domingo, 26 de abril de 2020

El capitalismo es un virus (publicado el 2/4/20 en www.disidentia.com)


Mientras libros como La peste o Ensayo sobre la ceguera vuelven a ocupar los primeros puestos en la lista de los más vendidos, junto a otras novelas de ciencia ficción y apocalípticas que nos hablan de pandemias y fin del mundo, fui a mi biblioteca y encontré dos libros que me van a ayudar con estas líneas. El primero es un ensayo del inclasificable William Burroughs, titulado La revolución electrónica; el segundo es otro ensayo pero, en este caso, perteneciente a Susan Sontag: La enfermedad y sus metáforas.
El texto de Burroughs no tiene el rigor ni el orden de un texto conceptual sino que, por momentos, parece seguir esa particular técnica creada por él para romper la linealidad de la escritura. Me refiero a aquella por la cual tomaba fragmentos propios o ajenos, los cortaba y luego los pegaba aleatoriamente en otro lugar de la hoja. La bautizó cut up y con ella realizó ese extraño libro llamado El almuerzo desnudo.
Escrito en los años 70, La revolución electrónica se puede ver como un manifiesto político revolucionario que, antes de la aparición de internet y de una tecnología que invadiría nuestras vidas, propone utilizar la tecnología contra sus propios creadores. Pero lo central es que en este libro desarrolla la idea de que el lenguaje es un virus y que la palabra escrita, en particular, se ha transformado en un virus constitutivo de lo humano. Si la palabra no ha sido reconocida como un virus es, diría Burroughs, “porque alcanzó un estado de simbiosis estable con el huésped” a tal punto que se replicará en las células sin perturbar su normal metabolismo.
Esta idea de la palabra como virus o, más bien, de utilizar el virus como metáfora me llevó al segundo libro aquí mencionado, publicado por Susan Sontag en 1977. En estas páginas, lo que la ensayista estadounidense hace es un estudio comparativo sobre las metáforas y las cargas simbólicas que giran alrededor de la tuberculosis y del cáncer. Desde la mirada romántica de la tuberculosis como presunta “enfermedad del alma” que se había transformado en una suerte de ideal estético entre literatos, pensadores y ciertos círculos burgueses durante el siglo XIX; hasta el cáncer como una enfermedad “del cuerpo”, de la que no se puede hablar y que, en tanto su presunto origen tendría que ver con emociones no expuestas, se transforma en una patología de la cual es responsable su portador. Por supuesto que, además, Sontag advierte sobre la utilización metafórica de las enfermedades, especialmente del cáncer, claro, al momento de dar cuenta del orden social; y de cómo este tipo de utilización puede derivar lisa y llanamente en genocidios cuando se afirma que la comunidad x es un gran organismo y que hay un elemento canceroso (léase un grupo étnico, religioso, político, etc.) que viene a amenazarla y a carcomerla.
Traigo a colación ambos libros porque la idea del virus que hace simbiosis con la entidad a la que invade hasta generar una unidad indivisible, sumado a la posibilidad de hacer del virus una metáfora, brinda una herramienta novedosa al momento de analizar este particular momento en el que las fronteras de los países están cerradas y millones de personas a lo largo del mundo se encuentran aisladas en sus hogares.
Porque como les decía hace algunas semanas aquí mismo, lo que está afectando a la economía mundial es el hecho de que el coronavirus esté impidiendo la circulación de personas, mercancías y signos por la sencilla razón de que ése es el fundamento del capitalismo. Sin circulación no hay capitalismo porque el capital se disemina como un virus y es más efectivo en la medida en que aumenta su grado de contagiosidad.  
