sábado, 8 de marzo de 2025

Stiglitz y su defensa del capitalismo progresista (publicado el 1.3.25 en www.theobjective.com)

 

La libertad está en peligro. Al igual que el patriotismo y la bandera del país, se la ha apropiado la derecha. Pero se trata de una libertad mal entendida que beneficia a unos pocos en detrimento de una mayoría. Recuperar la libertad como bandera de ese progresismo que, en los últimos años, creyó que lo único importante era la igualdad, es esencial para un nuevo tipo de capitalismo heredero de Keynes que tenga en la socialdemocracia de los países nórdicos su faro.

Este es, en resumen, el núcleo de la propuesta del nuevo libro del premio Nobel de Economía, Joseph Stiglitz, quien en la década del 90 formara parte de la administración Clinton y ha sido siempre un acérrimo crítico de los economistas liberales.

Camino de libertad. La economía y la buena sociedad, es el título elegido para este texto editado por Taurus y escrito apenas unos meses antes de la confirmación de la nueva candidatura de Trump. Como el propio autor reconoce, se trata de una continuación de los principales tópicos que desarrollara en su vasta trayectoria y, para quien conozca la línea que solía esgrimir en sus publicaciones, es difícil que el libro agregue alguna novedad.

Stiglitz podría haber recurrido a la inmensa cantidad de autores que a lo largo de la historia del pensamiento reflexionaron acerca de qué es la libertad, pero prefiere no salirse demasiado del ámbito de lo económico y de sus rivales preferidos: Friedrich Hayek y Milton Friedman.

Su postura es simple: hacer una defensa de los derechos de segunda (económicos, sociales y culturales) y tercera generación (especialmente los referidos al cuidado del ambiente) frente a la mirada restrictiva de libertarios y neoliberales para quienes cualquier exigencia más allá de los derechos civiles y políticos (derechos de primera generación) supondría algún tipo de inadmisible intervencionismo redistributivo.   

Stiglitz lo dice de manera bastante más llana, incluso, mostrando la correlación existente entre la libertad económica y la política: “Una persona que se enfrenta a situaciones extremas de necesidad y miedo no es libre. Tampoco lo es alguien cuya capacidad para tener una vida plena, que aspira a desarrollar su potencial, se ve limitada por el hecho de haber nacido pobre”.

Desde lo conceptual, Stiglitz hace énfasis en lo que, considera, es la falsa contraposición supuesta por los liberales más radicales, entre Gobierno, como sinónimo de regulación, y libertad. En este sentido, encolumnándose detrás de una larga tradición, pretende mostrar que la regulación, antes que atentar contra la libertad, puede llegar a ser la condición de posibilidad de la misma, al menos si lo pensamos desde la perspectiva de las mayorías.

Como indicábamos anteriormente, Stiglitz defiende explícitamente una socialdemocracia. De modo que su propuesta progresista no deja nunca de ser capitalista. En todo caso, se trata de aumentar los impuestos a los más ricos y de ponerle ciertos límites a lo que él llamará las políticas de “mercado desatado”:

“Lo que he denominado capitalismo progresista requiere, además de una serie de instituciones, un importante papel de la acción colectiva. No se basa en el bulo de que los mercados son la solución y el gobierno el problema (…), sino en un equilibrio más adecuado entre el mercado y el Estado, que establezca regulaciones para garantizar la competencia e impedir la explotación mutua y la del medioambiente”.

El capitalismo progresista de Stiglitz, entonces, pretende garantizar una buena salud, educación de calidad y cierto nivel de bienestar material y de seguridad mínimos para una vida digna en la que los ciudadanos puedan dedicar tiempo a la participación pública; acepta la existencia de empresas con ánimo de lucro, pero bajo una lógica distinta a la de la mera maximización de su beneficio; entiende que hay que limitar el poder corporativo, fomentar la libre competencia y empoderar a los trabajadores impulsando su participación en sindicatos; propone reescribir el sistema económico y legal garantizando la propiedad privada pero tomando en cuenta la justicia social; impulsa una suerte de ingeniería social anti neoliberal por la cual se moldee a las personas detrás de un nuevo ethos donde florezca la empatía, los cuidados y la creatividad; y, por último, hace especial énfasis en la necesidad de controlar la formación de posiciones dominantes en el ámbito de los medios de comunicación. Podría decirse que es un libreto pasible de ser encontrado en cualquier plataforma del partido demócrata.   

Stiglitz dedica también pasajes de su libro a la necesidad de repensar el sistema económico-legal internacional, trazando una analogía entre países y personas. En otras palabras, especialmente las deudas con acreedores como el FMI, limitan la libertad en la toma de decisiones soberanas de los países y, por lo tanto, no se pueden permitir:

“Necesitamos un marco internacional para resolver los excesos de deuda, similar a los procedimientos nacionales de quiebra, que tenga en cuenta el bienestar del deudor y los intereses generales de la sociedad. Necesitamos un marco normativo financiero internacional que haga menos probable que se produzca la clase de crisis que vemos una y otra vez, y que cuando sucedan sean menos profundas”.

Si la idea de libertad podría haberse trabajado desde perspectivas que enriquezcan el debate, donde definitivamente el texto carece de sutileza alguna es cuando hace una reivindicación romántica de su propuesta socialdemócrata y traza una línea de continuidad entre el neoliberalismo y el fascismo sin mayores aclaraciones:

“El capitalismo desatado –el tipo de capitalismo defendido por la derecha y sus líderes intelectuales Friedman y Hayek- reduce las libertades económicas y políticas significativas y nos pone en el camino hacia el fascismo del siglo XXI. El capitalismo progresista nos sitúa en el camino hacia la libertad”.

Aun cuando no son pocos los que acordarían con Stiglitz y buena parte del debate público impulsado por las izquierdas abraza esta hipótesis, una explicación menos maniquea hubiera sido bienvenida por un lector menos ideologizado.

En síntesis, Camino de libertad es un texto que tiene el valor de recordarnos que hay distintas maneras de entender la libertad y que, en ocasiones, una mínima y eficiente legislación reguladora puede ser la condición de posibilidad de su florecimiento. Por lo demás, nos presenta a un Stiglitz auténtico, sin sorpresas ni tampoco grandes sutilezas.

 

 

 

Esto es azúcar (publicado el 21.2.25 en www.theobjective.com)

 

Dos peces jóvenes nadaban juntos hasta que, de repente, de manera casual, se cruzan con un pez mayor que al pasar les saluda y les dice: “Buenos días, chicos. ¿Cómo está el agua?” No hubo respuesta y los jóvenes peces siguieron su camino hasta que, algo meditabundos, tras un rato, uno le dice al otro: “Pero, ¿qué demonios es el agua?”

Esta parábola se popularizó a partir del año 2005 porque fue aquella con la que inició David Foster Wallace su famoso discurso de felicitaciones a los graduados de Kenyon.

El mismo fue más tarde publicado bajo el título Esto es agua y su enseñanza es clara: solemos naturalizar de tal modo aquello que nos rodea, que lo consideramos como algo dado a tal punto que acaba pasando desapercibido.

Si en lugar de peces pensamos en humanos, hay infinidad de cosas que no problematizamos y que atraviesan nuestras vidas de manera determinante y una de ellas es el azúcar. Es más, hasta podría decirse que la historia de la civilización humana y muchas de las problemáticas actuales, desde determinado tipo de enfermedades hasta los cambios en el ambiente y una nueva concepción del capitalismo, bien podrían comprenderse a través de la historia del azúcar. Así al menos lo cree Ulbe Bosma, doctor en Historia por la Universidad de Leiden y profesor de Historia Social Comparada Internacional en la Universidad Libre de Ámsterdam, en su último libro titulado, justamente, Azúcar, publicado por Ariel.

Bosma, cuyo interés apunta a historias conectadas al trabajo, su efecto en las olas migratorias y en la forma en que circulan los productos básicos, muestra que el consumo de azúcar, al menos en estos niveles, es una relativa novedad en la historia humana. Sin ir más lejos, hace apenas 200 años, el azúcar blanco de mesa resultaba ser un lujo y solo podía producirse en pequeñas cantidades mediante fabricación artesanal. Ahí hay una de las claves: el azúcar no es tan fácil de extraer como la sal.

