Desde hace tiempo que una importante cantidad de argentinos
ya no vota a favor de alguien sino en contra de otro. Este fenómeno, que no es
estrictamente local, puede llevar a malentendidos y a errores de diagnóstico
por parte de los ganadores. Para desarrollar mejor esta idea comenzaré por algo
que resulta temerario cuando ni siquiera están determinados los frentes y los
candidatos: voy a afirmar que, al día de hoy al menos, hay buenas chances de
que el gobierno gane la elección de medio término. Lo muestran las encuestas
más o menos serias pero sobre todo alguna mínima observación del comportamiento
de los votantes en los últimos años. En otras palabras, si bien la pandemia en
todos los países le ha pasado factura a las administraciones que tuvieron que
enfrentarla, el núcleo duro del votante oficialista parece estar asegurado.
¿Alguien se imagina que el 37% que votó a Cristina en 2017 hoy votará otro
candidato? Sería una tontería suponer que a ese 37% habría que sumarle
automáticamente los 11% que había sacado Massa en esa misma elección pero, sin
duda, en provincia de Buenos Aires, el oficialismo tiene un piso de algunos
puntos por encima del 40% y es muy difícil que la oposición logre superar ese
porcentaje. Ni siquiera parece probable que alcance el 41% que había obtenido
Esteban Bullrich en 2017, número que permitió a JxC alcanzar un 42% a nivel
nacional.
Asimismo, en CABA el oficialismo local arrasará pero no
conseguirá el 63% que en 2017 habían sumado Carrió (con 51%) y Lousteau (con
12%). Seguramente pueda estar en un número que supere los 50 y que el Frente de
Todos mejore una magra cosecha del 21% que en esa elección lo llevó a obtener 3
de 13 diputados. Así, en CABA es de suponer que el oficialismo nacional esté en
un número más cercano al 30% que al 20%, y que allí pueda llevarse al menos un
diputado más. Después se puede analizar provincia por provincia donde en
algunos casos también se eligen senadores pero cuesta imaginar grandes
sorpresas al día de hoy: oficialismo y oposición ganarán un diputado más o un
diputado menos en cada distrito; quizás, por pequeña diferencia, algún distrito
arroje una nueva mayoría en senadores pero no mucho más. El punto es que esas
pequeñas diferencias permiten especular con que el oficialismo alcance la
mayoría automática también en diputados porque son pocos los escaños que
necesita. De hecho JxC ya está instalando el número fatal: “estamos a 7
diputados de ser Venezuela”. No se comprende por qué las mayorías en un
congreso llevarían automáticamente al autoritarismo cuando parece que eso no ha
sucedido en los 16 años que lleva el PRO dominando la legislatura porteña. ¿O
es que solo devienen autoritarias las mayorías legislativas cuando pertenecen a
espacios populares? Tampoco se comprende que está lejos de ser evidente que la
parálisis del gobierno tenga que ver con la falta de mayorías en ambas cámaras.
¿Cuántas leyes no salieron por ese puñado de diputados que se necesitan? ¿Faltan
diputados o decisión política? La respuesta no debería descartar la posibilidad
de que estén ausentes ambas cosas.
Pero parafraseando a Silvio Rodríguez, quien cantara “Nadie
sabe qué cosa es el comunismo y eso puede ser pasto de la ventura”, podría
decirse que nadie sabe qué carajo pasa en Venezuela, ni en Nicaragua, ni en el
seno del gobierno, pero lo que importa es encontrar un cuco y decirle a la
gente que a través de un simple voto puede acabar con él. Más que políticos la
oposición parece estar compuesta por alquimistas y no ofrece ninguna
alternativa. Solo es activadora de temores y conspiraciones: viene el monstruo y
no nos quieren dar la Pfizer. Eso es todo. Tratará de cambiar los nombres y
buscará caras nuevas. El voluntarismo a-ideológico de “La leona” será
reemplazado por los mensajes de la neuroayuda de Manes pero allí no hay ninguna
pretensión robusta de discutir modelos de país sino solo ingeniería electoral.
La apuesta es que al núcleo duro de votos se le sumen los desencantados del
gobierno, aquellos que votaron a Alberto Fernández y hoy están arrepentidos.
Los hay y son muchos pero de ahí no se sigue que vuelvan a votar a la oposición
o se inclinen por opciones minoritarias. Por supuesto que, máxime en una
elección legislativa, la polarización es menor y hay electores que apuestan a
la posibilidad de que se alce con una banca algún espacio o candidato que no
podrá ganar la elección, como fue en su momento Randazzo que, con sus 5 puntos,
fue señalado como “el que le hizo perder la elección a CFK”. Pero no parecen
opciones sustantivas o que se lleven una cantidad de votos decisiva. A la
oposición se le puede ir algo por derecha si no logra acordar con los
libertarios y al oficialismo algo por izquierda y por nuevas ofertas de
peronismo más ortodoxo pero salvo algún distrito puntual parece difícil que la
sumatoria de esos votos definan ganadores y perdedores de la elección. La clave
es que aun cuando los desencantados con el gobierno puedan ser muchos, un buen
porcentaje de ellos volverá a votarlo porque jamás votaría a JxC.
Y aquí volvemos a lo que les planteaba al principio. Existe
la posibilidad de que un eventual triunfo del gobierno sea interpretado
incorrectamente por el propio gobierno como una señal de que está en el camino
correcto. Pero la paradoja es que aun muchos de sus votantes lo van a apoyar
considerando que no está haciendo las cosas bien o, al menos, no las está
haciendo según las expectativas que se tenían. A su vez, este tipo de voto no
es exclusivo del oficialismo. También puede haber votantes en la oposición que
consideren que el papel de sus dirigentes es patético pero los va a apoyar por
el simple hecho de ser antiperonistas. No está ni bien ni mal. Pero en un
escenario donde la polarización es tan fuerte y las alternativas no aparecen,
hay una buena cantidad de votos que se ganan de esa forma. “Estás equivocado
pero te voto porque los que están en frente son peores”, podría ser el resumen
del razonamiento. Si esa lógica se aplica a elecciones legislativas es más que
probable que se aplique a elecciones presidenciales y esa especulación es la
que sostiene a algunos dirigentes.
Siempre se dice que la política debe escuchar el mensaje de
las urnas pero ese mensaje es múltiple y complejo. Por eso yo agregaría un
pedido más porque no alcanza con escuchar. Escuchar se puede escuchar un ruido
pero lo que hace falta es interpretar y comprender correctamente ese mensaje. A
veces un voto a favor no implica un apoyo al rumbo elegido.