La transformación cultural que está viviendo la juventud es
tan vertiginosa como los tiempos que corren y, en materia política, puede
entenderse como el paso del Eternauta al Joker.
Se ha instituido al año 2010, tras la muerte de Néstor
Kirchner, como el momento en que una masa de jóvenes se volcó masivamente a la
política argentina. Esto incluía aquellos que rondaban los treinta y pico y que
habían crecido con el discurso antipolítico propio de la gran despolitización
de los años 90 que tuvo su éxtasis en el “que se vayan todos” de 2001; como así
también a veinteañeros o sub veinte que encontraban en el kirchnerismo su
primera experiencia “con la política”. Es una injusticia decir que ese fenómeno
fue producido por la muerte del expresidente en lo que algunos llamaban “efecto
luto” puesto que la interpelación a la juventud ya estaba dada y el hecho
luctuoso solo aceleró y visibilizó lo que se venía dando. Sin embargo es real
que la muerte de Néstor le dio al kirchnerismo y a esa generación un mártir al
que venerar. Acorde a los tiempos, surgía un Nestornauta reproducido
infinitamente al estilo Andy Warhol, el héroe era colectivo, la patria era el
otro y la elección del 2011 se ganó con el 55% de los votos.
A partir de ese momento, comenzó una enorme campaña de
estigmatización hacia ese sector y a cualquier militancia juvenil del espacio
peronista se le adjudicaba la letra escarlata K y se la ubicaba detrás de “La
Cámpora”, fantasma que llegaba para reemplazar al “comunismo” entre las
pesadillas de la derecha vernácula. Fue cierto que La Cámpora como agrupación
juvenil creció desde el poder aunque eso tuvo que ver con las circunstancias de
su surgimiento. También es cierto que de repente ser de “La Cámpora” fue una
suerte de moda entre los jóvenes, casi una tribu urbana con una retórica
contestataria contra el poder real pero apoyada económicamente desde el Estado.
El nivel de estigmatización fue feroz e injusto aunque también es verdad que por
momentos se actuó con prepotencia y que solo algunos dirigentes de esa
generación estuvieron a la altura de las responsabilidades; los que se
acercaron por moda se fueron alejando, el kirchnerismo se fue desgastando y,
para colmo, diseñó una ingeniería electoral inmersa en su micromundo. La patria
era el otro salvo que ese otro fuese Scioli y por ello el kircherismo aceptó
que sea candidato a desgano mientras, cantando canciones de Los Redondos, apoyó
a Aníbal Fernández que no era un buen candidato para la Provincia por el enorme
nivel de desaprobación que tenía. Era imposible perder contra Macri; era
imposible perder contra Vidal. Por eso no había por qué bancar a Scioli ni a
Domínguez en la Provincia en tanto ninguno de ellos era del riñón K. Pero llegó
el cachetazo y cuatro años de Macri para hipotecar generaciones. Ese fue el
golpe final de aquella experiencia y el comienzo de otra que en los últimos
tiempos va ganando visibilidad. Me refiero al fenómeno de jóvenes, en algunos
casos adolescentes, que se han volcado masivamente hacia posiciones
conservadoras, de derecha y libertarias. Aquí no hay mártir ni héroe colectivo;
tampoco militancia territorial; es un universo completamente nuevo impulsado
con enorme potencia a través de las redes sociales, los influencers y el mundo
gamer. El Eternauta devino Joker.
Se los llama reaccionarios porque lo son. En otras palabras,
son el efecto de una reacción contra algo y en ese sentido podemos decir que se
trata de un fenómeno que trasciende nuestras fronteras. Porque sucedió en
Estados Unidos cuando muchos jóvenes emergieron “de la nada” para apoyar a
Trump y ha sucedido en otros países de Europa donde, de repente, espacios de
derecha enormemente agresivos y jugando al límite como desde hacía mucho tiempo
no ocurría, han ganado relevancia política. Las posiciones radicalizadas los
hace fácilmente estigmatizables y la dificultad que tienen para insertarse en
la vida política a través de las instituciones tradicionales hace que los
analistas los desprecien o los estudien casi como un fenómeno antropológico.
Así, se los suele reducir a un grupo marginal, racista, misógino y homofóbico
sin tomar en cuenta que aun cuando efectivamente algunos de ellos puedan serlo,
estos espacios están expresando también un enorme descontento en sectores a los
que las políticas identitarias y la agenda contra el cambio climático les
resultan temáticas como mínimo alejadas de sus necesidades inmediatas, para
decirlo de manera benevolente. Entonces ya no hablamos de los hijos de los
empresarios ricos defendiendo fascistamente sus intereses de clase; hablamos de
hijos de trabajadores que no pertenecen a ninguno de los grupos considerados
minoría y están hartos de un capitalismo financiero que impone condiciones de
manera global afectando su vida, esto es, la de las capas medias y bajas. Al
igual que en la película protagonizada por Joaquin Phoenix, quienes salen a
realizar protestas masivas son jóvenes con caretas de payaso para representar
su hartazgo frente a los poderosos y a una casta política que no resuelve sus
problemas. Los titulares de los diarios hablan de “Payaso justiciero contra el
poder” y se llama a matar a los ricos tal como el Joker hacer en el subte
cuando tres yuppies aburridos comenzaron a hostigarlo gratuitamente.
