Los hechos ocurridos en el quincho de River Plate días atrás volvieron a poner a la violencia en el fútbol en el eje del debate público. Bastó nada más una fecha del torneo Clausura para que se pudiera confirmar que las vergonzosas idas y venidas del torneo Apertura que acabara en diciembre (con pseudosuspensiones, derecho de admisión, etc.) serían la regla y no la excepción.
Claro está, como suele ocurrir, cuando el periodismo necesita reafirmar y machacar la noticia, los hechos “comienzan a aparecer”. Así, se “descubre” que en la gran mayoría de los partidos de ascenso hay violentos encuentros entre las hinchadas o entre las hinchas y la policía. Sin embargo, en los últimos días formadores de opinión de distinto sesgo ideológico insisten en que la forma de acabar con la violencia es endurecer las penas, esto es, en vez de las simples amonestaciones, aplicar la quita de puntos al equipo cuya hinchada realice disturbios (norma que si bien se encuentra ya en el estatuto de la AFA no es aplicada por presión de los clubes y decisión discrecional del presidente de la AFA ).
El espacio de un artículo de opinión no me permite realizar las disquisiciones que un tema como este requeriría pero ¿no es posible poner en tela de juicio la idea de que el endurecimiento de pena es la única vía para lograr que los ciudadanos actúen bajo el ala de la ley?
En nuestra sociedad, y en los últimos tiempos más aún a partir de las propuestas de Blumberg, la crítica al endurecimiento de penas esgrimida desde diferentes sectores de la sociedad y representada por cierta tradición garantista manifiesta en algunos de los jueces de la Corte Suprema, es lo suficientemente rica en argumentos como para creer que el fútbol puede mantenerse ajeno a ésta.
Por mencionar sólo una: ¿usted cree que una persona marginal y sin nada que perder (en este caso léase “barra brava”), va a llevar adelante un pensamiento reflexivo a partir del cual tras hacer un cálculo de costo y beneficio, determinará que, dada la importancia de la pena, no le conviene actuar de manera delictiva? Asimismo, si nos llevamos por las estadísticas, ¿han bajado los índices de delito en Estados Unidos desde la imposición de la pena de muerte en algunos sus Estados? Dado que la respuesta es no, ¿por qué, entonces debería bajar la violencia en el fútbol ante penas más duras?
Se podrá decir que, en realidad, esta medida apunta no tanto a los violentos sino más bien a los dirigentes en el sentido de que el temor a la quita de puntos disuadirá a éstos de seguir apoyando a estas fuerzas de choque que, parafraseando a Pablo Alabarces, negocian “el aguante” como mercancía.
Esta lectura, es al menos ingenua en el sentido de no tener en cuenta la estrechísima relación entre los dirigentes y los barras que hace que, siempre que un dirigente más o menos honesto decide cortar el vínculo, es amenazado y, en algunos casos, deba dejar el cargo.
Por otra parte, y ahora hablando específicamente de la medida de la quita de puntos, dejando de lado las injusticias que se van a cometer en lo que respecta al tratamiento diferenciado entre equipos grandes y chicos (elemento que, por cierto, no es privativo de esta medida), esta norma le da a los barras un elemento de presión que puede poner a los dirigentes entre la espada y la pared. En otras palabras, si pensamos que “el aguante” se ha transformado en una mercancía negociable, independiente de los estrictamente futbolístico y los “colores de la pasión” y trasladable a diferentes ámbitos de acción, debemos tener en cuenta que no pasará mucho tiempo en que una barra amenace a la dirigencia del club con realizar hechos violentos si no se le siguen otorgando las prerrogativas de siempre.
De este modo, paradójicamente, se le está dando un arma de presión más al barra y se sigue sin atacar el objeto en cuestión: los individuos que forman las barras y los actores del poder que desde la AFA y el Estado los apañan.
miércoles, 28 de febrero de 2007
El número y la sensación
Algunos días atrás, el gobierno impulsó y efectivizó la destitución de la directora del INDEC Graciela Bevacqua. Llamativamente, esto desencadenó un sinfín de comentarios, expectativas, marchas y contramarchas que ocuparon grandes espacios en medios gráficos, televisivos y radiales. Allí se especuló sobre qué pretendía el gobierno con esta acción, e, impulsado por el macrismo y por el lavagnismo, se puso en tela de juicio la credibilidad del INDEC, especialmente, en lo que respecta al número de la inflación.
A mí no me interesa indagar, como afirman algunos, si esto es parte o no de un maquiavélico plan de un gobierno que coopta voluntades y que no admite disidencias, o si se trata de una medida que fue capitalizada por una oposición que parece no tener demasiados resquicios donde asomar ni plantea una alternativa programática seria.
