Existen buenas razones para que el pensamiento de Huntington resulte antipático. Una de las principales es, probablemente, que su Choque de civilizaciones haya sido el manual de operaciones de los diseñadores de la política exterior del saliente presidente W. Bush. Sin embargo El Choque de civilizaciones, libro que amplía los contenidos de un artículo publicado por Huntington en 1993, es mucho más que esto. En él podemos encontrar una teoría que busca rivalizar con, entre otras, la famosa tesis del “Fin de la Historia” de Fukuyama afirmando que tras la caída del muro de Berlín, lejos de observar el triunfo del capitalismo y las democracias liberales de Occidente, nos enfrentamos a un mundo multipolar en que los actores son las grandes civilizaciones, las cuales son, generalmente, identificables por su religión. Dios resucita, se toma revancha y la religión reemplaza a las ideologías lo cual hace que las posiciones resulten más extremas e irreductibles.
El hecho de que Huntington haya asesorado a la Casa Blanca nos impide afirmar con certeza si estamos ante un investigador con gran mérito anticipatorio o ante una profecía autocumplida pero existen más elementos que pueden ser materia de reflexión. Específicamente, frente al hecho de la globalización y, con ella, el aparente triunfo de los valores de Occidente, Huntington se pliega a aquellos que advierten que Occidente, lejos de ser la civilización del mañana, se encuentra en franca decadencia ante el ascenso demográfico de los musulmanes y el poderío económico asiático. En este sentido, el choque entre civilizaciones parece inevitable y como suele ocurrir con las profecías del miedo, la solución estaría en una suerte de regreso romántico a la pureza de los valores (occidentales). Un tópico poco novedoso como el de la decadencia de occidente es interpretado en clave cultural, algo que directa o indirectamente puede llevar a interrogarnos acerca de nuestra propia identidad.
En esta línea, se observa que en la clasificación que realiza Huntington de las civilizaciones, Latinoamérica aparece como un espacio ajeno a Occidente que estaría compuesto simplemente por Europa y Estados Unidos (más Australia). A pesar de que el rasgo distintivo de las civilizaciones está dado por su religión y que Latinoamérica es mayoritariamente católica, el hecho de que hayamos asimilado parte de las culturas indígenas y la que, para Huntington es, una tradición política corporativa y autoritaria ajena a Occidente, nos ubica en el mundo no Occidental junto a las civilizaciones ortodoxa, sínica, islámica, japonesa, hindú y africana. En este sentido, quizás paradójicamente, la visión del ideólogo del partido republicano coincide con lo que suele denominarse neopopulismos latinoamericanos que reivindican una particularidad identitaria que en muchos casos, al menos discursivamente, reniega de los valores occidentales. Claro que esta discusión no obedece a un mero furor taxonómico sino que tiene consecuencias importantes. Especialmente porque en el momento en que la comunidad hispana se está transformando en la primera minoría en Estados Unidos y la inmigración resulta ser uno de los grandes desafíos que el primer mundo deberá enfrentar en el presente siglo, Huntington promueve la alarma y plantea que, puertas adentro, Estados Unidos debe dejar de propiciar un multiculturalismo que acabará disolviendo su identidad occidental en manos de africanos, latinos, musulmanes y asiáticos. Pero lo más llamativo es que El choque de civilizaciones elude la discusión en torno de la supuesta supremacía de los valores occidentales de la libertad y la democracia que en tanto tales serían bienes exportables. Lejos de pregonar tal universalismo, indicará que el mundo Occidental debe acabar con su arrogancia etnocentrista que buscando imponer sus valores a otras civilizaciones se ve expuesto a sus propias contradicciones y a la ira de aquellos que buscan reivindicar su particularidad. Así, bajo un lema que podría ser “ni monoculturalistas globales ni multiculturalistas domésticos” parece exigir el repliegue occidental ante la hipótesis de disolución interna y guerra civilizacional. No hay ideal kantiano ni posibilidad de hallar una paz (casi) perpetua como en las propuestas de los hijos del universalismo Rawls y Habermas.