Ahora bien, si lo propio del capitalismo y, más aún, del capitalismo financiarizado, es la circulación viral, nos encontramos ante la paradoja de que lo que lo está poniendo en jaque es un virus que impide la circulación. El virus covid-19 desviraliza al capital, le impide contagiar porque pone trabas, segmenta y aísla a aquello que debe circular.
Lo interesante es que, como decía Burroughs respecto del lenguaje, podría pensarse que el propio capital es un virus que cada uno de nosotros porta y que ha hecho una simbiosis con nuestro organismo. Somos nosotros mismos los que lo reproducimos y toda nuestra vida está organizada en función de la productividad, incluso los momentos de ocio. En tanto somos átomos de capital que necesita circular y producir es natural que quedándonos en casa sintamos que se desmorona todo el orden que forjamos durante mucho tiempo. Es que, claro está, de repente comenzamos a vivenciar una alteración completa del tiempo y el espacio impuesta por circunstancias externas, una suerte de improductividad obligatoria que altera, literalmente, nuestro cuerpo y nuestro aparato psíquico. En tiempos donde está tan de modo adjudicar todo a la cultura y al lenguaje, nos encontramos encerrados en casa con nuestros cuerpos amenazados, nuestra vida desnuda a la intemperie, hecha pura biología, y sin ningún otro horizonte más que la supervivencia básica. El tiempo de una pandemia es también el tiempo en que lo superfluo queda expuesto como tal y, para una cultura y un debate público que en general se basa en lo superfluo, eso es un problema.  
Igualmente, de esto no debería seguirse, como muchas lecturas neomarxistas han sugerido en las últimas semanas, la inminente caída de un capitalismo herido ni nada por el estilo más allá de que la magnitud de la crisis económica, social y política es mucho menos predecible que la magnitud de la crisis sanitaria. Aun así estoy dispuesto a afirmar que el coronavirus no hará ninguna revolución. Lo siento mucho.
De hecho ni siquiera debería inferirse de la idea de que el capitalismo sea un virus, la necesidad de aniquilarlo pues los virus no son necesariamente “malos”, a tal punto que muchos son esenciales para el equilibrio de la vida.
Incluso jugando algo con las palabras, un buen ejemplo de que los virus no poseen esencialmente una carga negativa en el uso cotidiano es la idea de “viralización” que se ha puesto de moda con el auge de internet y las aplicaciones. La viralización tiene una carga neutral y meramente descriptiva referida a aquello que tiene rápida circulación, aquello que se replica como en un efecto contagio. Y puede servir para denunciar una injusticia o, a veces, para cometerla. Pero en todo caso, el problema será de lo viralizado y no de la viralización, más allá de que todos sabemos que ninguna técnica es estrictamente neutral ni está disociada de su tiempo histórico.  
Para concluir, entonces, si bien estoy lejos de subirme a la tendencia de suponer que habrá un antes y un después de la pandemia en un sentido estructural, es real que por un lapso de tiempo breve, la paradoja de un virus que afecta la viralización del capital, ha creado un experimento social de una magnitud y una celeridad sin precedentes en la historia de la humanidad; un experimento que ha quitado la hojarasca para dejar ver, entre otras cosas, que los Estados actúan sobre nuestros cuerpos directamente, que en nombre del temor somos capaces de sacrificar nuestros derechos individuales y que sin circulación no hay coronavirus. Pero tampoco capitalismo.


