Si algún ingenuo supuso que la muerte de Kirchner podría generar una tregua en el ataque sistemático de los medios dominantes, su esperanza se desvaneció pronto. Más precisamente 11:15 AM, es decir apenas dos horas después del deceso del ex presidente, el diario La Nación publicaba lo que desde mi punto de vista es el acta fundacional del periodismo tras la muerte de Kirchner. Siguiendo la línea de Claudio Escribano en 2003, el analista militante de derecha Rosendo Fraga, travestido de sesudo analista, promulgaba el decálogo de lo que el gobierno de Cristina debía hacer de ahora en más: desembarazarse de Moyano, abrirse al mundo, asumir de una vez el poder y todos los clichés harto escuchados. Sin embargo, la comparación con aquel editorial de 2003 que profetizaba un año de vida para el gobierno recién asumido, expone a la intemperie el cambio de los tiempos. Dicho de otro modo, siente años atrás era posible que la pluma reaccionaria tuviera esperanzas de ser una referencia para ese enigmático gobierno que asumía un país que zigzagueaba entre la represión y el riesgo de disolución. Hoy, Rosendo Fraga, sabe que escribe nada más que para su tribuna. Este dato resulta sintomático de un proceso de repliegue opositor que, radicalizándose, desvanece su pretensión de alcanzar sectores moderados en pos de un núcleo de fundamentalistas del odio que pululan por las redacciones. Esto, como no podía ser de otro modo, sumado a la claque de lectores que sólo buscan confirmar el bloque desordenado de prejuicios que excretan diferencia de clase, histeria e incomodidad frente a un fenómeno político que los interpela.
Claro que este repliegue no redujo la capacidad de inventiva, más bien todo lo contrario. En este sentido, los análisis de los días inmediatamente posteriores a la muerte de Kirchner, dejando de lado los discursos hipócritas o los exabruptos de la analogía entre los jóvenes que llenaron la plaza y las juventudes hitlerianas, se enmarcó en un relato que se venía desarrollando ya en los últimos años. Me refiero a lo que llamaré “psicopolítica”.
Elijo el término “psicopolítica” para no confundirlo con aquella categoría del filósofo Michel Foucault, esto es, la “biopolítica” entendida como el gobierno y el control sobre la población. La psicopolítica, en cambio, es la explicación de las acciones de un gobierno a partir de la psiquis de su líder. Como una pendiente resbaladiza, todas las características psicológicas del líder se transmiten al conjunto de acciones del Estado e instituciones de la República. De este modo, el avance y la disputa contra determinados poderes fácticos no se explican por una concepción de la democracia como conflicto de intereses sino por el ánimo confrontativo de ese hombre violento. En esta línea, la psicopolítica propone análisis simples y esclarecedores. Afirma que Kirchner realizaba una construcción verticalista y mesiánica del poder por su personalidad megalómana; que tomó la decisión política de derogar leyes de impunidad por una estructura psíquica basada en la falta, el odio y la culpa; que el avance contra los monopolios de la comunicación no obedecía a legar un mapa de voces más pluralista sino a una personalidad manipuladora y controladora que no acepta la crítica ni los errores. Por último, que una política de paulatino retorno del Estado tras su desguace, el superávit fiscal y las pretensiones redistributivas, eran sólo la consecuencia inmediata de un alma signada por la avaricia y que, por lo tanto, sólo desea “Caja”.
Pero si la psicopolítica era un tipo de aproximación al análisis político que se venía desarrollando mucho antes, ¿agregó algo la muerte de Kirchner? La respuesta es afirmativa y preocupante pues lo que agregó es un elemento profundamente dañino: la subrepticia idea de que si Kirchner era un político de raza y un loco, entonces la política enloquece y mata.
Es éste el nuevo viraje que las plumas reaccionarias le dan al eufemismo de la necesidad de un gobierno que sea pura administración, técnica y neutral; y por sobre todo, es la contrapartida de una euforia por la participación política, especialmente en los sub 30 y en los que cuentan más de 55 abriles.
