Uno de los eslogans más repetidos
por políticos de centro y de derecha de la Argentina, refiere a la necesidad de
emular el llamado “Pacto de La Moncloa” español. Si bien aquí no se trata de salir de una
dictadura ni interviene la realeza, se hace esa referencia cuando se quiere
decir que nuestro país necesita que las fuerzas políticas y los diversos
actores sociales acuerden una serie de principios básicos o políticas de
Estado. Haciendo una analogía con los juegos, podría decirse que hace falta fijar
un conjunto de reglas que identifiquen al juego y que los jugadores deben
aceptarlo de antemano si es que quieren ser reconocidos como tales.
Es difícil oponerse a esta idea
que tanto ha calado en el sentido común y que resulta muy intuitiva pero, claro
está, en la medida en que intentamos dar carnadura a esos principios básicos,
que hoy serían el juego democrático y un conjunto de políticas públicas
vinculadas a qué modelo de país queremos, empiezan a arreciar las diferencias
o, en todo caso, a haber desacuerdos interpretativos sobre aquellos principios.
Lo diré con algunos ejemplos: ¿cómo se logra una Argentina justa? ¿Haciendo que
todos tengan lo mismo o dejando todo librado a la meritocracia? Cuando decimos
que Argentina tiene que crecer sostenidamente, ¿pensamos lograrlo impulsando el
mercado interno con fuerte intervención estatal o esperando que las inversiones
privadas lleguen tal como lo fije el mercado? Por supuesto que siempre hay
opciones intermedias y matices, y estos son solo dos pequeños ejemplos de las
dificultades que se plantean cuando diversas tradiciones o ideologías llevan al
terreno práctico sus valores y cosmovisiones. Porque todas las corrientes de
pensamiento, o casi todas, supongo, querrán una Argentina libre, independiente,
soberana, justa, donde impere la verdad y donde todos los argentinos puedan
vivir dignamente pero hay enormes desacuerdos respecto a qué significa cada una
de estas cosas.
Sin embargo, aunque muchas veces no
sea tenido en cuenta, los argentinos supimos, en este breve período de
recuperación de la democracia comenzado en 1983, acordar en un punto: el decir “Nunca
Más” a las dictaduras militares y el enfrentar aquella larga noche nefasta con
Memoria, Verdad y Justicia. Lo hicimos con mucha valentía porque fuimos el
único país que juzgó a sus militares, más allá de las presiones que llegaron
después y que culminaron con las leyes de Punto Final, Obediencia Debida e
Indulto. Llevó y llevará mucho tiempo recomponer aquel horror que persiste en
las víctimas directas e indirectas y que todavía se expresa dramáticamente en
la búsqueda de los hijos apropiados, pero hubo un acuerdo generalizado en este
sentido que se fue sedimentando con el tiempo, tal como se puede observar
respecto a la discusión en torno a la teoría de los dos demonios que todavía se
dejaba ver en el prólogo original del Nunca Más.
Digamos, entonces, que la
sociedad Argentina, gracias al impulso y a la decisión política, primero de
Alfonsín y luego, también, de Néstor Kirchner y Cristina Fernández, saldó ese
debate entendiendo que la violencia del Estado no es comparable a ningún otro
tipo de violencia y que la cifra de desaparecidos era de 30.000, a pesar de que
el trabajo de la Conadep, presumiblemente incompleto, había arrojado
aproximadamente un tercio de aquella cifra, o que documentos militares
desclasificados en EEUU indicaran que los militares argentinos reconocían unos
22000 desaparecidos hasta 1978 (ver la nota de Hugo Alconada Mon, en La Nación, el 24 de marzo de 2006, cuyo
título es “El ejército admitió 22000 crímenes” <http://www.lanacion.com.ar/791532-el-ejercito-admitio-22000-crimenes>
).
Está claro que la cifra de 30000
es simbólica y que probablemente nunca sepamos si fueron algunos más o algunos
menos pero aquello no importa, justamente, porque se trata de una cifra
simbólica. Sin embargo, en los últimos años, y con mayor presencia desde la
asunción del último gobierno, el debate retornó casi siempre en torno a la
veracidad de la cifra “30000” como una forma bastante perversa de poner en tela
de juicio y de reflotar un debate que estaba saldado. Primero comenzaron
algunos periodistas y políticos opositores a la administración kirchnerista
cuando, imposibilitados de poner en tela de juicio la noción universal de
Derechos Humanos, apuntaron a denunciar la presunta apropiación partidaria de
los mismos. Reapareció así, aggiornada, la teoría de los demonios con títulos
alternativos como “Memoria completa” o “Dos verdades” y colaboraron con ello
sectores negacionistas y ex guerrilleros con repentino fervor de concordia
liberal y republicana. Y en los últimos meses, de boca del propio presidente se
volvió a hablar de “guerra sucia” y de “el curro de los derechos humanos”, un
Ministro de Cultura de la Ciudad indicó que el número “30000” había sido un
invento para cobrar subsidios, y el Titular de la Aduana, un excarapintada, se
negó a admitir que los militares hubieran realizado un plan sistemático tal
como determinó la justicia.
Esto, claro está, acompañado de
programas de TV que en su lógica polemista ponen en igualdad de condiciones a
debatir cara a cara a una víctima de la represión estatal con un referente
negacionista, debate que curiosamente es presentado como la panacea de una
sociedad democrática en la que se escuchan todas las voces. Si bien podemos
discutir si lo hacen por razones ideológicas o por la lógica espectacularizada
de los debates basada en la aceptación boba de una interpretación banal de
cierto principio del periodismo que arrojaría que siempre hay que presentar
“las dos caras” del debate (pasando de largo la discusión acerca de si la voz
negacionista y antidemocrática, es decir, la voz que no acepta las reglas del
juego democrático, puede ser ubicada allí sin más), lo cierto es que habiendo
pasado ya largamente las tres décadas de recuperación democrática, los sectores
que nos hablan de sentarnos en una mesa para acordar los puntos básicos de
nuestro “La Moncloa” lograron quebrar, quizás, el único y más importante
consenso que teníamos los argentinos.
Para ser una derecha moderna,
digamos que lograron un éxito digno de las derechas más recalcitrantemente arcaicas.