Tomará el revólver, cargará las seis balas y saldrá a la
calle. Las primeras cinco balas serán para los cinco primeros desgraciados que
azarosamente se crucen en su camino. La sexta será para él mismo. Harto de
vivir en un mundo de mierda, rodeado de gente de mierda que da náusea y a la
que siempre es mejor mirar desde arriba para no rozarse, el personaje en
cuestión ha decidido ser un Eróstrato de nuestro tiempo.
Para quienes no lo recuerden, Eróstrato era un pastor que
allá por el siglo IV AC, según dicen, más precisamente, el mismo día en el que
habría nacido Alejandro Magno, incendió el Templo de Artemisa en Éfeso, aquel
considerado una de las siete maravillas del mundo antiguo. Nadie se explicaba por
qué lo había hecho; no había razones políticas, ni religiosas ni simbólicas en
un sentido amplio. Sin embargo, tras un largo interrogatorio que incluyó hasta
torturas, el incendiario confesó: lo había hecho para ser recordado. Y a pesar
de que los efesios ordenaron quitar toda referencia a su persona para que no
lograra su cometido, la historia le daría la razón pues de hecho nadie sabe
quién construyó aquel templo pero todos sabemos quién lo destruyó. Es más,
hasta figuras de la talla de Unamuno, Gracián, Cervantes, Victor Hugo, Chéjov,
Pessoa y Verne, entre otros, le han dedicado al menos una línea en sus obras. Estar
en el recuerdo por la razón que fuera, o incluso por malas razones, pero estar.
La psicología misma habla de un Complejo de Eróstrato para definir aquellas
personalidades con baja autoestima dispuestas a buscar la fama a cualquier
costo y cada vez que leo casos como estos recuerdo que una lógica parecida
persiguió el asesino de John Lennon quien luego declararía que cometió el
crimen para poder ser más famoso que el exbeatle.
Además de los mencionados, la figura de Eróstrato inspiró
también a J. P. Sartre, quien publicara un cuento que llevaría justamente el
nombre del pirómano más famoso y que sería recopilado en el libro El muro. Como se indicaba en el primer
párrafo de esta nota, Sartre piensa en Eróstrato cuando crea el personaje de un
hombre que aborrecía vivir rodeado de gente y, de repente, decide salir a la
calle a matar de manera indiscriminada como una suerte de legado para la posteridad
antes de suicidarse. Para desgracia del protagonista las cosas no salieron como
pensaba pero invito al lector que lea por sí mismo esa fantástica historia. Con
todo, lo que sí podemos sacar en limpio hasta ahora es que a lo largo de la
historia ha habido muchos Eróstratos pero nunca fue tan fácil convertirse en uno
de ellos como sucede en la actualidad.
De hecho, no casualmente, de manera periódica nos anoticiamos
de locos terroristas que perpetran masacres que transmiten en vivo en sus redes
sociales solo por ser “reconocidos”, por alcanzar una “fama” aunque más no sea
desde el horror. No olvidemos ese punto ya mencionado. Se trata de trascender
por la trascendencia misma y no necesariamente por alguna virtud. El gran descubridor y el gran asesino valen
lo mismo envueltos en el mismo lodo de wikipedia; y, a su vez, Eróstratos ha
habido siempre. Sin embargo, como les indicaba, hay tiempos históricos que son
un caldo de cultivo para este tipo de acciones. Y, claro, no descubrimos nada
si indicamos que una cultura donde todo se hace para ser visto sea proclive a
la multiplicación de Eróstratos. Si todo es trascender y la competencia por esa
trascendencia es feroz, los más cuerdos vivirán empastillados para soportar la
presión y los menos cuerdos serán capaces de hacer desastres contra terceros y
contra sí mismos.
Sin embargo, intuyo que en paralelo comenzaremos a convivir
también con el fenómeno contrapuesto. Una suerte de pretensión de regreso al
anonimato que será muy potente en las nuevas generaciones. Insisto en que serán
fenómenos que se darán a la par: tendremos por un lado una dinámica disparatada
de personas necesitadas de llamar la atención con cada vez más frecuencia en
una competencia frenética, y, al mismo tiempo, muchos otros que aun presos de
la tecnología tenderán a permanecer ajenos, a intentar pasar desapercibidos, a
vivir una vida menos expuesta. Efectivamente, serán cada vez más frecuente los
pedidos de lo que se conoce como “derecho al olvido” que más allá de referir,
desde el punto de vista legal, al derecho a que se quite de la web información
maliciosa o que daña la reputación de un afectado, podemos pensarlo de manera
metafórica como un derecho a no ser recordados, el derecho a una vida que no
trascienda.
A propósito, hace unos días revisaba el libro Teoría General del Olvido, del angoleño
José Eduardo Agualusa, y me encontré con este párrafo en la página 158 de la
edición de Edhasa de 2012:
“Ciertas personas padecen del miedo a ser olvidadas. A esa
patología se la llama atazagorafobia. A él le sucedía lo opuesto: vivía en el
terror de que nunca lo olvidasen. Allá, en el delta de Okavango, se había
sentido olvidado. Había sido feliz”.
Estoy pensando en la cantidad de casos de jóvenes que hoy
cuentan con 30 años y están arruinados en el presente por el simple hecho de
haber expuesto su vida y sus opiniones en una red social cuando tenían, quizás,
13, 14 o 15 años. Esa web que todo lo recuerda y que privilegia lo viralizado,
es decir, le da preponderancia a lo que más circuló independientemente de si
ese contenido es verdadero o falso, está arruinando la vida de miles de
personas impulsadas por una cultura y una tecnología incapaz de separar lo
público de lo privado. Esa opinión indebida vertida cuando tenías 16 años, un
video compartido con amigos, un comentario privado que alguien hace público,
todo puede, de un momento a otro, transformar tu vida en un infierno, llevarte
a ser un Eróstrato pero, claro está, de manera involuntaria.
No deja de ser curioso que en casi todos los sistemas legales
existe la figura de la prescripción de algunos delitos y que, sin embargo, en
paralelo, culturalmente estemos presos de un sistema de memoria infinita que
permite juzgar a la gente por hechos o acciones que ni siquiera son delitos;
donde no hay posibilidad de arrepentirse por una foto desafortunada o por una
opinión vertida hace 15 años con la cual quizás hoy no comulguemos. Porque la
gente cambia, para bien o para mal, pero el combo entre una maquinaria de
almacenamiento total con una sociedad deseosa de vigilar, juzgar y castigar con
valores del presente hechos de un pasado en el que los valores eran otros, está
generando mayores calamidades que actos reparatorios, además de minar una vida
en sociedad en la que todos estamos a tiro de la policía del pensamiento que
decrete la muerte civil del señalado de hoy.
Como conclusión, entonces, seguirán floreciendo y, algo aún
peor, seguirán intentando florecer los Eróstratos, cada vez más patéticos y
probablemente más dañinos. Pero atención con la reacción ante ese fenómeno.
Cuando creemos que todo está a la vista, puede que se esté gestando en paralelo
un mundo subterráneo donde la gente pueda y pretenda vivir sin ser recordada. Y
quizás, como decía Agualusa, puede que en ese mundo esa gente lleve adelante el
acto contracultural más grande: la revolución de ser feliz.