“Muerto el perro se acabó la rabia”. Esa parece ser la lógica
de buena parte de los análisis de las elecciones en Estados Unidos. Trump sería
así una suerte de outsider
oportunista que se alzó con el poder y creó una grieta política, social,
racial, cultural e ideológica que sumió a la principal potencia del mundo en un
mal sueño de 4 años. Nadie sabe cómo llegó allí pero ahora “está muerto” y la
política estadounidense podrá volver a la alternancia bipartidista sin mayores
estridencias. ¿Es esta lectura correcta? Me temo que no, o en todo caso solo
acierta en el carácter outsider de
Trump. El resto confunde deseo con diagnóstico. Porque Trump era el síntoma y
no la enfermedad; un síntoma que corrió el velo y dejó expuesto todo. Esto no
significa hacer de Trump un hombre virtuoso ni mucho menos. De hecho, quizás
haya sido su narcisismo el que lo haya llevado a exponer, en la disputa contra
sus adversarios, una radiografía de Estados Unidos. Pero no hagamos psicología
barata…
De todo aquello que Trump expuso, lo más sorprendente fue
cómo dejó al descubierto el modo en que Silicon Valley, en tanto poder fáctico,
establece las condiciones de la libertad de expresión. Efectivamente, subidos a
una cruzada contra las fake news y los
“mensajes de odio”, una casta de guardianes del buen decir cuyo nombre propio
se desconoce impone una nueva moral pública. Algunos meses atrás Trump se lo
había advertido a Twitter: o blanquean que tienen editores y entonces son un medio
de comunicación más que debe atenerse a las reglas que le competen a un medio
de comunicación, o dejan que la red social se autoregule y que cada uno diga lo
que quiera aun cuando ese mensaje pudiera ser falso o pudiera ofender a
alguien. Pero la suerte ya estaba echada: el presunto paraíso de la neutralidad
de Twitter, Facebook, etc. desapareció el día en que estas megaempresas contrataron
sus propios editores. Sumemos a esto a las grandes cadenas cortando el discurso
en vivo de Trump o utilizando un graph
en que editaban o respondían lo que él indicaba y la insólita situación por la
cual, a casi una semana de la elección, Biden se ha transformado en el
“presidente proyectado”. ¿Qué es esto de “presidente proyectado”? Como ustedes
saben, más allá del conteo final y de denuncias de fraude a partir de
situaciones sospechosamente anómalas, casi con total certeza, es un hecho que
Biden será declarado presidente. Sin embargo, al momento en que escribo estas
líneas aún no lo es. Por lo tanto, han sido las grandes cadenas las que han
determinado que Biden es un “presidente proyectado”. A juzgar por el modo en
que, salvo alguna excepción, todo el mapa de medios, analistas y encuestadores
incluso ya en 2016, pero más aún en 2020, jugó contra Trump, podría decirse que
Biden (o cualquier candidato demócrata) era el “presidente proyectado” por el
mapa mediático desde hace mucho tiempo. Y la realidad no podía arruinar
semejante proyección.
Otro velo que Trump corrió es el de cierta hipocresía
respecto de la defensa de la diversidad. Porque los discursos de la diversidad
seleccionan diversidades como si hubiera identidades que no cumplen requisitos,
o diversidades más diversas que otras. La diversidad religiosa estadounidense
no califica como sujeto de la diversidad ni tampoco la identidad de los
trabajadores que históricamente se sintió representada por los demócratas. Eso
supone un problema: hay una mitad de los Estados Unidos fuertemente arraigada a
la tradición, la religión, la familia, incluso en el derecho a la portación de
armas y a ideas claramente de derecha pero todo ello es puesto en una misma
bolsa en tanto “diferencia” que no será tolerada. Hay buenas razones para
justificar ello y aquí estoy lejos de decir que todo es lo mismo o subirme a la
agenda del Tea Party porque también sabemos los problemas que puede traer a la
tolerancia tolerar a los intolerantes pero Trump obtuvo 70 millones de votos y
allí hay una diversidad importante. ¿O acaso creemos que la mitad de los
Estados Unidos reeditaría el Ku Klux Klan y saldría a matar negros o a sojuzgar
mujeres? Algunos sí, pero la gran mayoría no. Repitámoslo: la mitad del país
votó a un candidato como Trump. Y eso es mucho. En esos 70 millones hay votos de
pobres, mujeres, negros, latinos, trabajadores, etc. que no se sienten
representados por los demócratas y que no son unos fascistas locos. Muchos de
ellos simplemente entienden que las políticas y los discursos globalistas no
han traído beneficios para sus comunidades y prefieren al magnate outsider porque están hartos de la
política, del establishment, de la
corrección política, de los grandes medios. Nos hemos acostumbrado a
desacreditar a los votantes de Trump pero son sospechosamente muchos y fueron
muchos a pesar de la euforia de Wall Street tras el triunfo de Biden y de que
probablemente lo hayan vencido porque la elección se dio en medio de una
pandemia que, por supuesto, no fue manejada con prudencia pero que, de no haber
existido, hubiera cambiado la suerte del republicano.