“El azúcar granulado no tiene más de 2500 años de antigüedad, y el azúcar blanco granulado empezó su carrera aún más recientemente en Asia, hace unos 1500 años, como puro lujo, signo de poder y riqueza (…) Con el tiempo, el consumo de azúcar por parte de la realeza se extendió a las élites de las crecientes ciudades de China y la India, así como a gran parte de Asia Central y África del Norte, antes de llegar a Europa. En el siglo XIII, la técnica azucarera se había desarrollado lo suficiente como para que el azúcar se convirtiera en un importante producto comercial de toda Eurasia. La historia del capitalismo azucarero comenzó en Asia, donde, hacia la década de 1870, se producía la mayor parte del azúcar mundial”.

Allí se puede hacer un punto porque si, justamente, de migraciones vinculadas al trabajo se trata, la llegada del azúcar a Europa será determinante, por ejemplo, para comprender la relación con “el nuevo mundo” a partir del siglo XVI y, sobre todo, para explicar el tráfico de esclavos desde África a través del Atlántico. Es que la necesidad de satisfacer el mercado europeo llevó al propio Colón, ya en su segundo viaje, a implantar la caña de azúcar que luego se extendería por lo que hoy es Colombia, Perú, Puerto Rico, Cuba y México, a lo cual luego habría que agregarle zonas de la costa brasileña para beneficio de los portugueses. De hecho, Bosma menciona que se calcula que, entre la mitad y los dos tercios de los 12,5 millones de esclavos africanos llevados a América, fueron destinados a plantaciones de azúcar.

El desarrollo de la industria azucarera fue tal que, a mediados del siglo XIX, el azúcar ocupaba el lugar que ostentaría el petróleo en el siglo XX en tanto el producto de exportación más valioso del hemisferio sur.

Pero, claro está, sería imposible comprender el lugar del azúcar en nuestras vidas sin hacer énfasis en el rol que tuvo Estados Unidos, especialmente a partir de finales del siglo XIX tras lo que se conoce como “la crisis del azúcar de 1884” originada por la expansión revolucionaria del azúcar de remolacha en Europa.

En ese escenario, los principales productores estadounidenses, que extraían de Cuba el 62% del azúcar que necesitaban, exigen al gobierno una serie de medidas proteccionistas. Así, el comercio de azúcar que estaba lo suficientemente globalizado, ingresa en una guerra de aranceles y mercados intervenidos.

Sin embargo, un factor determinante fue, aunque resulte sorprendente, el factor religioso y una serie de medidas políticas que transformaron Estados Unidos y el mundo. Sí, el puritanismo y el conocido como “movimiento por la sobriedad” en el marco de la vigencia de La ley seca, fue clave porque el té devino el ícono del movimiento contra el alcohol. El punto es que, como todos lo sabemos, no hay té sin dulces y pasteles, y fueron los cuáqueros los que ocuparon un lugar de relevancia fomentando la industria de los dulces, justamente, como forma de combatir el alcohol:

“En Estados Unidos, la creciente desaprobación social de las bebidas alcohólicas fue acompañada de una publicidad omnipresente de todo lo dulce y de la introducción de nuevas bebidas”.

De hecho, si hablamos de bebidas azucaradas, Coca Cola, por ejemplo, fue inventada en 1886 como respuesta a la prohibición del alcohol en la ciudad de Atlanta, Georgia; y durante la vigencia de la Ley seca, la industria que más se expandió fue la de los caramelos. Los dentistas agradecidos.  

Y ya que hablamos de la salud, solo el lobby de la industria azucarera ha logrado en algunos momentos de la historia confundir a la opinión pública para desligar la responsabilidad del producto en la obesidad y en enfermedades como la diabetes de tipo 2, la cual, se calcula, crecerá exponencialmente en las próximas décadas.

Si con esto no alcanzara, Bosma sostiene que el daño ambiental que produce la hiperproducción de azúcar sería ya una causa suficiente al menos para ponerle límites:

“Solo las consecuencias medioambientales deberían hacernos replantearnos todo lo referente a la producción del azúcar. Actualmente, el consumo medio anual de azúcar y edulcorantes de una persona que vive en Europa occidental es de 40 kilos; en Norteamérica, esa cifra es de casi 60 kilos. Imaginemos por un momento que todo el mundo consumiera la misma cantidad de azúcar que los europeos. La producción mundial tendría que pasar de los 180 millones de toneladas actuales a 308 millones. Ello provocaría una devastación de tierras casi proporcional, ya que hoy en día es casi imposible aumentar la productividad por hectárea. Y hay que tener en cuenta que cada vez se dedica más tierra al cultivo de la caña para producir etanol, que se utiliza como biocombustible”.

Aunque la OMS no goza del mejor momento en cuanto a su credibilidad, Bosma propone seguir su consejo y avanzar hacia la imposición de un límite global de 20 kilos de azúcar por persona cada año y prohibir el uso de la caña para producir combustible. Sin embargo, entiende que el lobby allí también es potente y que los gobiernos prefieren no intervenir. 

De aquí concluye que:

“El inmenso poder de los conglomerados azucareros nos hace pagar a los consumidores por las tarifas protectoras, por el consumo excesivo, por los asombrosos costes de los seguros sanitarios y por reparar los daños medioambientales”.

Puede que la parábola de Foster Wallace deba ser reescrita con protagonistas humanos, obesos y desdentados que reemplacen a los peces y a los que se les pregunte qué tan dulces son las comidas que ingieren día a día. En lugar de Esto es agua, el discurso se llamaría Esto es azúcar.

 

 

 

El wokismo está desnudo (publicado el 13.2.25 en www.disidentia.com)

 

El primer episodio sucedió el 7 de enero. Mark Zuckerberg, director ejecutivo de META, graba un video de algo más de 5 minutos en el que anuncia un cambio de era.

Se trata más bien, según sus dichos, de un retorno a los orígenes de los valores de la compañía, comprometida con brindar voz a todo el mundo como una forma de contribuir a un sociedad democrática y libre.

Naturalmente, el anuncio tuvo repercusión, pero bastante menos de lo esperado, al menos tomando en cuenta el contenido explosivo del mismo. Es que, sin sonrojarse, Zuckerberg estaba diciendo sin eufemismos que, bajo la excusa de proteger a los usuarios contra la desinformación, fue presionado por gobiernos y medios tradicionales, para que tomara cartas en el asunto, eventualmente, creando controles y censuras. Esta presión, según sus dichos, fue “política”, si bien también incluía una preocupación legítima acerca de la proliferación de contenido que podría incitar a la violencia, la persecución política y el genocidio, como así también acciones terroristas, tráfico de drogas, explotación infantil, etc.

Lo cierto es que, frente a la desinformación, esa a la que muchas veces se hace responsable de los resultados electorales que no nos gustan, META utilizó Fact-Checkers, verificadores que resultaron ser, según esta declaración, demasiados sesgados. Sí, Zuckerberg aceptaba lo que todos veíamos: el sesgo progresista de toda la burocracia biempensante de verificadores que pretendían erigirse como jueces neutrales de la realidad.   

Pero esto no se queda aquí: en lo que no podría haber ocurrido nunca apenas 2 o 3 años antes, Zuckerberg anuncia que eliminará restricciones para comentarios sobre género e inmigración. La razón era que lo que había empezado como un intento de ser más inclusivos había derivado en una excusa para limitar la libertad de expresión. Sí, así lo dijo.

El triunfo de Trump marcaba, evidentemente, una nueva etapa y META debía asumir vivir en una sociedad adulta para dolor de los Safe Spaces de universidades americanas y todos sus satélites, burócratas expertos en victimología que vivieron de los impuestos de los contribuyentes estadounidenses que generosamente la administración Biden distribuía a lo largo del mundo en un claro ejemplo de soft power.

Por último, a pesar del estrés que puede generar en las generaciones de cristal, META volverá a sugerir noticias sobre política, elecciones o temas sociales, mudará sus departamentos de seguridad, confianza y moderación de California a Texas y trabajará junto al gobierno de Estados Unidos contra todos aquellos países que avanzan en distinto tipo de regulaciones y/o, lisa y llanamente, censuras al contenido de Internet. Es tan grotesco el giro, la alineación total al nuevo gobierno, que despierta vergüenza ajena. Casi que permite imaginarse a Zuckerberg entrando a la reunión que había tenido con Trump días atrás de rodillas diciendo, como en aquel episodio de Los Simpsons: “Hola, Señor Presidente. Hice campaña por el otro candidato, pero voté por usted”.

Pero el miedo no es tonto. Zuckerberg entiende que los vientos andan soplando para otro lado y que su destino es el de la veleta.