jueves, 23 de abril de 2020

Aislamiento y pantallas: ¿la distopía deviene utopía? (publicado el 15/4/20 en www.disidentia.com)


“Todas esas actividades, desde luego, al igual que nuestra propia vida familiar, se las debíamos a la televisión. En esa época ni yo ni nadie había soñado con la posibilidad de encontrarse con otro personalmente. En realidad existían todavía, aunque casi nunca se las invocaba, ordenanzas antiquísimas que lo impedían: encontrarse cara a cara con otro ser humano era un delito punible (…) Mi propia crianza, mi educación y mi ejercicio de la medicina, mi noviazgo con Margaret y nuestro feliz matrimonio, todo ocurrió dentro del generoso rectángulo de la pantalla del televisor. Naturalmente, de la inseminación de Margaret se ocupó AID y, como todos los niños, el único contacto que David y Karen tuvieron con su madre fue durante su breve vida uterina. Eso, no hace falta decirlo, enriquecía inmensamente, en todo sentido, la experiencia humana. De niño me había criado en el jardín de infantes del hospital, ahorrándome así todos los peligros psicológicos de una vida familiar físicamente íntima (para no mencionar los riesgos, estéticos y no estéticos, de una higiene doméstica compartida). Pero lejos de estar aislado, me encontraba rodeado de compañía. En la televisión nunca estaba solo”.
El anterior fragmento bien podría pasar por la descripción que realizará un adulto occidental dentro de unos años, en tiempos “DC”, “después del coronavirus”. Cambiamos el “televisor” por la pantalla del dispositivo y ya. Sin embargo, es parte de un cuento llamado “Unidad de cuidados intensivos”, publicado en 1977 por el británico James Ballard.
La existencia de este cuento me la recordó una nota que Mark O´Connell publicara el pasado 1 de abril en la centenaria revista de política y cultura New Statesman. El título de la nota lo dice todo: “Por qué estamos viviendo en el mundo de Ballard”.
Allí O´Connell explica bien cómo el hecho de un mundo jaqueado por un virus que ha generado un cierre masivo de fronteras, con casi 3000 millones de personas que están en este mismo momento aisladas en su casas, rinde uno de los mejores homenajes a muchas de las distopías que planteó el autor de Rascacielos, Noches de Cocaína, El imperio del sol y Crash, entre otros. 
En el cuento mencionado, tal como se sigue del párrafo escogido, el narrador ha naturalizado una vida de aislamiento a través de la cual, paradójicamente, ha forjado lo que para él es la unidad esencial de la vida: la familia.
Pero claro, el detalle es que esta familia, compuesta por una esposa y dos hijos, nunca ha tenido la posibilidad de conocerse personalmente. Habían construido una vida juntos, iban al teatro, al cine, luego se casaron, fueron de luna de miel a Venecia y criaron a sus hijos a través del televisor, sin moverse del living de sus casas y sin haberse siquiera tocado alguna vez. Sin embargo, fueron una familia feliz hasta que el narrador decide violar la ley y propiciar un encuentro, primero con su mujer y luego con los pequeños hijos.
El encuentro personal les genera una enorme desilusión ya que los cuerpos no eran los que parecían ser detrás de la pantalla, a tal punto que marido y mujer no se reconocieron. La razón es fácil de entender: tal como sucede hoy en día con los influencer que hacen culto a su imagen en instagram y abusan de los programas de edición para estar siempre estéticamente aceptables, los habitantes de esta sociedad imaginaria se maquillaban antes de salir a través de la pantalla, construían una imagen que difería de su apariencia real. El cuento no tiene un final feliz porque, en general, cuando la realidad difiere demasiado de lo que imaginamos, las reacciones pueden ser aterradoras y, por supuesto, lejos de intentar cambiar lo que pensamos, tratamos de acomodar el mundo a nuestras ideas. Pero este cuento sirve para realizar algunas reflexiones personales. Por lo pronto, como mencioné en este mismo espacio algunas semanas atrás, la pandemia es útil para revelar el funcionamiento del capital, claramente afectado por la ausencia de circulación de bienes, personas y signos, pero lo que vendrá después de la pandemia no será el fin del capitalismo ni supondrá un giro de 180 grados en nuestros estilos de vida. Más bien, y en este punto me permito dialogar con algunas de las intervenciones de filósofos y pensadores que se han generado en las últimas semanas y que se pueden encontrar en un libro on line llamado Sopa de Wuhan, lo que probablemente suceda es la aceleración de procesos que ya estaban desarrollándose. Si lo pensamos a partir del cuento, la paradoja de un mundo en el que a pesar de estar conectados a través de dispositivos nos sentimos y estamos cada vez más solos y deprimidos, estaba en pleno desarrollo antes de la pandemia. Es decir, O´Connell o quien escribe estas líneas, podríamos haber usado este mismo cuento para describir el funcionamiento de la sociedad en diciembre del año 2019. Sin embargo, en pocas semanas estamos siendo testigos de una aceleración vertiginosa de la ya de por sí vertiginosa tendencia a la digitalización y al control de la vida. Porque en muy poco tiempo el sistema educativo completo se las ha ingeniado para brindar contenidos y generar interacciones entre docentes y alumnos; el teletrabajo pasó a ser la solución para todas las empresas cuyo servicio así lo permite; el comercio digital creció exponencialmente por razones obvias; el consumo cultural vía streaming y los recursos de actuaciones en vivo a través de las redes sociales se ha convertido en algo cada vez más explorado; los envíos a domicilio ya no son producto de la comodidad sino de la necesidad y el proceso de bancarización (todavía relegado en países del tercer mundo donde la economía informal tiene mucha preponderancia) se ha visto desbordado en la medida en que los Estados comienzan a distribuir distintos tipos de ayuda económica a través de los bancos.
