosa.
De aquí que no sea casual que Fisher recoja una frase que se le atribuye tanto a Fredric Jameson como a Slavoj Zizek y que indica “es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”. Efectivamente, basta con estar atento a, al menos, un sector de los discursos ecologistas para darse cuenta de ello.        
Hay un sinfín de razones para explicar por qué nos resulta imposible pensar el fin del capitalismo pero es interesante observar cómo el capitalismo actual que Fisher también llama “posfordismo”, tiene la capacidad de presentarse siempre como “lo nuevo” cuando, en realidad, en palabras de nuestro autor, “la política neoliberal no tiene que ver con lo nuevo, sino con un retorno al poder y los privilegios de clase”. Por ello no debe sorprendernos escuchar que es el momento para que Cuba se “modernice”, salga del “retraso”, se abra, precisamente, a “lo nuevo”, que no es otra cosa que todo aquello que Cuba vivió antes de la revolución: un país enormemente desigual con una casta privilegiada que esclavizaba a las grandes mayorías.
Sin dudas, un poco antes o un poco después, la presión de las nuevas generaciones que no vivieron aquello, generará transformaciones en la cultura cubana como la juventud genera transformaciones en todas las culturas. Sin embargo, curiosamente, solo se hace hincapié en la insatisfacción de los jóvenes cubanos “atados” por el socialismo pero no se nos dice nada de la insatisfacción de los jóvenes capitalistas, los cuales, a pesar de estar presuntamente “libres”, sufren lo que Fisher denomina “hedonia depresiva”, esto es, una depresión que no está vinculada a la incapacidad de hallar placer sino a no poder hacer otra cosa más que buscar placer.  
Pero retomemos la idea de “lo realista”. En política, cuando se nos pide que seamos “realistas” se nos pide que aceptemos lo que hay y que eso que hay es el capitalismo. Cualquier alternativa puede ser encomiable desde lo discursivo pero, aparentemente, choca con “los hechos”. Quienes critican a Castro y no lo definen como un asesino, le endilgan que su modelo era utópico e irrealizable, es decir, lo acusan de no ser realista. Sin embargo, “lo realista” como vinculado a determinados hechos duros o a cosas presuntamente incontrovertibles, es algo que debe ser puesto en tela de juicio pues en eso, precisamente, consiste la hegemonía, es decir, en presentar como algo dado, natural y universal lo que en realidad son los valores y la concepción del mundo de una facción. En palabras de Fisher: “No hace falta decir que lo que se considera “realista” en una cierta coyuntura en el campo social es solo lo que se define a través de una serie de determinaciones políticas. Ninguna posición ideológica puede ser realmente exitosa si no se la naturaliza, y no puede naturalizársela si se la considera un valor más que un hecho. Por eso es que el neoliberalismo buscó erradicar la categoría de valor en un sentido ético. A lo largo de los últimos 30 años, el realismo capitalista ha instalado con éxito una “ontología de negocios” en la que simplemente es obvio que todo en la sociedad debe administrarse como una empresa, el cuidado de la salud y la educación inclusive. Tal y como han afirmado muchísimos teóricos radicales, desde Brecht hasta Foucault y Badiou, la política emancipatoria nos pide que destruyamos la apariencia de todo “orden natural”, que revelemos que lo que se presenta como necesario e inevitable no es más que mera contingencia y, al mismo tiempo, que lo que se presenta como imposible se revele accesible” (Fisher, M., Realismo capitalista, Bs. As., Caja Negra, p. 42).
Lo interesante de este realismo capitalista es que es capaz de deglutir toda disrupción e incluso de presentar como disruptivo aquello que es funcional al sistema. El mejor ejemplo de ello son las “jornadas solidarias” que aquí en Argentina suelen realizar ONG, Fundaciones con fondos de dudosa procedencia, la Iglesia y hasta canales de TV. La exigencia de solidaridad introduce la variable de una ética individual y nos dice que, en algún sentido, tenemos la obligación de ayudar a los que menos tienen pues cargamos con la culpa de formar parte de aquella mitad de la población mundial que todavía se da el lujo de tener sus necesidades básicas satisfechas. Claro que, ese tipo de acciones solidarias, omite la identificación del responsable de esa desigualdad. Solo nos dice de manera “realista” que la desigualdad es un hecho y que no es la lucha colectiva contrasistémica sino el aporte individual solidario el que debe enfrentar el desequilibrio. En la página 39 del libro citado, Fisher lo indica así: “El chantaje ideológico que viene ocurriendo desde [la moda de] los conciertos [solidarios] insiste en que individuos compasivos y solidarios pueden terminar con la pobreza (…). Es necesario actuar de una vez, se nos dice; hay que suspender la discusión política en nombre de la inmediatez ética. Product Red, la marca de Bono [el cantante de U2 que organiza acciones solidarias] (…) es la aceptación “realista” de que el capitalismo es el único juego que podemos jugar. Al buscar que una parte de las ganancias de las ventas de los productos particulares se destinen a buenas causas, Product Red encarna la fantasía de que el consumismo occidental, lejos de estar intrínsecamente implicado en la desigualdad global sistémica, puede más bien contribuir a resolverla. Lo único que tenemos que hacer es comprar los productos correctos.”
Nótese cómo este fenómeno se reproduce aquí cuando determinadas marcas nos dicen que al comprar su producto estamos ayudando al Hospital X, a un mundo más saludable o a la construcción de un potrero, sin decirnos por qué al Hospital X le faltan fondos, por qué el mundo está en una crisis ambiental sin precedentes y por qué ya no existen potreros. 
Sería necio negar que el sistema cubano tiene deficiencias, del mismo modo que sería necio negar que la revolución ha hecho que millones de cubanos vivieran mejor de lo que vivían y de lo que vivirían en un sistema capitalista abierto. Pero lo más importante de la revolución que, sin dudas, hoy no podría tener el formato que tuvo, es haber desnaturalizado lo que parecía obvio, haber mostrado que es falso que no haya alternativa. Porque alternativas hay muchas. Si la del modelo cubano no es adecuada para los tiempos actuales, para la Argentina o para buena parte del mundo, pues entonces busquemos otra y, cuando la encontremos, probablemente nos daremos cuenta que esa alternativa puede hallar en el espíritu de la revolución cubana y de Fidel Castro al menos algunos principios valiosos y algunas guías (siempre perfectibles, claro), pero guías al fin. Como diría Silvio Rodríguez: “Yo no creo que haya sido en vano, pero pudo ser mucho mejor. Hacia el porvenir partieron sombras…cuando no alcance solo podré alertar. Si alguien me oye allí, no se olvide, pues, de iluminar”.