El segundo episodio ocurrió una semana después en España. El protagonista es Iñigo Errejón en su comparecencia ante el Tribunal de Justicia. Como todos sabemos, tras ser acusado de haber cometido una agresión sexual contra la actriz Elisa Mouliáa, el exportavoz de SUMAR renuncia a su cargo y debe responder ante la justicia. Los medios acceden al material del interrogatorio a ambas partes y el revuelo es mayúsculo especialmente por un juez que no vacila en interpelar y, por momentos, acorralar a ambos buscando inconsistencias. En el caso de la denunciante, entre varias lagunas en el relato, el momento más incómodo es cuando ella atina a decir que todavía no se explica cómo después de haber recibido dos presuntas agresiones sexuales, decide ir a la casa del presunto agresor.

Pero lo más interesante es el modo en que el juez expone las contradicciones políticas de Errejón. En particular cuando le consulta acerca de su dimisión y Errejón admite: “Tengo que dimitir porque estaba en un espacio político que defendía que todos los testimonios, aunque sean anónimos y en redes sociales, son válidos. Por eso tengo que dimitir”.

Es ahí cuando el juez le espeta: “Usted defendía eso antes. ¿Cuando le pasa algo es cuando cambia?”. Y su respuesta es, sencillamente, “sí”. En otras palabras, todos los testimonios de mujeres eran válidos hasta que uno de esos testimonios fue contra él. Allí volvió la posibilidad de que existieran motivaciones políticas y linchamientos mediáticos detrás de una denuncia; y que una mujer, en tanto parte del género humano, pueda mentir, del mismo modo que lo pueden hacer otros miembros del género humano, aquellos denominados “varones”.   

El segundo momento del interrogatorio fue hasta humillante porque el juez se pregunta retóricamente cómo puede ser que le tenga que explicar que solo sí es sí, es decir, que debería respetar la ley que él y su espacio defienden. Frente a ello él responde: “es que en la vida real la gente no habla con consignas”.

En los próximos meses, la justicia determinará si Errejón es culpable o no, pero de lo que estamos seguros es de que mientras defendía públicamente una ley, en privado la asumía como una consigna vacía e impracticable. Errejón, en su propia carne, padecía aquel doble estándar y ese hiato entre lo que se dice/hace en privado y lo que se dice/hace en público al que el neopuritanismo empuja. Hasta ahora, al menos, no ha dado el paso para reconocer que fueron sus propuestas y las de su espacio y exaliados las que generaron un escenario por el cual, según él, se estaría cometiendo una injusticia. Mientras tanto, aun si la denuncia fuera falsa, Errejón está padeciendo el modo en que este tipo de acciones, sin costo alguno para la denunciante, pueden acabar con la carrera y la reputación del señalado. Pero su defensa habla por sí sola: nunca es tarde para revalorizar el principio de inocencia y recordar que nunca debe invertirse la carga de la prueba, ni siquiera cuando la ideología y la agenda política así lo requieran.   

 

El último episodio al que quería referirme, también tiene como protagonista a España si bien el escándalo trasciende las fronteras. La actriz trans Karla Gascón, protagonista del narcomusical Emilia Pérez, iba directa a hacer galardonada como mejor actriz hasta que, de repente, un descuido y alguien con deseo de hacer daño, desempolvaron una serie de twitts agresivos y discriminatorios contra minorías y musulmanes, entre otros.

Mientras escribo estas líneas, Netflix la bajó de la gira de promoción, la quitó de la cartelería y, lo que parecía una victoria segura, se ha puesto en entredicho. Mientras tanto, Gascón da entrevistas tratando de aclarar lo que es difícil aclarar sin salir nunca de la mención a sus padecimientos de mujer trans, pero sin entender que, para el mainstream de la corrección política, ser de derecha quita el aura de víctima. “Facha mata trans”, digamos. Expresando opiniones de derecha, Gascón devino una “traidora de género” porque las únicas identidades minoritarias a ser protegidas son las progresistas.  

Pero, además, ha quedado presa de la propia dinámica que la catapultó: no iba a ser elegida por su actuación sino por su identidad. Y ahora es posible que pierda el premio por lo que piensa y no por su performance. Paradójicamente, su única posibilidad de triunfar, al menos desde lo discursivo, es exigir que la elección sea por mérito y no por lo que ella es o por el mensaje que a través suyo la academia quiere dar en su disputa abierta con Trump. Pero, claro, de exigir eso, todo su discurso de la prioridad y la deuda con la víctima, caería.

Con todo, y aunque Gascón no dé ese paso, lo que este episodio comparte con los anteriores es que ha quedado al descubierto groseramente lo que siempre se supo pero se intentó encauzar al menos desde las formas: las premiaciones y los concursos ya no evalúan obras ni actuaciones. Importa el mensaje buenista y la identidad del ejecutante. Si la actuación, la película, el libro, son buenos o malos importa un carajo. En breve, todas las categorías de premios deberían reducirse a una sola: moralidad.

Para finalizar, digamos que, en los tres episodios, distintos referentes que de una u otra manera han estado asociados en mayor o menor medida a la cultura progresista y han sacado provecho de ella, quedan expuestos o atrapados en hipocresías, contradicciones y/o en la aceptación de lo que era evidente pero no se podía decir. En estos tiempos vertiginosos y cambiantes nadie puede asegurar nada y el contrataque puede llegar a ser feroz porque el progresismo controla buena parte de los presupuestos, las instituciones y los medios de comunicación, pero estamos asistiendo, como mínimo, a un reequilibrio de fuerzas y a la evidencia de que el wokismo está desnudo.

 

“Huesos sin descanso”: el calvario europeo de los nativos de Tierra del Fuego (publicado el 11.2.25 en www.theobjective.com)

 

Solo una buena historia puede conectar el cuerpo embalsamado de Jeremy Bentham, el viaje de Darwin en el Beagle, un centenar de indígenas del fin del mundo exhibidos en zoológicos humanos europeos y el intento de preservar del olvido una lengua remota. 

Eso es lo que logró el chileno Cristóbal Marín, licenciado en Filosofía y Doctor en Estudios culturales, en Huesos sin descanso. Fueguinos en Londres, un libro que llega a España gracias a editorial Debate. Se trata de un texto difícil de categorizar entre el ensayo, el relato histórico y la novela autobiográfica que se lee de corrido y, lo más importante, con entusiasmo.  

Marín había viajado a Londres en 1992 para desarrollar una tesis sobre Jeremy Bentham, el padre del utilitarismo, cuya faceta menos conocida era una pasión por el taxidermismo, o, al menos, algún deseo entre narcisista y generoso, según de qué lado se lo mire, de ofrecer su cuerpo a la ciencia. Su idea era ser diseccionado en público y luego embalsamado según técnicas maoríes para devenir un auto-ícono, esto es, una suerte de monumento realizado con su propio cuerpo, el cual podría oficiar de referencia para acabar con los cementerios. Evidentemente, su idea no generó la mayor felicidad para el mayor número y, además, la técnica falló justo en la cabeza de modo que hoy se puede visitar el auto-ícono, pero éste posee una cabeza artificial y la verdadera, que ha adoptado un tono negruzco, se exhibe apartada. No apto para impresionables.

Lo cierto es que esta relación con los cuerpos “que no descansan” conecta a Marín con una historia familiar de cadáveres de parientes que son inhumados, exhumados y trasladados por diversas vicisitudes, pero su estadía en Inglaterra le depararía una sorpresa: la enorme cantidad de material, en librerías de usados y libros antiguos, referida a mapas de lo que se suele llamar “el fin del mundo”, esto es, el sur de Latinoamérica compartido por Chile y Argentina y, en particular, ese terreno con un clima tremendamente hostil llamado Tierra del Fuego, en Argentina. Allí, justamente, a principios del siglo XX se construyó un presidio cuyo diseño reproducía la idea benthamiana del panóptico que resultaría luego vital para Michel Foucault, quien encontraría en ella el símbolo de lo que llamará una “sociedad disciplinaria”.

Así, entonces, una investigación que había comenzado tratando de rastrear las conexiones de Bentham con figuras determinantes del largo proceso que derivó en la independencia de las excolonias españolas en Latinoamérica, O’Higgins, Bolívar y Rivadavia, entre otros, de repente deviene en un interés particular sobre el conocido caso de los cuatro fueguinos que son llevados a Inglaterra con la intención de ser “civilizados”. Efectivamente, quien tuvo aquella idea no fue otro que Robert Fitz Roy, el comandante del Beagle que luego tendría en su tripulación a un jovencísimo naturalista, un tal Charles Darwin, en el viaje que sería determinante para la elaboración de la teoría más revolucionaria del siglo XIX. Lo cierto es que, al regreso del primer viaje hasta el sur, en 1830, Fitz Roy embarca a cuatro indígenas a los que rebautizarían como Fuegia Basket, York Minster, Jemmy Button y Boat Memory.