A primera vista, nada de lo recién listado resulta negativo más allá de que sobre cada punto se puede abrir un asterisco. Por mencionar solo uno, en el caso del teletrabajo, cuando culmine el tiempo de la zozobra, habrá que aclarar con precisión los límites porque muchas empresas consideran que el empleado que realiza su labor en la casa debe estar disponible las 24 horas y cumplir objetivos que exceden cualquier régimen laboral razonable.
Este punto nos puede servir de puente para desarrollar mínimamente el otro aspecto antes mencionado. Me refiero al del control de la vida. ¿Acaso no estábamos, antes de la pandemia, inmersos en un control de nuestros datos en manos de Estados y empresas como nunca sucedió en la historia de la humanidad? ¡Pues, claro! Y lo más curioso es que todos esos datos los brindamos de manera más o menos consciente o, en todo caso, era un precio que aceptábamos pagar por el beneficio de participar de un mundo interconectado en el que, para lograr la velocidad que deseamos, debemos brindar información personal, especialmente, claro está, vinculada a nuestros perfiles de consumo. 
Pero el proceso se está acelerando en nombre de la prevención de la enfermedad. De aquí que no nos haya sorprendido que una de las claves del control de la pandemia en China o Corea del Sur haya sido no solo una cultura oriental menos reacia a la obediencia y al Estado, sino un complejísimo esquema de control de datos que incluye millones de cámaras de reconocimiento facial, dispositivos capaces de medir la temperatura corporal, aplicaciones que advierten el circuito que pudiera realizar una persona enferma, y geolocalizadores generales que, en nombre de la planificación de políticas públicas, brindan la información sobre dónde estamos y qué lugares hemos visitado. En esta línea no es casual que Estados Unidos y Alemania estén avanzando en un eventual certificado de salud que acredite quién está sano para poder circular y quién no.   
O´Connell culmina su nota sobre Ballard afirmando que el fenómeno del coronavirus estaría demostrando que todos queremos abandonar el aislamiento y dejar a un lado medios tecnológicos para estar allí afuera abrazándonos, confundiéndonos entre amigos y extraños, circulando por nuestras grandes ciudades; que, si bien, gracias a esta pandemia, estamos metidos circunstancialmente en un mundo ballardiano, no somos como los personajes de Ballard: queremos constituir familias o lazos normales, saltar por encima de la pantalla.
Sin ánimo de polemizar, no estoy tan seguro que ése sea el sentimiento general. Podría ser el mío y quizás el de algunos lectores, pero el estado de aislamiento, cuando no está acompañado de enormes dosis de angustias que nos confunden, puede ser el lugar para repensar valores, costumbres, prácticas y la consecuencia de ello quizás diste del mundo maravilloso en el que todos nos abrazamos y volvemos a vivir en comunidad. ¿Por qué no pensar que después de estar aislados durante semanas, muchas personas, antes que salir deseosas de una vida en comunidad, se manifiesten al contrario? Quizás a muchos se les revele que sus relaciones familiares y de pareja son una mierda, que su trabajo es una mierda, que sus actividades sociales son una mierda y que allá afuera, en el mundo sin maquillaje, la vida es una mierda. Incluso puede ocurrir que estando aislados y sin proyección de futuro se acentúe mucho más la cultura de vivir el aquí y el ahora. Al fin de cuentas, todos los planes pueden echarse por la borda por un virus que puede matarte, arruinarte económicamente, destrozarte psíquicamente o, en el mejor de los casos, simplemente retrasar un año lo que tenías pensado hacer. Por último, el hecho de que esté permitido salir de casa solo para “lo imprescindible”, entendiéndose por ello la necesidad biológica de “conseguir comida”, podría generar al menos una reflexión acerca de qué es lo esencial y qué es lo superfluo, qué es lo que verdaderamente necesitamos para tener una vida plena y cómo muchas de las cosas que consideramos imprescindibles para ser felices quizás no lo sean.
Como les decía, con la aceleración de los procesos que ya estaban en marcha no habrá un cambio drástico o, en todo caso, la aceleración lo hará parecer drástico aun cuando no lo sea. Lo que sí puede ser drástico es que muchas personas se den cuenta que ya eran un personaje de Ballard y que el mundo que pensaba el británico es mucho menos displacentero de lo que se suponía. En los años 70 se trataba de un mundo distópico. Pero visto desde la perspectiva actual, puede haberse transformado en un ideal a perseguir, una verdadera utopía.   
         