Tras intentar instalar que la política enloquece la psiquis y mata el cuerpo, la psicopolítica realiza su último absurdo paralelismo para indicar que la muerte del individuo Kirchner y sus previos “ataques de locura” se transmitirán a la sociedad en su conjunto produciendo divisiones y, por fin, necrosando el tejido social como una suerte de última venganza de aquel espíritu crispado. Seguramente las ficciones de la psicopolítica no se agoten en este breve resumen y es esperable que haya nuevas sorpresas en poco tiempo. Pero mientras tanto, por suerte, la realidad y una imponente mayoría de ciudadanos han decidido comprometerse en política con la esperanza de que ésta vuelva a ser un instrumento de cambio independiente de la marcada de agenda que la tapa de dos diarios quiera imponer.
Claro que este repliegue no redujo la capacidad de inventiva, más bien todo lo contrario. En este sentido, los análisis de los días inmediatamente posteriores a la muerte de Kirchner, dejando de lado los discursos hipócritas o los exabruptos de la analogía entre los jóvenes que llenaron la plaza y las juventudes hitlerianas, se enmarcó en un relato que se venía desarrollando ya en los últimos años. Me refiero a lo que llamaré “psicopolítica”.
Elijo el término “psicopolítica” para no confundirlo con aquella categoría del filósofo Michel Foucault, esto es, la “biopolítica” entendida como el gobierno y el control sobre la población. La psicopolítica, en cambio, es la explicación de las acciones de un gobierno a partir de la psiquis de su líder. Como una pendiente resbaladiza, todas las características psicológicas del líder se transmiten al conjunto de acciones del Estado e instituciones de la República. De este modo, el avance y la disputa contra determinados poderes fácticos no se explican por una concepción de la democracia como conflicto de intereses sino por el ánimo confrontativo de ese hombre violento. En esta línea, la psicopolítica propone análisis simples y esclarecedores. Afirma que Kirchner realizaba una construcción verticalista y mesiánica del poder por su personalidad megalómana; que tomó la decisión política de derogar leyes de impunidad por una estructura psíquica basada en la falta, el odio y la culpa; que el avance contra los monopolios de la comunicación no obedecía a legar un mapa de voces más pluralista sino a una personalidad manipuladora y controladora que no acepta la crítica ni los errores. Por último, que una política de paulatino retorno del Estado tras su desguace, el superávit fiscal y las pretensiones redistributivas, eran sólo la consecuencia inmediata de un alma signada por la avaricia y que, por lo tanto, sólo desea “Caja”.
Pero si la psicopolítica era un tipo de aproximación al análisis político que se venía desarrollando mucho antes, ¿agregó algo la muerte de Kirchner? La respuesta es afirmativa y preocupante pues lo que agregó es un elemento profundamente dañino: la subrepticia idea de que si Kirchner era un político de raza y un loco, entonces la política enloquece y mata.
Es éste el nuevo viraje que las plumas reaccionarias le dan al eufemismo de la necesidad de un gobierno que sea pura administración, técnica y neutral; y por sobre todo, es la contrapartida de una euforia por la participación política, especialmente en los sub 30 y en los que cuentan más de 55 abriles.
Tras intentar instalar que la política enloquece la psiquis y mata el cuerpo, la psicopolítica realiza su último absurdo paralelismo para indicar que la muerte del individuo Kirchner y sus previos “ataques de locura” se transmitirán a la sociedad en su conjunto produciendo divisiones y, por fin, necrosando el tejido social como una suerte de última venganza de aquel espíritu crispado. Seguramente las ficciones de la psicopolítica no se agoten en este breve resumen y es esperable que haya nuevas sorpresas en poco tiempo. Pero mientras tanto, por suerte, la realidad y una imponente mayoría de ciudadanos han decidido comprometerse en política con la esperanza de que ésta vuelva a ser un instrumento de cambio independiente de la marcada de agenda que la tapa de dos diarios quiera imponer.