La libertad está en peligro. Al
igual que el patriotismo y la bandera del país, se la ha apropiado la derecha.
Pero se trata de una libertad mal entendida que beneficia a unos pocos en
detrimento de una mayoría. Recuperar la libertad como bandera de ese progresismo
que, en los últimos años, creyó que lo único importante era la igualdad, es
esencial para un nuevo tipo de capitalismo heredero de Keynes que tenga en la
socialdemocracia de los países nórdicos su faro.
Este es, en resumen, el núcleo de
la propuesta del nuevo libro del premio Nobel de Economía, Joseph Stiglitz,
quien en la década del 90 formara parte de la administración Clinton y ha sido
siempre un acérrimo crítico de los economistas liberales.
Camino de libertad. La economía y la buena sociedad, es el
título elegido para este texto editado por Taurus y escrito apenas unos meses antes
de la confirmación de la nueva candidatura de Trump. Como el propio autor
reconoce, se trata de una continuación de los principales tópicos que
desarrollara en su vasta trayectoria y, para quien conozca la línea que solía
esgrimir en sus publicaciones, es difícil que el libro agregue alguna novedad.
Stiglitz podría haber recurrido a
la inmensa cantidad de autores que a lo largo de la historia del pensamiento
reflexionaron acerca de qué es la libertad, pero prefiere no salirse demasiado
del ámbito de lo económico y de sus rivales preferidos: Friedrich Hayek y Milton
Friedman.
Su postura es simple: hacer una
defensa de los derechos de segunda (económicos, sociales y culturales) y
tercera generación (especialmente los referidos al cuidado del ambiente) frente
a la mirada restrictiva de libertarios y neoliberales para quienes cualquier
exigencia más allá de los derechos civiles y políticos (derechos de primera
generación) supondría algún tipo de inadmisible intervencionismo redistributivo.
Stiglitz lo dice de manera
bastante más llana, incluso, mostrando la correlación existente entre la
libertad económica y la política: “Una persona que se enfrenta a situaciones
extremas de necesidad y miedo no es libre. Tampoco lo es alguien cuya capacidad
para tener una vida plena, que aspira a desarrollar su potencial, se ve
limitada por el hecho de haber nacido pobre”.
Desde lo conceptual, Stiglitz
hace énfasis en lo que, considera, es la falsa contraposición supuesta por los
liberales más radicales, entre Gobierno, como sinónimo de regulación, y
libertad. En este sentido, encolumnándose detrás de una larga tradición,
pretende mostrar que la regulación, antes que atentar contra la libertad, puede
llegar a ser la condición de posibilidad de la misma, al menos si lo pensamos
desde la perspectiva de las mayorías.
Como indicábamos anteriormente, Stiglitz
defiende explícitamente una socialdemocracia. De modo que su propuesta
progresista no deja nunca de ser capitalista. En todo caso, se trata de
aumentar los impuestos a los más ricos y de ponerle ciertos límites a lo que él
llamará las políticas de “mercado desatado”:
“Lo que he denominado capitalismo
progresista requiere, además de una serie de instituciones, un importante papel
de la acción colectiva. No se basa en el bulo de que los mercados son la
solución y el gobierno el problema (…), sino en un equilibrio más adecuado
entre el mercado y el Estado, que establezca regulaciones para garantizar la
competencia e impedir la explotación mutua y la del medioambiente”.
El capitalismo progresista de
Stiglitz, entonces, pretende garantizar una buena salud, educación de calidad y
cierto nivel de bienestar material y de seguridad mínimos para una vida digna
en la que los ciudadanos puedan dedicar tiempo a la participación pública; acepta
la existencia de empresas con ánimo de lucro, pero bajo una lógica distinta a
la de la mera maximización de su beneficio; entiende que hay que limitar el
poder corporativo, fomentar la libre competencia y empoderar a los trabajadores
impulsando su participación en sindicatos; propone reescribir el sistema
económico y legal garantizando la propiedad privada pero tomando en cuenta la
justicia social; impulsa una suerte de ingeniería social anti neoliberal por la
cual se moldee a las personas detrás de un nuevo ethos donde florezca la empatía, los cuidados y la creatividad; y,
por último, hace especial énfasis en la necesidad de controlar la formación de
posiciones dominantes en el ámbito de los medios de comunicación. Podría
decirse que es un libreto pasible de ser encontrado en cualquier plataforma del
partido demócrata.
Stiglitz dedica también pasajes
de su libro a la necesidad de repensar el sistema económico-legal
internacional, trazando una analogía entre países y personas. En otras
palabras, especialmente las deudas con acreedores como el FMI, limitan la
libertad en la toma de decisiones soberanas de los países y, por lo tanto, no
se pueden permitir:
“Necesitamos un marco
internacional para resolver los excesos de deuda, similar a los procedimientos
nacionales de quiebra, que tenga en cuenta el bienestar del deudor y los
intereses generales de la sociedad. Necesitamos un marco normativo financiero
internacional que haga menos probable que se produzca la clase de crisis que
vemos una y otra vez, y que cuando sucedan sean menos profundas”.
Si la idea de libertad podría haberse
trabajado desde perspectivas que enriquezcan el debate, donde definitivamente
el texto carece de sutileza alguna es cuando hace una reivindicación romántica
de su propuesta socialdemócrata y traza una línea de continuidad entre el
neoliberalismo y el fascismo sin mayores aclaraciones:
“El capitalismo desatado –el tipo
de capitalismo defendido por la derecha y sus líderes intelectuales Friedman y
Hayek- reduce las libertades económicas y políticas significativas y nos pone
en el camino hacia el fascismo del siglo XXI. El capitalismo progresista nos
sitúa en el camino hacia la libertad”.
Aun cuando no son pocos los que
acordarían con Stiglitz y buena parte del debate público impulsado por las
izquierdas abraza esta hipótesis, una explicación menos maniquea hubiera sido
bienvenida por un lector menos ideologizado.
En síntesis, Camino de libertad es un texto que tiene el valor de recordarnos que
hay distintas maneras de entender la libertad y que, en ocasiones, una mínima y
eficiente legislación reguladora puede ser la condición de posibilidad de su
florecimiento. Por lo demás, nos presenta a un Stiglitz auténtico, sin
sorpresas ni tampoco grandes sutilezas.