Es que a diferencia de la prédica anticapitalista de las
izquierdas o los espacios populares, estos sectores reaccionarios entienden que
la salida es individual y que hay una asociación entre ese capitalismo global y
los Estados con políticas socialdemócratas que en el plano cultural abogan por
una destrucción total de las identidades que, en momentos de crisis económicas
especialmente, son refugios esenciales para los individuos y las comunidades.
Esta nueva derecha es antisistema, entonces, porque observa que el sistema está
cooptado por un progresismo que impone condiciones de vida de manera global. Y
reacciona canalizando esos sentimientos como puede e incluso a veces a través
de expresiones políticas caricaturescas y que nadie imaginaba que podían llegar
a gobernar. De hecho, el Joker es un enfermo mental que se declara “apolítico”
pero es quien desde su historia personal desata una revolución en las calles.
Nunca mejor dicho en este caso: lo personal es político.
En general, los análisis de izquierda y populares apuntan a
mostrar que se trata, en el mejor de los casos, de desclasados que no conocen
su interés objetivo de clase. Y puede que en parte así sea; pero también puede
que haya que reflexionar acerca de por qué amplias mayorías se encuentran cada
vez más incómodas con el estado de cosas y no se ven representadas por opciones
de izquierda. Porque estas mayorías padecen la precarización, la corrupción, la
falta de trabajo, la inseguridad, la violencia policial, la falta de horizonte
y el desprecio por sus creencias, sus costumbres y hasta por su modo de hablar;
se trata de amplios sectores de la población que podrían apoyar la intervención
estatal pero observan que ésta está siempre dirigida a otros. Siempre hay otro
que aparece como minoría y está delante de ellos al momento de la repartija que
nunca llega. En Estados Unidos fue claro cuando de repente se observó cómo la
mayoría de los trabajadores acabó apoyando al partido republicano; en Brasil
sucedió algo parecido cuando el grueso de los trabajadores y las clases
populares le dio la espalda al PT a pesar del éxito de sus gobiernos al momento
de bajar drásticamente la pobreza. La novedad está, entonces, en que el giro de
las izquierdas y los espacios populares hacia una agenda fragmentada que pasa
por alto las exigencias de las mayorías, ha dejado el campo abierto para que sectores
de una derecha recalcitrante puedan aparecer como representando un clamor que
tiene legitimidad y que, sobre todo, está adoptando una épica. “Todos somos
payasos, maten a los ricos”, reza uno de los carteles en la película. Y para
esta derecha, que es confusa ideológicamente y que incluye sectores que
históricamente estuvieron separados como conservadores y liberales, esos ricos
pueden ser los grandes magnates del capital financiero tanto como la casta
política o el funcionario de turno.
Los roles, entonces, parecen estar cambiados. Si la rebeldía,
la interpelación, la libertad y hasta la alegría siempre estuvieron asociadas
con la izquierda que luchaba contra el statu
quo, el conservadurismo, la represión y el oscurantismo, hoy encontramos
que es la derecha la que se rebela contra un sistema en el que el statu quo cultural es progresista.
Efectivamente, son los espacios del centro a la izquierda los que llaman a
permanecer encerrados, a postergar la felicidad, a manejarnos con cautela, a
cuidarnos, a endiosar el relativismo y a protocolizar la vida en nombre, ya no
de un posmarxismo, sino de un neopuritanismo que se las ingenia para justificar
cancelaciones y escraches. Hay buenas razones y causas nobles y sensatas en
esta agenda, especialmente durante un momento de pandemia donde hubo que lidiar
contra antivacunas y terraplanismos varios, pero también se puede hacer el
ejercicio y observar que todas estas propuestas están asociadas a valores que
caracterizaban al statu quo que
defendían las derechas hasta hace muy poquito tiempo.
Hoy es la derecha la que dice “prohibido prohibir” y la
izquierda la que establece la lista de lo prohibido. El mundo parece patas para
arriba. Ya no discutimos individualismo versus colectivismo. Ni siquiera
sabemos bien qué estamos discutiendo. Apenas somos espectadores, con una careta
en la mano, dedicados a observar qué nuevo payaso hará la revolución.
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