Llegados a este punto quizás se pueda inferir otra de las razones por la que Huntington nos resulta antipático. Se trata de un ideólogo que está describiendo bastante bien un futuro que no nos gusta y que parece tener muy bien resuelta una pregunta que los latinoamericanos aún no podemos ni queremos responder, esto es, ¿quiénes somos?
El hecho de que Huntington haya asesorado a la Casa Blanca nos impide afirmar con certeza si estamos ante un investigador con gran mérito anticipatorio o ante una profecía autocumplida pero existen más elementos que pueden ser materia de reflexión. Específicamente, frente al hecho de la globalización y, con ella, el aparente triunfo de los valores de Occidente, Huntington se pliega a aquellos que advierten que Occidente, lejos de ser la civilización del mañana, se encuentra en franca decadencia ante el ascenso demográfico de los musulmanes y el poderío económico asiático. En este sentido, el choque entre civilizaciones parece inevitable y como suele ocurrir con las profecías del miedo, la solución estaría en una suerte de regreso romántico a la pureza de los valores (occidentales). Un tópico poco novedoso como el de la decadencia de occidente es interpretado en clave cultural, algo que directa o indirectamente puede llevar a interrogarnos acerca de nuestra propia identidad.
En esta línea, se observa que en la clasificación que realiza Huntington de las civilizaciones, Latinoamérica aparece como un espacio ajeno a Occidente que estaría compuesto simplemente por Europa y Estados Unidos (más Australia). A pesar de que el rasgo distintivo de las civilizaciones está dado por su religión y que Latinoamérica es mayoritariamente católica, el hecho de que hayamos asimilado parte de las culturas indígenas y la que, para Huntington es, una tradición política corporativa y autoritaria ajena a Occidente, nos ubica en el mundo no Occidental junto a las civilizaciones ortodoxa, sínica, islámica, japonesa, hindú y africana. En este sentido, quizás paradójicamente, la visión del ideólogo del partido republicano coincide con lo que suele denominarse neopopulismos latinoamericanos que reivindican una particularidad identitaria que en muchos casos, al menos discursivamente, reniega de los valores occidentales. Claro que esta discusión no obedece a un mero furor taxonómico sino que tiene consecuencias importantes. Especialmente porque en el momento en que la comunidad hispana se está transformando en la primera minoría en Estados Unidos y la inmigración resulta ser uno de los grandes desafíos que el primer mundo deberá enfrentar en el presente siglo, Huntington promueve la alarma y plantea que, puertas adentro, Estados Unidos debe dejar de propiciar un multiculturalismo que acabará disolviendo su identidad occidental en manos de africanos, latinos, musulmanes y asiáticos. Pero lo más llamativo es que El choque de civilizaciones elude la discusión en torno de la supuesta supremacía de los valores occidentales de la libertad y la democracia que en tanto tales serían bienes exportables. Lejos de pregonar tal universalismo, indicará que el mundo Occidental debe acabar con su arrogancia etnocentrista que buscando imponer sus valores a otras civilizaciones se ve expuesto a sus propias contradicciones y a la ira de aquellos que buscan reivindicar su particularidad. Así, bajo un lema que podría ser “ni monoculturalistas globales ni multiculturalistas domésticos” parece exigir el repliegue occidental ante la hipótesis de disolución interna y guerra civilizacional. No hay ideal kantiano ni posibilidad de hallar una paz (casi) perpetua como en las propuestas de los hijos del universalismo Rawls y Habermas.
Llegados a este punto quizás se pueda inferir otra de las razones por la que Huntington nos resulta antipático. Se trata de un ideólogo que está describiendo bastante bien un futuro que no nos gusta y que parece tener muy bien resuelta una pregunta que los latinoamericanos aún no podemos ni queremos responder, esto es, ¿quiénes somos?