¿Por qué esta diversidad no califica de diversa como para ser
respetada? Porque el discurso relativista allí demuestra que no es tal y las
diferencias entre izquierdas y derechas son llevadas al terreno moral y
cognitivo. No se trata de ideas o agendas en pie de igualdad sobre las que se
discute políticamente. Más bien se las presenta como ideas evolucionadas e
involucionadas que circunstancialmente discuten en un mismo tiempo histórico
pero que corresponden a distintos tiempos. Hay nuevas ideas que en tanto tales
son buenas. Son las de la agenda demócrata. Esas son diversidades a ser
respetadas. Pero hay otras ideas que son consideradas de otros tiempos y
entonces son malas. Esa diferencia no es aceptable. Expuesto así no hay disenso
democrático sino solo civilización y barbarie; modernidad o atraso; el otro no
es un par con ideas que interesa discutir sino solo alguien que está fuera de
tiempo en este tiempo; a ese otro solo le resta aggiornarse o perecer. Presentar esta grieta ideológica en términos
de evolución moral o como una evolución cognitiva por la que hay una mitad, la
de las globalizadas costas oeste y este que tiene un desarrollo cognitivo
superior a ese Estados Unidos profundo presuntamente arcaico o ignorante del
centro, es otra de las formas de entender el enfrentamiento como la disputa
entre amigos y enemigos y supone la deshumanización del enemigo. Si el otro
solo es un inmoral, o un bárbaro atrasado pierde en tanto tal su condición de
humano y se lo debe vencer o hacer callar.
Por último, vinculando con lo que decíamos al principio,
quedarse con los modos de Trump, sus actitudes pretendidamente racistas,
homofóbicas o misóginas que horrorizan a Hollywood es quedarse en la
superficie. Seguramente todo eso era Trump pero el establishment no se oponía a Trump por esas razones, lo cual no lo
hace ni un hombre de izquierda ni un revolucionario. Es que aunque haga falta
aclararlo, no se trata aquí de defenderlo a Trump. Pero hay que decir que si
bien Trump benefició con baja de impuestos a los ricos, también se opuso a la
destrucción del empleo y a la precarización que impuso la globalización en
Estados Unidos. Fue eso lo que lo transformó en el demonio y sus exabruptos,
sus caprichos, su vehemencia, su radicalización, sirvieron la mesa para que la
maquinaria de destrucción pública hiciera el resto. Así, estar en contra de la
globalización al modo Trump, que es muy distinto a los modos de estar contra la
globalización en otros países, lo ubicó inmediatamente en la categoría de “populista”
que es extraordinaria porque, como incluye izquierdas y derechas, sirve para
estigmatizar todo aquello que ose desafiar los valores del sistema.
Con Biden regresará el multilaterialismo y se irradiará
fuertemente la agenda progresista a nivel mundial a través de instituciones,
organismos, ONG, etc. #Blacklivesmatter será bandera, algo que desde aquí no
puedo más que celebrar pero también me gustaría advertir que hay muchos
trabajadores y pobres que no se sienten representados por esa agenda incluso
siendo negros. Es una tontería que unas vidas, las negras, excluyan a las
otras, pero es evidente que poner el eje en pobres y trabajadores socavaría la
distribución económica del capitalismo actual. Y eso sí importa, especialmente
a los que se benefician de esa distribución.
Trump se va exponiendo una división que él ayudó a exacerbar
pero que lo precedía. También se va tras promover un fenómeno de tensión y
movilización política como pocas veces se vio en la historia con récord de
participación en las urnas. Efecto, claro, de la pasión a favor y en contra que
generó, pero efecto de politización al fin. Veremos cómo resuelve su interna el
partido republicano ya que hay buenas probabilidades de que Trump no tenga una
nueva oportunidad. Sin embargo, imagino que la grieta que ya existía seguirá
existiendo por más que se intente regresar a la paz de la alternancia de un
sistema bipartidista con presidentes que, de uno o del otro lado, buscan surfear
olas antes que generarlas. La única diferencia será que la polarización no
estará expuesta en los medios. La oposición a las políticas de Biden serán
subterráneas y no tendrán una categoría especial en Netflix, Disney ni HBO;
tampoco habrá discursos antidemócratas en alfombras rojas. Las mentiras
lanzadas desde el poder no tendrán una “advertencia” para desprevenidos en
Twitter y cada vez que el gobierno demócrata vuelva a su tradición de impulsar
guerras se nos recordará el beneficio de tener una vicepresidenta mujer
afroamericana con madre inmigrante india aun cuando las guerras no se
transformen en más justas ni menos dañinas por esa razón. Si la bandera de
Trump era “Hacer a América grande otra vez”, la bandera de Biden podría ser “Hacer
a América global otra vez”.