La muerte de este último por una enfermedad y el misterio acerca de dónde estaría su cuerpo lleva a Marín a adentrarse en una investigación apasionante. En primer lugar, es importante decir que los tres fueguinos sobrevivientes, sabiendo algo de inglés y habiendo aprendido las normas civilizatorias de la Inglaterra victoriana, regresan a Tierra del Fuego en el viaje que embarca a Darwin hasta allí por primera vez. El detalle viene a cuento porque, en palabras del propio autor de El origen de las especies, una vez llegados a destino, su contacto con los fueguinos que, digamos, permanecían “en estado salvaje”, fue un elemento que contribuiría a su idea de evolución. De hecho, en su libro de 1871, El origen del Hombre, Darwin afirma:

“La principal conclusión a la que llegamos en esta obra, es decir, que el hombre desciende de alguna forma inferiormente organizada, será, según me temo, muy desagradable para muchos. Pero difícilmente habrá la menor duda en reconocer que descendemos de bárbaros. El asombro que experimenté en presencia de la primera partida de fueguinos que vi en mi vida en una ribera silvestre y árida nunca lo olvidaré, por la reflexión que inmediatamente cruzó mi imaginación: tales eran nuestros ancestros”.

Este juicio era avalado por los estudios de la Frenología de aquella época que encontraba en las características de los cráneos de los fueguinos una supuesta prueba de inferioridad.

Pero a medida que Marín avanza en la investigación halla que, en las sucesivas décadas, al menos un centenar de fueguinos fueron trasladados a Europa con mucha menos suerte que los primeros tres. En el mejor de los casos, se insistió en la idea de trasladarlos para evangelizarlos, algo que no había funcionado bien durante la primera experiencia; en el peor de los casos, muchos de ellos fueron directamente secuestrados para ser exhibidos en zoológicos humanos como ejemplares de “el eslabón perdido” y aberraciones similares.

El destino de esos cuerpos es una incógnita, pero también es incierto el final de muchos expedicionarios y misioneros que se aventuraron hacia aquellas lejanas tierras del sur y perecieron por el clima o a manos de los propios indígenas, tal como se pudo reconstruir en el episodio de una matanza atroz contra misioneros llevada adelante por los locales entre los que, según algunas fuentes indican, habría estado Jemmy Button, uno de los tres “civilizados” que había aprendido inglés y buenos modales.

Marín repasa muchas de estas historias y hacia el final se posa en el sacerdote austriaco Martin Gusinde, quien hacia principios del siglo XX fue testigo del declive demográfico de la población indígena de la zona producto de las enfermedades y los cambios de hábitos que trajeron los europeos sumado al acoso constante impulsado por los hacendados de la zona. Gusinde, por cierto, recopiló objetos, realizó grabaciones y, sobre todo, creó un archivo fotográfico que al día de hoy permite reconstruir cómo era la vida local allí.

En esa misma línea, Marín menciona a Thomas Bridges, un personaje clave para la preservación de la cultura local. Se trata de una figura central porque, después de la matanza mencionada, se establece allí hacia 1862. La idea sigue siendo “evangelizar” pero lo que cambia es la estrategia: hay que hablarles en su idioma.

Bridges inicia así un proyecto monumental que le llevaría treinta años: el diccionario Yámana-Inglés en el cual acabaría recogiendo 32000 vocablos, lo cual daría a entender que se trataba de una cultura mucho más evolucionada de lo que los británicos del siglo XIX suponían.

Si como el propio Marín menciona en un pasaje del libro, la ritualidad en torno a la muerte es un elemento distintivo y esencial de lo humano, es natural que sintamos indignación ante historias de muertos que ni siquiera pudieron hallar el merecido descanso.

Esa materialidad de los cuerpos ya sin vida, conecta, evidentemente, y de alguna manera, con el mundo de los vivos a través de eso que nosotros llamamos “memoria” y que seguramente encuentra un término equivalente entre los miles de vocablos Yámana recogidos en el diccionario.    

 

John Rawls y la última utopía igualitarista (publicada el 3.2.25 en www.theobjective.com)

 

Les propongo un experimento mental. Imaginemos que estamos reunidos para determinar los principios de justicia que van a estructurar las principales instituciones de la sociedad. Sí, somos nosotros los legisladores, pero hay cierta información que nos es vedada gracias a un velo de la ignorancia. Por ejemplo, no sabemos si somos mujeres o varones, negros o blancos, ricos o pobres; tampoco sabemos si poseemos alguna discapacidad, en qué país nacimos ni si la lotería natural nos ha dotado con algún privilegio, sea estético o cognitivo.

A partir de ese experimento mental, el que es considerado quizás el filósofo político más relevante de la segunda mitad del siglo XX, John Rawls, infiere que los legisladores elegiríamos dos grandes principios que beneficiarían a todos por igual dado que, justamente, no sabemos qué lugar de la pirámide social nos tocará.

El primero, al que podríamos llamar “principio de la libertad”, indicaría que cada persona ha de tener acceso a un conjunto de libertades y derechos básicos, tal como los que gozamos en las democracias liberales de la actualidad; el segundo, por su parte, al que podríamos llamar “principio de la diferencia”, asegura que las desigualdades sociales y económicas deben satisfacer dos condiciones: estar vinculadas a puestos y cargos abiertos a todos en condiciones de igualdad de oportunidades, y garantizar el mayor beneficio para los miembros menos favorecidos de la sociedad.

El principio de la libertad es lo que hace de Rawls, claramente, un referente del pensamiento liberal. Sin embargo, claro está, nuestro autor es un liberal igualitarista tal como se deduce de su segundo principio. Efectivamente, en la primera parte de este principio que lo que intenta es decirnos qué tipo de diferencia va a tolerar una sociedad justa, Rawls indica que las decisiones y el mérito jugarán un rol pero, y aquí el elemento que describe su igualitarismo, agrega que esas eventuales diferencias no serán admitidas si perjudican a los menos favorecidos comparado con cualquier otra sociedad.  

En el ámbito académico, no hubo autor más citado que Rawls durante décadas desde la publicación de Teoría de la Justicia, allá por el año 1971: sea para defender su liberalismo político, sea para criticarlo, nadie pudo hacer teoría política en el siglo XX sin ir con o contra Rawls.

Aunque su teoría tiene como principal rival al utilitarismo, las críticas arreciaron por distintos ángulos: desde los sectores libertarios (libertarians) embanderados detrás de Robert Nozick acusándolo de ser demasiado igualitarista y redistribucionista, hasta la izquierda más tradicional advirtiendo sobre su defensa de la propiedad privada.

Sin embargo, la crítica más potente fue realizada por un conjunto de autores que, por derecha y por izquierda, fueron denominados “comunitaristas” y que aducían que, en la teoría de Rawls, especialmente en el diseño de ese experimento mental con velo de ignorancia, quedaba expuesto un sujeto liberal, abstracto, egoísta y completamente ahistórico, típico de la metafísica universalista kantiana, desembarazado del contexto, esto es, un sujeto sin historia, sin familia, sin nación, sin lenguaje, sin tradición, sin sexo/género, sin raza, etc.        

El propio Rawls recogió esas críticas y reformuló parte de sus posicionamientos tanto en Liberalismo político (1993) como en El derecho de Gentes (1999), a tal punto que hay quienes hablan de un “primer” Rawls, universalista kantiano, y un “segundo” Rawls, antimetafísico y contextualista.

Dicho esto, la pregunta es: ¿podemos construir con los principios rawlsianos una sociedad justa hoy? Según el filósofo y economista de la London School of Economics, Daniel Chandler, la respuesta es, sin duda, afirmativa, y así lo expresa en Libres e iguales, su último libro recientemente publicado por Paidós.  

El libro de Chandler podría enmarcarse en una cada vez más abundante tendencia progresista a recuperar el liberalismo democrático y universalista para diferenciarse tanto de los nuevos populismos de derecha como de la agenda tribalista de la izquierda identitaria.        

Tal como el propio Chandler admite, él utiliza los principios y el espíritu de la propuesta rawlsiana para ir bastante más allá de lo que el propio Rawls afirmó y, esto lo agregamos nosotros, probablemente mucho más lejos de lo que el propio Rawls aceptaría. De hecho, se trata de una defensa tan irrestricta que por momentos encontramos en Chandler a alguien más rawlsiano que el propio Rawls.