domingo, 12 de abril de 2020

Antiperonistas (e incorregibles) [editorial del 11/4/20 en No estoy solo]


Parecemos asistir al fin de la historia política argentina. No hay ni habrá grandes novedades. Seguramente nos estemos equivocando como Hegel o Fukuyama cuando anunciaron el fin de la historia y luego ésta los dejó en ridículo. Pero aunque más no sea con ánimo provocador aceptame que no hay nada nuevo y no lo digo tanto por el peronismo sino más bien por el antiperonismo. Incluso si me apuran un poco, diría que si hay algo que se sostiene firme en la Argentina es el antiperonismo, un antiperonismo que es anterior al peronismo y que hoy renueva su mascarada para seguir siendo lo que es. Es más, y como última provocación: el peronismo cambia, se actualiza, va para la izquierda, va para la derecha, se acomoda en el centro; el antiperonismo es lo único que no cambia en este país. Los intérpretes varían pero el papel y la obra es la misma.
Tómese si no, como muestra, un breve pantallazo de los enfoques de la última semana. No hubo un tópico del antiperonismo más rancio que se quedara afuera.
El primero es el del Estado ineficiente: a contramano de las alabanzas que recibiera el gobierno ante las primeras decisiones en torno a la pandemia, ahora se instala que el gobierno falla en no hacer los test y circulan médicos y referentes opositores expresando la necesidad de hacerlos por millones. ¿Pueden en su sano juicio creer que hay un país que pueda hacer millones de test? ¿Creen que eso serviría de algo aun si fuera posible? Todos estamos de acuerdo en que si hacemos más test tendremos mejores elementos para controlar la pandemia porque sabremos con mayor exactitud cuántos son y quiénes están infectados pero ningún país puede salir a hacer test masivos porque es logísticamente imposible y porque no tiene sentido.
Vinculado a este punto está el otro tópico del antiperonismo clásico: el peronismo miente. Claro que si tomamos el INDEC de algunos años atrás nos encontraremos con una cifra que no era representativa de la inflación real pero de ahí a suponer que todo discurso es relato y que toda afirmación de un gobierno popular sea falsa hay una distancia importante. Se dice “¡están mintiendo porque hay más casos que los oficiales!” ¡Pero claro, salames! Hay muchos más casos que los oficiales. En todo el mundo hay más casos que los oficiales. El punto es cuántos casos más hay y eso es relativamente fácil de medir porque conociendo el porcentaje de mortalidad y el porcentaje de pacientes que necesitan internación se puede calcular cuántos casos más hay sin hacer el test y sin que sean casos oficiales. Al día de hoy esa cuenta muestra que los casos no detectados y asintomáticos están dentro de un margen razonable.    
Tercer tópico: el peronismo es un fascismo que ataca las libertades individuales. Como los asustó bastante el covid-19, salvo algún libertario o algún trotskista que en el afán de criticar te puede salir a defender principios liberales con cara de piedra, nadie chilló cuando nos mandaron al aislamiento obligatorio. Pero eso sí, bastó la infeliz frase del “ciberpatrullaje para controlar el humor social” para que, de repente, Alberto Fernández tenga el bigote de Stalin. ¿Que el gobierno ayuda a veces y que todavía nadie entiende cómo Frederic dijo lo que dijo? Pues claro. ¿Que si lo hubiese dicho Patricia Bullrich tendríamos 5 tapas de Página 12 y la indignación de Gustado Silvestre garantizada? Obviamente. Pero tonterías no. Hay que ponerse de acuerdo: o corremos a Frederic por antropóloga progre zaffaronista o la corremos por la reencarnación de López Rega. Pero las dos cosas al mismo tiempo no.  
