Fue en el verano londinense de 1957 cuando Lord Altrincham,
un noble que estaba al frente de National
and English Review, publicó un artículo enormemente crítico del discurso de
la joven reina Isabel II. Inglaterra había hecho un papelón internacional con
su intervención en el conflicto por el canal de Suez y transcurrida ya una
larga década desde el fin de la segunda guerra mundial, las ideas que
sacudirían el mundo en los años 60 ya comenzaban a configurarse. Entre ellas,
claro está, la del fin de las monarquías para dar lugar a las repúblicas. En
ese contexto, Lord Altrincham advirtió que los discursos de Isabel II exponían
la distancia enorme existente entre la monarquía y un pueblo que ya no soportaría
los privilegios. Y como si esto fuera poco, refiriéndose a la reina, agregaba:
“Parece incapaz de pronunciar siquiera unas pocas oraciones seguidas sin un
texto escrito, un defecto que es especialmente lamentable cuando el público
puede verla (…) La personalidad expresada por las frases que ponen en sus
labios es la de una escolar puntillosa (…) una auxiliar encargada de la
disciplina”.
Los medios amplificaron estas palabras y, en cuestión de días,
Lord Altrincham se ganó una trompada de un militante de una agrupación
conservadora llamada “Liga de leales al imperio” pero también una invitación al
palacio real. Porque el Lord no era antimonárquico sino todo lo contrario. De
hecho, su crítica apuntaba más a quienes rodeaban a la reina que a Isabel II
misma. Es decir, estaba más dirigida al adentro que al afuera. Es que, como
sucede cuando se está en el poder, el microclima, la burocracia y los
aduladores hacen que el referente pierda contacto con la realidad y quede
aislado. Habiendo transcurrido ya más de 60 años de aquel episodio,
paradójicamente y visto de manera retrospectiva, hay quienes afirman que esas
críticas llegaron justo a tiempo para salvar a la monarquía ya que muchas de
las sugerencias propuestas por Lord Altrincham fueron llevadas adelante por
Isabel II, entre otras tantas, dar un discurso de navidad en vivo con muchísima
más espontaneidad que los discursos rígidos que le armaban los conservadores
hombres de palacio que la rodeaban.
Como se suele decir ahora, a pesar de que los consejos hacia
los hombres de la política son tan antiguos como Occidente, Isabel II tuvo su
“coucheo” para poder tener un mejor vínculo con el pueblo. Porque hay figuras
que nacen con habilidades oratorias innatas y otras que no. Pero, al fin de
cuentas, con práctica y buenos asesores todo puede mejorar.
En el caso del presidente Macri, no sabemos si hay poca
práctica o si fallan los asesores pero sin duda sus dificultades expresivas son
evidentes y en casi dos décadas de hacer política, Macri no es el mismo que
antes pero mantiene esa enorme dificultad para contactarse con el ciudadano de
a pie y con la realidad. De hecho, hace tiempo que su discurso parece haber
iniciado una frenética carrera de distanciamiento con el mundo que atraviesa
distintas etapas, desde la negación hasta un voluntarismo zonzo que ahora
deviene un enojo dirigido a la oposición pero que, también, por momentos, se
desliza hacia el ciudadano. A Macri no le sale ser popular y habrá que indagar
en el diván por qué lo sigue intentando si, al fin de cuentas, logró tener
votos en Boca, en la Ciudad y en la Nación siendo lo que es, es decir, siendo
una figura impopular incluso con votos.
Sin embargo, por alguna razón, quienes lo asesoran, y que en
general lo han hecho bien, por cierto, ahora le han indicado que haga la puesta
en escena del enojo tal como lo hizo en el inicio de las sesiones del Congreso,
en la entrevista que le brindara a Luis Majul y en el último discurso hacia el
gabinete ampliado en el que, para que no queden dudas de su presunta condición
de enojo, dijo “estoy caliente”. Por qué el estar caliente aparece como una
virtud y un gesto de autoridad en Macri y como una crispación y un signo de
irritabilidad rayano con lo psiquiátrico en el caso de la expresidente, es algo
que solo el vergonzoso blindaje mediático puede explicar, pero el gran problema
de Macri es que la ciudadanía que siempre lo sintió lejos, hoy lo siente
enormemente lejos, probablemente tanto como los británicos sentían a la reina
en la época de Lord Altrincham.
A su vez es razonable que así sea porque es natural que
cuando a uno las cosas le salen mal se retraiga y si a esto le sumamos que sus
asesores también parecen haber perdido contacto con la realidad, que todos los
índices económicos son desastrosos, que sectores del establishment le empiezan
a soltar la mano y que miembros de la justicia empiezan a dar señales de
autonomía respecto a los intereses del gobierno soportando, incluso, descaradas
acciones de disciplinamiento, el panorama es complejo. Y todo esto por no
mencionar las fracturas internas y periodistas que ahora empiezan a preguntar y
a criticar, a pesar de que hicieron de todo para que Macri llegue al poder.
Evidentemente todo parece confluir hacia un fin de ciclo que era impensable
hace 18 meses y al cual hay que agregar la debilidad de origen que se basa en
reconocer que los votos que tuvo Macri han sido más antikirchneristas que
macristas.
Esa fractura con la sociedad y esa distancia serán difíciles
de recomponer a tal punto que no sabemos si el mostrarse enojado es más un
gesto hacia la propia tropa -mientras los rumores, de la mano de las encuestas,
arrecian-, que una señal hacia una sociedad que ingresando al cuarto año de
gobierno empieza a exigir respuestas. Esto no significa, claro está, que Macri
tenga perdida la elección ni mucho menos a tal punto que me animo a decir que
aun cuando las encuestas lo están ubicando algunos puntos detrás sigue siendo
el favorito, menos por sus méritos que por la incógnita que es hoy una
oposición que ni siquiera conoce sus candidatos.
Pero de lo que no parece haber duda es de una cosa: la presunta
calentura que, según mi hipótesis, está dirigida a los de adentro, es
inversamente proporcional a la frialdad distante que perciben los ciudadanos,
que son mayoría, y lo ven desde afuera.