En el terreno de las libertades, Chandler va en la línea estadounidense de “menos es más”, especialmente en lo que respecta a, por ejemplo, libertad de expresión: salvo casos muy puntuales de peligro de la democracia o riesgo físico inminente para alguna persona, hay que dejar expresarse. Todo el discurso regulador y cancelatorio de la línea progresista woke, ofenda a quien ofenda, no tiene lugar aquí.

En cuanto a los medios de comunicación, allí adquiere una postura mucho más intervencionista puesto que entiende que hay que avanzar con leyes antimonopólicas que impidan la posición dominante, y aumentar drásticamente la financiación pública como una forma de garantizar información fidedigna.

Pero donde es mucho más controversial todavía es en las medidas que Chandler propone como derivados del principio de diferencia. Por un lado, considera que la igualdad de oportunidades ciega a la diferencia solo puede garantizarse con un sistema educativo fuertemente centralizado (eventualmente sin educación privada, al menos, al inicio) y gratuito. Por otro lado, es proclive a admitir acciones de discriminación positiva, solo de manera temporal, para grupos desaventajados que en la carrera hacia el resultado final necesiten de un acompañamiento extra por carencia de oportunidades que ni el intento de igualación inicial pudo suplir.

En cuanto a cómo crear un modelo que sea beneficioso para los que menos tienen, Chandler considera, en la línea de Thomas Piketty y otros economistas progresistas, un salto importante en la presión tributaria para llevarla a entre 45 y 50% de la renta nacional. Ello podría, por ejemplo, crear un fondo para una Renta Básica Universal y se alcanzaría con impuestos extraordinarios a las grandes fortunas y aumentos de los gravámenes sobre la renta individual y la herencia, entre otras medidas. En esta misma línea, Chandler propone una suerte de shock “predistributivo” que supondría transferir capital de modo tal que aumente en un 50% el patrimonio de los menos aventajados, algo que podría hacerse brindando una x cantidad de dinero cuando la persona llega a edad adulta.  

Chandler también avanza sobre lo que llama “democracia laboral” proponiendo el fortalecimiento de los sindicatos, la participación directa de los trabajadores en las decisiones de las compañías y el modelo cooperativista. Incluso propone que el Estado garantice trabajo pleno para todos, eventualmente, creando ofertas laborales donde no se necesitaban. Polémico, incluso siendo generosos.

Pero Chandler también se inmiscuye en el ámbito doméstico, algo que Rawls siempre intentó evitar. Allí entiende que se debe intervenir de alguna manera para evitar la brecha existente en el área de los cuidados, los cuales recaen mayoritariamente en las mujeres repercutiendo en sus ingresos. Una legislación laboral ciega al género que, por ejemplo, distribuya igualitariamente las licencias por paternidad, sumado a una eventual ayuda económica a la mujer y una ley de divorcio que divida a medias el patrimonio, es otro de los paquetes de medidas que Chandler propone.

Por último, rastreando algunas observaciones rawlsianas acerca de la justicia intergeneracional, esto es, lo que como generación presente le debemos a las generaciones futuras, Chandler se alinea a las regulaciones varias en torno a la agenda del cambio climático, desincentivos para determinadas industrias gracias a fuertes impuestos, etc.

Para finalizar, entonces, Chandler admite que se trata de una agenda ambiciosa, si bien, también con Rawls, indica que se trata de una “utopía realista” que puede llevarse a cabo, al menos de manera gradual. Tras la lectura, sin embargo, habría más razones para coincidir en su carácter utópico (o distópico, para algunos) antes que en su presunto realismo, si bien hay antecedentes de buena parte de sus propuestas. De hecho, podría decirse que Chandler peca de aquello que se le suele criticar a los tecnócratas neoliberales, esto es, pensar los números de la economía como un ejercicio de contabilidad con variables estáticas controladas en el laboratorio. En la propuesta de Chandler se habla de redistribución, pero no se habla de crecimiento; no hay inflación ni hay economía en negro ni trabajo precario. Tampoco aparece el problema de las pensiones frente al decrecimiento demográfico; menos aún hay globalización ni economías interconectadas. Solo sacar de un lado para poner en el otro. Y ya. El punto es que la realidad suele ser más compleja y ofrecer resistencias.   

Aun así, Chandler entiende que el progresismo debe retomar este tipo de agendas si es que quiere desafiar a los populismos de derecha y diferenciarse de la izquierda que ofrece fragmentación y competencias entre víctimas. Es evidente que discusiones y reacciones varias no van a faltar.   

    

 

 

 

domingo, 2 de marzo de 2025

Todo (o casi todo) depende de Milei (editorial del 2.3.25 en No estoy solo)

 

Casi todo lo que sucede en la política argentina hoy depende de Milei. Él parece ser incluso también su peor enemigo, quizás el más efectivo. Sin ir más lejos, los dos grandes escándalos que tuvo este verano fueron autogenerados, lo que en la jerga llamaríamos “tiros en los pies”.

El primero fue el exabrupto de asimilar homosexualidad con pedofilia en medio de un discurso leído donde no todo era exabrupto. Pero, claro está, fue tan delirante ese pasaje que, con razón, la comunidad gay se sintió agredida y propició una marcha a la cual se sumó toda una oposición que, en su proceso de deriva ideológica, saca pasajes en todos los barcos. La marcha fue tan multitudinaria como evanescente lo cual era, por cierto, bastante previsible porque era una movilización que reaccionaba frente a un agravio pero que no tenía un objetivo concreto y ya desde su convocatoria (contra el fascismo) resultaba abstracta. Alguien podría repetir las palabras de Fusaro y recordar que son antifascistas en ausencia del fascismo para no ser anticapitalistas en presencia del capitalismo, pero aun si no fuera así, la pregunta es: ¿qué esperaban que ocurriera el día después? ¿Qué efectos concretos eran demandados? Asimismo, insisto, aun con toda la legitimidad producida por el agravio, esa agenda no puede funcionar como eje común para aglutinar demandas o articular algo, menos aún un liderazgo. No es culpa de los organizadores ni de la comunidad LGBT, por cierto, sino de quienes piensan que desde ahí se puede armar un proyecto político. Y esto hasta parecieron aceptarlo inconscientemente los progresistas quienes rápidamente interpretaron las palabras del presidente en Davos como una maniobra de distracción ante los problemas económicos del país. Con esa confesión, la progresía le bajó el precio a la causa LGBT y la redujo a una “excusa distractiva”, un problema de segundo orden. Cuando se den cuenta se van a agarrar la cabeza porque así acaban concediendo implícitamente lo que negaron cuando fueron parte del gobierno de Alberto Fernández y se les espetaba que las causas de unos pocos no podían tener prioridad por sobre las causas de las mayorías. Les hablamos con el bolsillo y nos respondieron hablando con la E.

El segundo error no forzado fue el escándalo LIBRA. Apenas ocurrido argumenté que había más razones para suponer que era un error y que parecía poco creíble que un presidente abiertamente hubiera sido parte del entramado de una estafa con el fin de beneficiarse. En otras palabras, hay un sinfín de elementos a tomar en cuenta y evidencia para sospechar, además de una investigación abierta. Pero, más allá de ello, cuesta pensar que el presidente sea tan idiota como para cometer una estafa que indefectiblemente se iba a conocer en horas. Porque nada salió mal ni hubo un entramado que se reveló. Más bien lo contrario: la estafa salió a la perfección y no había manera de evitar que todo el mundo se enterara en 5 horas que 4 vivos se habían llevado la guita. De aquí las preguntas: ¿por qué el presidente lo habría hecho? ¿Impunidad? ¿Megalomanía? ¿Locura? Todo puede ser, pero si queda algo de racionalidad mínima en el mundo, es más imaginable pensar que se trató de un error gravísimo que le puede costar caro, pero error al fin.    

Sin embargo, algún costo va a tener pues, como indicara en su momento, Milei quedó preso del dilema del león y el mandril ciego: o para seguir vanagloriándose de su infalibilidad divina se asume el león que todo lo sabe y, con ello, acepta ser parte de una estafa; o debe aceptar que es un mandril ciego que no conoce de economía ni de estos instrumentos, (sobre los cuales hasta dio cursos), que fue estafado y que ha sido, como mínimo, ingenuo. Cualquiera que estuviera en su posición, ante el riesgo de perder la presidencia, hubiera inmediatamente aceptado la segunda opción, pero el ego pudo más y su defensa fue ambigua y torpe, al afirmar que creía que era una inversión para favorecer empresas argentinas y, al mismo tiempo, reconocer que todos los que fueron damnificados sabían que se trataba de “ir al casino”.       