Lo que me interesa es retomar un tópico que he venido observando en estos últimos tiempos y que se ve claramente en esta controversia: la pasión por el número y su relación con las sensaciones. Para ser más precisos, lo ocurrido en el INDEC manifestó una vez más la compleja relación que los medios y “la gente” expresan a través de determinados números. En este caso, como pocas veces vi en mi vida, la mayoría de los medios estuvo pendiente de cuál era el número de la inflación de enero. Para eso decenas de noteros transmitieron, en vivo, el momento en que debía darse a conocer el índice y desesperaron ante la demora (sospechosa según ellos) de dos horas que finalmente arrojó el número de 1,05% para el mes de enero.
A mi juicio, impulsados por medios que entre la ausencia de noticias (algo propio del verano) y ciertos comentarios que comienzan a tener tufillos de campaña electoral, la opinión pública, aparentemente, tuvo que empezar a preocuparse por “El número de la inflación de enero”.
En ese momento comenzó a generarse lo que suele exponerse como “sensación”. La gente empieza a “tener la sensación” de inflación, de la misma manera que cuando se publicitan dos o tres hechos de violencia vuelve “la sensación” de inseguridad y se empieza a hablar de “ola de.....” .
Parecería que siempre nos hace falta un número: acabada la tontería del “Riesgo país” (por si usted no lo recuerda, los informativos radiales, cada 30 minutos junto al servicio meteorológico y al estado del tránsito, informaban acerca del puntaje con que una empresa privada extranjera calificaba el riesgo de invertir en determinados países) y planchado el dólar, debemos estar pendientes de cualquier numerito que pueda cuantificarnos las sensaciones. Así, “número” y “sensación” funcionan como complementos que se confirman el uno al otro como profecías autocumplidas y, en un circulo que poco tiene de virtuoso, nos hacen perder de vista si el número genera la sensación o la sensación genera el número.
En este sentido la única manera de resolver este asunto que tal como se encuentra expuesto tiene mucho del eterno dilema del “huevo y la gallina” sea tratar de eliminar al número y a la sensación como guías privilegiadas de nuestro acceso a lo real recordando que las estadísticas no son un dato en sí ajeno a cualquier tipo de hermenéutica y que apelar a las sensaciones para legislar o exigir acciones de nuestros representantes es, muchas veces, lisa y llanamente apología de la irracionalidad.
A mí no me interesa indagar, como afirman algunos, si esto es parte o no de un maquiavélico plan de un gobierno que coopta voluntades y que no admite disidencias, o si se trata de una medida que fue capitalizada por una oposición que parece no tener demasiados resquicios donde asomar ni plantea una alternativa programática seria.
Lo que me interesa es retomar un tópico que he venido observando en estos últimos tiempos y que se ve claramente en esta controversia: la pasión por el número y su relación con las sensaciones. Para ser más precisos, lo ocurrido en el INDEC manifestó una vez más la compleja relación que los medios y “la gente” expresan a través de determinados números. En este caso, como pocas veces vi en mi vida, la mayoría de los medios estuvo pendiente de cuál era el número de la inflación de enero. Para eso decenas de noteros transmitieron, en vivo, el momento en que debía darse a conocer el índice y desesperaron ante la demora (sospechosa según ellos) de dos horas que finalmente arrojó el número de 1,05% para el mes de enero.
A mi juicio, impulsados por medios que entre la ausencia de noticias (algo propio del verano) y ciertos comentarios que comienzan a tener tufillos de campaña electoral, la opinión pública, aparentemente, tuvo que empezar a preocuparse por “El número de la inflación de enero”.
En ese momento comenzó a generarse lo que suele exponerse como “sensación”. La gente empieza a “tener la sensación” de inflación, de la misma manera que cuando se publicitan dos o tres hechos de violencia vuelve “la sensación” de inseguridad y se empieza a hablar de “ola de.....” .
Parecería que siempre nos hace falta un número: acabada la tontería del “Riesgo país” (por si usted no lo recuerda, los informativos radiales, cada 30 minutos junto al servicio meteorológico y al estado del tránsito, informaban acerca del puntaje con que una empresa privada extranjera calificaba el riesgo de invertir en determinados países) y planchado el dólar, debemos estar pendientes de cualquier numerito que pueda cuantificarnos las sensaciones. Así, “número” y “sensación” funcionan como complementos que se confirman el uno al otro como profecías autocumplidas y, en un circulo que poco tiene de virtuoso, nos hacen perder de vista si el número genera la sensación o la sensación genera el número.
En este sentido la única manera de resolver este asunto que tal como se encuentra expuesto tiene mucho del eterno dilema del “huevo y la gallina” sea tratar de eliminar al número y a la sensación como guías privilegiadas de nuestro acceso a lo real recordando que las estadísticas no son un dato en sí ajeno a cualquier tipo de hermenéutica y que apelar a las sensaciones para legislar o exigir acciones de nuestros representantes es, muchas veces, lisa y llanamente apología de la irracionalidad.
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