Dejando de lado los tiros en los pies, el gobierno también se posiciona en el centro por acciones políticamente riesgosas, pero con final abierto, como el de la designación por decreto de los jueces. Más allá de algún vericueto interpretativo, la mayoría de los especialistas coinciden en que la medida es inconstitucional. Pero lo más importante acá es la demostración de una forma del ejercicio del poder. Casi la opuesta a la de su predecesor, alérgico a la toma de decisiones y enérgico en hacer todo lo posible para licuar el poder de todos, incluso el de él mismo. Así, mientras la anterior administración mandaba a sus analistas favoritos a hablar del equilibrio de poder, Milei actúa con un congreso donde los propios son muy poquitos. Le saldrá bien o mal, aunque hasta ahora le viene saliendo bastante bien, pero nadie podrá decir que le falta voluntad de poder. Para el próximo capítulo de “volver mejores” puede que haya que volver menos tibios. 

Aun con el escándalo LIBRA caliente, las mediciones indican que Milei sigue teniendo signos de aprobación alto, probablemente por su efectiva política contra la inflación y un escenario en que los distintos sectores se llevan algo: beneficios impositivos para los más ricos, viajes y compras en el exterior para la clase media alta, y changas más asistencia social sin mediación para las clases bajas. Los más afectados por el modelo, esto es, la clase media y media baja, está peor por el aumento de servicios, transportes y prepagas, pero acepta el ajuste a cambio de la previsión de una inflación controlada. Hasta hoy y, probablemente, hasta las elecciones de medio término, le va a alcanzar al gobierno. Luego veremos.

Pero la centralidad de Milei se compone, naturalmente, del desdibujamiento del único espacio que debería ser verdaderamente opositor. CFK hoy es unos posteos, con lenguaje chabacano y tan pretendidamente juvenil como artificial, cada vez que Milei derrapa. No mucho más. Luego tenemos a La Cámpora enojada haciendo internismo a través de la misma red social porque Kicillof, con todo derecho, por cierto, decide ponerse al frente de un armado propio. CFK pedía que cada compañero saque el bastón de mariscal de la mochila sin pedir permiso a nadie. Lo no dicho era que, para usarlo, incluso si sos el gobernador de la provincia más importante del país, tenías que aceptar que te armen las listas los mismos de siempre con los nombres de siempre, aquellos que, desde 2009, perdieron 6 de las 8 elecciones.    

Aun así, la situación es incómoda tanto para el cristinismo como para el kicillofismo, si es que ello existiera, en tanto de ambos lados reconocen que no hay diferencias programáticas sino diferencias entre una playlist con canciones que servían para el país que terminó en el 2015 y otro con canciones nuevas que todavía nadie se anima a escribir. De modo que lo que se está disputando es la lapicera y, no sabemos todavía, quizás, la conducción. No se trata de asuntos menores, por cierto. Pero a la gente le importa un carajo como todo aquello que huele a casta.   

Quizás en el único lugar donde le han copado la agenda al gobierno es en la decisión que ha adoptado Clarín de avanzar en la compra de Telefónica. Hasta ahora, desde presidencia se encargaron de anunciar que estudiarían esta adquisición y que podrían, eventualmente, rechazarla, si es que se confirmara la evidente posición dominante de la empresa, especialmente de cara a los grandes cambios tecnológicos del futuro. De repente, el gobierno pasó de la delirante defensa de los monopolios que alguna vez esgrimió Milei a través de Rothbard, a la justificación de que hay monopolios naturales que son buenos y monopolios artificiales que son malos. En este caso, es evidente, el gobierno entiende que un Clarín tan poderoso sería capaz de desestabilizarlo, de modo que habría que decir, quizás, que la maldad o la bondad de un monopolio se encuentra más bien en relación a cuánto beneficio o perjuicio le produce a Milei. Veremos si el gobierno da el salto al combate abierto contra la concentración como lo hizo el kirchnerismo y si arma su 7D populista (de derecha); incluso hasta puede que TN nos vuelva a decir que puede desaparecer y se nos invite a ponernos del lado del más débil que, en este caso (y en todos los casos, claro), siempre es Clarín.

De ser así, Adorni será el nuevo Capitanich, regresarán los republicanos a recordarnos que hay populismos de izquierda, pero también de derecha, y se dirá que las medidas de Milei son las correctas pero las formas son las inadecuadas. Si eso sucede, parafraseando el primer párrafo de La Metamorfosis de Kafka, una mañana Javier Milei amanecerá convertido en un insecto. Ese día perderá la condescendencia de sus periodistas amigos, aquellos siempre dispuestos a la pregunta cómoda y la edición protectora. 

 

 

lunes, 17 de febrero de 2025

Fábula del león y el mandril ciego (editorial para www.youtube.com/palmadante) [16.2.25]

 

Los detalles ya los conocen así que los repasaremos brevemente: el presidente Javier Milei postea en X un mensaje celebrando la aparición de una criptomoneda minutos después de su lanzamiento. La credibilidad del presidente argentino hace que automáticamente el precio de la cripto en cuestión, LIBRA, aumente vertiginosamente en cuestión de horas, hasta que, en determinado momento, los mayores tenedores deciden vender y el precio se derrumba. La información indica que un conjunto de vivos que se cuentan con los dedos de una mano podrían haberse llevado en cuestión de horas hasta 100 millones de dólares a costa de algo así como 44000 inocentes palomitas que se dieron el baño de realidad más rápido de la historia.

Las horas posteriores, especialmente en X, fueron frenéticas y aunque es difícil distinguir las fakes, de los deseos y de la realidad, lo que más o menos se sabe al momento en que escribo estas líneas es que el presidente ha reculado como pocas veces, afirmando que no estaba interiorizado del proyecto que horas antes había celebrado como un aporte para las compañías argentinas; que el supuesto líder de la compañía ha prometido devolver el dinero al tiempo que dijo haber asesorado a Milei, y que hay algunos jóvenes timberos estadounidenses cuya paciencia es inversamente proporcional al dinero que han perdido.  

Para ir al punto sin rodeos, entiendo que del posteo en sí mismo no se sigue que Milei sea parte de la estafa, de lo cual se deduce que no hay espacio ni para un juicio político. Esto hay que entenderlo: que no nos guste un presidente no implica que todo lo que haga sea causal de juicio político. No es nada nuevo, y ya lo hacía la oposición al gobierno kirchnerista con su estrategia de judicialización de la política, bastante común en Latinoamérica, por cierto. Sin embargo, claro está, se impone una investigación “externa” que, en la medida de lo posible, no sea la investigación que el gobierno acaba de ordenar a la Oficina Anticorrupción donde la imparcialidad estaría puesta en entredicho.

El sentido común indicaría que un presidente no puede ser tan impune ni tan idiota como para ser parte de una estafa a cielo abierto que se descubriría en cuestión de horas y que le costaría la presidencia. Pero en todo caso hay que investigarlo y serán quienes lo investiguen quienes tendrán la carga de la prueba. Hechos para relacionar hay muchísimos, pero, al menos hasta ahora, no parece tan simple probar el dolo o que Milei se haya beneficiado directa o indirectamente.

En todo caso, al momento del análisis es lo menos importante y quien escribe no puede hacer ningún aporte en este sentido. Donde sí parece haber algo más interesante para discutir es en el aspecto político y en las repercusiones sociales.

El politólogo Andrés Malamud hizo un posteo ingenioso a propósito, comparando la foto de Olivos con el LIBRAGATE. Quizás el tiempo le dé la razón, pero, aunque ingenioso, es, al menos, apresurado y, desde mi punto de vista, equivocado al menos en parte.

Es que la foto de Olivos fue un golpe a toda la sociedad en un momento de crisis a todo nivel, una imagen que todos podían entender y que evidenció tanto la impunidad del poder como la pérdida automática de la credibilidad de la palabra presidencial que, hasta ese momento, se había basado en una suerte de liderazgo moral. La foto derrumbaba esa construcción y la derrumbaba para los casi 50 millones de argentinos. Sin atenuantes.

En este caso la situación es distinta y la complejidad del mundo cripto hace que el tema sea fácil de encapsular y embarrar. Lo podemos imaginar: el lunes Milei llamará a algún periodista independiente presta micrófonos, de esos que de manera independiente siempre llegan a las mismas conclusiones que el presidente, para dar alguna explicación que señale a algún perejil y algún subordinado pagará el pato o se acusará a alguno de estos pendejos timberos de formar parte de alguna gran conspiración internacional para minarlo. La prensa de investigación nos ahogará con nombres y, la prensa especializada en esta temática, muy acotada por cierto, encontrará más o menos razones para culpar o exculpar al presidente.     

La oposición, mientras tanto, tratará de sostener el escándalo lo más posible para obtener algún rédito político y se divertirá señalando la inconsistencia de los guardianes de la moral republicana que la semana pasada se abrazaban a la ficha limpia y ahora tendrán que contorsionarse y comer mierda. Pero durará un tiempo y ya: si no aparece alguna información nueva que sea contundente, probablemente el tema acabe diluyéndose.

Aunque resulte paradójico, esto no deja de ser un alivio para la oposición porque no resulta tan evidente que fuera una buena idea avanzar en un juicio político. ¿Se lo imaginan? Es el escenario ideal para la victimización del presidente: la casta política contra el tipo que vino a barrerla. Un juicio “político” cuando el término goza de muy mala prensa. ¿Qué tipo de legitimidad encontraría en la ciudadanía (que apoya en un 50% la gestión de Milei) ese proceso aun cuando existieran razones para llevarlo a cabo (si es que las hubiera, claro)?

Ahora bien, aun cuando comparar el LIBRAGATE con la foto de Olivos parezca una desmesura, sí es cierto que hay algo que no podemos prever pero que algún tipo de impacto tendrá. Me refiero a que este episodio, incomprensible en sus detalles para la gran mayoría de los mortales, da en la línea de flotación del universo simbólico de Milei.  

En otras palabras, sin dudas hay en Milei un tipo de liderazgo moral aunque restringido a sus seguidores y no tan amplio como del que gozaba Alberto en medio de la pandemia. Obviamente, ese liderazgo moral se vería afectado si se demostrase que Milei es un estafador, pero, como les decía, eso parece poco probable o, al menos, fácilmente controvertible.

Lo más importante es otra cosa. Me refiero a la evidencia de que el presidente es, como mínimo, un ignorante en la materia en la que siempre ostentó un saber superior, una suerte de infalibilidad divina. Ese dato afecta su credibilidad en el ámbito del saber y puede ser un golpe potente para aquellos que encontraban en su figura al mesías de las políticas económicas que permitirían, por fin, el advenimiento de una nueva aristocracia Tech. Muchos de los que se preguntaban ¿Y si sale bien?... ahora podrían preguntarse ¿este tipo es o se hace?

Y no tiene otra alternativa: si quiere seguir manteniendo su rol de gurú económico, deberá admitir que fue parte de una estafa y, por lo tanto, perder el gobierno; si no quiere que eso suceda, su narcisismo mesiánico deberá hocicar, admitir que ha fallado, que, por razones ideológicas, se ha dejado llevar por las mieles de cualquier proyecto de nenes bien con aspecto de nerd que creen que hacer guita trabajando es de boludos.

En síntesis: o escribe la fábula en la que sigue siendo el león que se las sabe todas y, en tanto tal, también sabe estafar, o asume un rol de falibilidad y acepta ser un mandril ciego que esta vez “no la vio”. Todo un dilema. Como diría el presidente: Principio de revelación.

 

 

sábado, 1 de febrero de 2025

La batalla cultural en el largo siglo XX (publicado el 25.1.25 en www.theobjective.com)

 

En las últimas décadas han llegado hasta el gran público discusiones propias de la ciencia política y de la historiografía acerca de cuándo ha comenzado y terminado el siglo XX. Por citar solo dos ejemplos famosos, en el caso de Francis Fukuyama, la caída del Telón de Acero no solo marcaba el final del siglo sino el fin de la historia, y en el caso de Eric Hobsbawm se hablaba del siglo XX como un “siglo corto” que transcurre entre la primera guerra mundial y la caída de la Unión Soviética.

Tanto los autores mencionados como otros menos masivos tienen buenas razones para determinar qué hechos determinan cuándo un siglo, en este caso, el XX, comienza y termina.

Ahora bien, la discusión acerca de esos criterios finalmente es la discusión acerca de los elementos que tomamos en cuenta para justificar que un proceso continúa o se interrumpe. ¿La primera guerra mundial supone un quiebre con lo anterior o hay que esperar a la revolución rusa para encontrar algo “nuevo”? ¿Y el fin de la segunda guerra no marca una ruptura? ¿Acaso el mayo del 68? ¿Se trata de hechos que establecen un corte radical e inauguran un tiempo original o son fenómenos conmocionantes pero que forman parte de un mismo proceso?

Si dejamos de lado los enfoques más metafísicos de autores como Immanuel Kant y G. W. F. Hegel con sus respectivas filosofías de la historia, en el ámbito de la epistemología, Thomas Kuhn trató de responder estos interrogantes cuando hablaba de los períodos de ciencia normal como contraparte de las revoluciones científicas que establecen una nueva manera de ver el mundo, tal como ocurrió con la teoría de la evolución o la teoría heliocéntrica.   

Es en el marco de estas discusiones que deberíamos incluir el nuevo libro del historiador José Enrique Ruiz-Domènec, Un duelo interminable. La batalla cultural del largo siglo XX, editado por Taurus. 

Para Ruiz-Domènec, los valores humanistas que inspiraron en 1871 lo que conocemos como La comuna de París, dan inicio a un siglo largo que parece estar en una crisis terminal. En otras palabras, el modo en que se está procesando culturalmente la salida de la pandemia de COVID-19 estaría mostrando el agotamiento de los principios que inspiraron aquel episodio de resistencia insurreccional liderado por marxistas, socialistas y anarquistas frente a la ocupación extranjera, y ofrecería buenas razones para suponer que en el 2021 estaría culminando el siglo XX, un siglo largo que se extendió por 150 años.  

En cuanto a la batalla cultural que vertebra los distintos capítulos del libro, no tiene que ver con Gramsci ni con los sentidos que se le da a ese término en la actualidad, tironeado tanto por derecha como por izquierda, sino con el debate de ideas que se sostiene a lo largo del tiempo en esa disputa entre continuidad o ruptura de la que hablábamos al principio.      

“Propongo seguir los pasos de una batalla cultural con múltiples caras durante ciento cincuenta años, desde 1871 a 2021, que nos permita una renovación en profundidad del curso de los acontecimientos del largo siglo XX y una lectura prometedora de los principales dualistas que se enfrentaron con claridad y carácter a un duelo interminable por definir en la nueva era que está por llegar si la historia debe cambiar o, por el contrario, ha de continuar”.

La lista de los contendientes es interminable, tan amplia como heterogénea y ambiciosa, e incluye, entre otros, a Nietzsche y Wagner, Husserl y Heidegger, Orwell y Ortega, Sartre y Kerouac, Salinger y Pasternak, Eco y Marcuse, Baudrillard y Debord, Habermas y Foucault, y a Harari y Ratzinger.

Hacia el final, en la medida en que el largo siglo avanza y el autor es testigo de los acontecimientos pareciera como que el registro cambiara siendo el propio Ruiz-Domènec el que interviene de lleno en los debates actuales para llegar a un final abierto.

Es que, como ya había desarrollado en su libro pospandemia, El día después de las grandes epidemias, al menos la historia de las epidemias más recordadas, (aquella de peste bubónica en Constantinopla durante el año 542, la peste negra en Europa a mediados del siglo XIV, las epidemias en Mesoamérica entre 1492 y 1520, la sucedida durante la guerra de los treinta años en el siglo XVII y la llamada “gripe española” ya en el siglo XX), demostró que cuando las sociedades reaccionan con responsabilidad, son capaces de establecer esas tragedias como puntos de partida hacia algo nuevo y mejor, a contramano de lo que sucede cuando la reacción es pusilánime y partidista. En este sentido, Ruiz-Domènec no es muy optimista cuando observa cómo ha salido el mundo de la última pandemia. Se trata de una lectura necesaria porque durante aquellos meses, los principales pensadores hablaron indistintamente del inicio del poshumanismo, del fin del capitalismo, de la llegada de un nuevo humanismo con un Hombre solidario y en armonía con la naturaleza en el centro, de una etapa de neoautoritarismos, de capitalismos de vigilancia… y otros tantos neologismos.

El desasosiego respecto a lo que viene es bien graficado cuando en las últimas páginas el autor indica:

“Lamentablemente, la imagen del mundo que nos queda no aparece con la claridad que había deseado al comenzar el trabajo. Solo conocer la abundante información acumulada en los últimos tiempos sobre lo que somos y dejamos de ser me lleva a considerar una humanidad en la sala de espera de un aeropuerto con los vuelos suspendidos a causa de la niebla, donde las personas devienen mendigos de una esperanza que tarda en llegar en forma de indicación de la puerta de salida”.

Un duelo interminable no es un libro fácil: tiene una extensión impactante con una erudición y un sinfín de referencias que a veces atentan contra el eje del trabajo, escritos en una prosa cuyo alto vuelo crea, por momentos, pasajes no del todo inteligibles.

Aun así, la formación enciclopédica del autor y la cantidad de disparadores que ofrece el análisis detallado de cada una de las controversias, hacen del libro una referencia obligada que merece ser destacada en el contexto de una industria editorial donde libros de este calibre ya no abundan.  

 

  

 

Los esclavos (y los dueños) del algoritmo [publicado el 17.1.25 en www.theobjective.com)

 

Varios son los libros que en el último lustro han reflexionado acerca de la Inteligencia artificial (IA) y el modo en que los algoritmos, de una u otra manera, están silenciosamente determinando nuestras vidas.

Cada vez que recibimos publicidad en nuestro móvil, cuando queremos ver una película o se nos aparece en una red social la publicación de un amigo en detrimento de otro, hay detrás un algoritmo. También lo hay cuando buscamos información en Google, se nos destacan determinadas noticias, le hablamos a Alexa en nuestra casa inteligente o le pedimos al ChatGPT que nos ayude a escribir algo.

Pero esto no se queda aquí: ya existen Estados que usan los algoritmos para diseñar políticas públicas, sistemas de vigilancia o predecir comportamientos delictivos. Todo en menos de una década y en pleno proceso de aceleración. Salir de ese control y de esa continua cesión voluntaria de datos resulta imposible para cualquiera que pretenda una vida en sociedad. Eso es, al menos, lo que parece, y sobre lo que quiere advertirnos la periodista Laura G. de Rivera en un libro que acaba de publicar Debate y cuyo título es, justamente, Esclavos del algoritmo.  

Lo más original del libro parece ser un diálogo tácito con las más recientes publicaciones entre las que podríamos nombrar textos como ¿Ética o ideología de la inteligencia artificial? de Adela Cortina o Nexus de Yuval Harari, ambos comentados en este mismo espacio.

Dicho de otra manera: en el diagnóstico hay más o menos coincidencia en cualquiera que se adentre en la materia porque la evidencia es abrumadora, pero más allá de las críticas que podamos dirigir al oligopolio de las grandes empresas tecnológicas, hay debates más controversiales con final abierto.

Si tomamos el mencionado libro de Harari, por ejemplo, allí hay una lectura bastante alarmista respecto a la posibilidad de una IA capaz de autonomizarse y dominar a los humanos reeditando algunos clásicos de la literatura y hasta viejas leyendas como las del Golem de Praga.

Sin embargo, de Rivera se posiciona en otro lugar:

“No es la IA, son las personas. Son humanos como tú y como yo los que están detrás de los algoritmos de las grandes plataformas, de las redes sociales, de los sistemas financieros automatizados de la bolsa, de los coches autónomos”.

Podría decirse, entonces, que el libro llama a una suerte de desenmascaramiento, un correr el velo para mostrar que el rey está desnudo, o que, en todo caso, se trata de los mismos de siempre exacerbando las injusticias pretéritas. Algo así como la última novedad del poder para imponerse por consenso presentándose como una tecnocracia necesaria, neutral y objetiva.   

De Rivera llega a esa conclusión a través de denuncias varias contra las grandes empresas tecnológicas por la silenciosa contribución a la contaminación ambiental, las condiciones de semiesclavitud a la que someten a empleados del tercer mundo o el modo en que lanzan productos al mercado de manera improvisada con los usuarios como conejillos de indias. Asimismo, se hace referencia a la destrucción de la privacidad que supone el extractivismo de datos que, en el mejor de los casos, está al servicio de la cultura del consumo hedonista y, en el peor, es material esencial para el control de los ya mencionados sistemas de vigilancia llevados adelante por los Estados especialmente después de la pandemia.

A propósito de ello, en el libro se menciona, por caso, el ejemplo de John Sudworth, un periodista de la BBC que hizo un experimento en colaboración con la policía de Guiyang, una ciudad china de más de 3 millones de habitantes. Los agentes solo tenían su foto, no sabían a dónde se dirigía y el experimento consistía en averiguar cuánto tiempo tardaría el sistema de vigilancia en encontrarlo. Fueron solo 7 minutos. Sí, tan sorprendente y atemorizante como el resultado de un trabajo realizado por Michal Kosinski con 58000 voluntarios. En este caso, se comprobó que con solo 68 Likes que una persona brinde en alguna red social, el programa diseñado por el investigador era capaz de describir la personalidad del voluntario con bastante éxito, pero también el color de piel (95% de aciertos), la inclinación sexual (88%) y hasta su filiación política (85%).

También se mencionan, claro está, el caso de manipulación política de Cambridge Analytica aunque se agradece el reconocimiento de que no se trata de un caso único. De hecho, de Rivera menciona un informe del Programa para la Democracia y la Tecnología del Oxford Internet Institute que indica que solo en el año 2020 hubo acciones de desinformación y manipulación a gran escala en 81 países, esto es, no solamente en aquellos donde ganan autócratas o los candidatos que no nos gustan. 

A propósito de desinformación, se menciona el curioso caso de las deepfakes que, dicho de manera poco técnica, refiere a una manipulación de imágenes o audios con un nivel de realismo escalofriante. Ya ha ocurrido, y ocurrirá cada vez más a menudo, toparnos con campañas en las que se pone en boca de un candidato cosas que no dijo o se lo hace aparecer en un lugar que nunca estuvo. Sin embargo, a juzgar por los números, parece que, por ahora, quienes deben estar más preocupadas son las mujeres famosas. Es que, según un estudio realizado en 2019 por la compañía de ciberseguridad DeepTrace, alrededor del 96% de los deepfakes que se generan en el mundo son de contenido pornográfico. Pareciera, entonces, que el onanismo es más fuerte que el deseo de llegar al gobierno.

Sin embargo, como comentábamos al inicio, el eje del libro apunta a dejar ver los hilos y a desacralizar las fantasías del solucionismo tecnológico.

De aquí que buena parte del texto apunte a exponer los sesgos existentes detrás de los algoritmos y la IA. 

“Tenemos demasiado inculcada la creencia de que un puñado de unos y ceros será, sin duda, más racional, efectivo e infalible que un humano. Pero si creemos eso es porque olvidamos que ese código informático ha sido entrenado con datos del pasado, de cientos de miles de decisiones y valoraciones hechas por personas. Con sus propios prejuicios, sus errores y su forma subjetiva de ver el mundo. Por eso, por muy sofisticado y excelente que sea, todo lo que puede llegar a hacer el machine learning es replicar los prejuicios con los que haya sido entrenado”.

En la misma línea, el libro apunta a aquellos que se maravillan con las posibilidades literarias de la IA y hasta hablan de máquinas sintientes, eventuales personas con derechos. Frente a ello, de Rivera aclara que una IA podrá escribir un libro, pero no entiende lo que dice ni lo que le preguntas. Es solo un modelo matemático ultrasofisticado que en tiempo récord calcula la probabilidad de que una palabra venga después de otra.  

Donde quizás el libro se hace más débil es en la parte final cuando se interroga acerca del qué hacer. Más allá de analizar y valorar el esfuerzo de los legisladores de la UE, aun con su sesgo proempresas, la autora considera que además de una buena legislación, es necesario recuperar nuestra capacidad de decisión sin aceptar por defecto cualquier producto tecnológico, educar a la población y establecer algo así como una ética. Este último aspecto no aparece del todo bien desarrollado en comparación con textos como el ya mencionado de Cortina y el resto oscila entre el voluntarismo y la romantización de una presunta libertad individual opuesta a una deshumanizadora tecnología:

“El verdadero progreso es el que nace del interior de las personas. Del florecimiento de nuestras capacidades. No te dejes engañar por los que repiten que la tecnología es el futuro (…) El futuro está en ti, persona de carne y hueso. (…) La resignación es el pan de los esclavos. Atrévete a librepensar”.    

Aun así, se podría rescatar la intención de señalar que, detrás de la pretendida neutralidad de las secuencias de unos y ceros programados según leyes de la estadística, hay intereses y hay beneficiarios, lo cual significa que los algoritmos son productos históricos y contingentes. Este punto no es para nada menor y asumirlo como tal podría ser revolucionario por el simple hecho de que permitiría abrir la posibilidad a que aquello que nos presentan como dado, pueda ser pensado de otra manera.