Cuarto tópico: el peronismo libera a los delincuentes. Lo hizo Cámpora, lo hacían los K con el Vatayón militante y ahora liberan a Boudou y a todos los presos. Quien me lee se ríe pero esta semana hubo dos editorialistas en prime time que dijeron “Vos estás preso y ellos están libres”. Sí, leíste bien. Dijeron que vos, por estar en cuarentena, estás preso y que los delincuentes acaban de ser liberados gracias a que liberaron a Boudou. Insisto: no es un comentario marginal de un troll en Twitter. Son periodistas en horario central, alguno que, si no me equivoco, hasta recibió el premio de participar de la colecta solidaria del último domingo. Pero son tan miserables que no valen ni una puteada.   
Quinto tópico: los peronistas usan el Estado para robar. “¡Se afanaron 6 PBI!” repiten algunos personajes que tienen la dicha de mantener un micrófono con todos los gobiernos, incluso con aquellos gobiernos a los que critican. Es una suerte que no todos tuvimos pero es para celebrar que algunos la tengan. Lo que no es para celebrar es que tan ligeros vinculen el caso de las compras con sobreprecios realizadas por el Ministerio de Desarrollo Social con los bolsos de López y la causa de los cuadernos, tal como he leído por ahí. Una vez más: ¿el gobierno ayuda a estas cosas? Por supuesto que ayuda. Lo que sucedió con esa compra fue vergonzoso y la respuesta que dio el gobierno fue errática. Primer acto: en medio del escándalo mediático, Arroyo se hace cargo y dice que algunos productos se pagaron de más porque, ante la urgencia, las empresas “se plantaron”; segundo acto: Alberto Fernández le dice a Arroyo: “después del desastre del viernes con los bancos no puedo seguir sosteniendo a todos los funcionarios que se equivocan. Alguna cabeza tiene que rodar”; tercer acto: renuncian quince funcionarios. ¿Cómo se llama la obra? No sé cómo se llama pero podría llamarse, como mínimo, “Comunicamos como el culo”. Luego, en todo caso, se verá si hubo algún vivo que se quedó con un vuelto. Todo el arco político pone las manos en el fuego por el ministro así que habrá que ver si fue un funcionario. Pero eso sí: si comprás comida para 11 millones de personas estás en condiciones de pelear el precio. El que se debe plantar ahí es el comprador antes que el vendedor.    
Podría seguir con el tópico de que la política es un gasto, que se pagan muchos impuestos (lo cual en un sentido es verdad y en otro no) y que la culpa la tienen los sueldos de los políticos, etc… pero ya ha sido demasiado. Es todo muy previsible. Es el eterno retorno de los prejuicios que se acomodarán a cualquier acción del gobierno. Se acomodarán mejor si el gobierno peronista da pie y lo merece, y se acomodarán peor si el gobierno peronista acierta más de lo que se equivoca.
Al final, parece que los verdaderos incorregibles son los antiperonistas.  

martes, 7 de abril de 2020

El cachetazo (editorial del 4/4/20 en No estoy solo)


Y en una semana todo cambió. Salimos del estado de ensoñación en que nos había sumergido el aislamiento y el consumo demoledor de información. Se los decía en el último editorial: estábamos repitiendo boludeces. Una de ellas era que los aplausos de las 21hs. en los balcones demostraban el triunfo de lo colectivo por sobre lo individual, la conciencia de la importancia del Estado después de la larga noche neoliberal. Pero dos días después de escribir aquel editorial comenzaban, a las 21:30, en los balcones de algunos barrios de la ciudad, cacerolazos contra “los políticos” pidiéndoles que se bajen el sueldo. Estos reclamos no son representativos pero tampoco refleja la realidad esas encuestas que hablaban del 93% de apoyo a Alberto. No quiero decir que se hayan propuesto mentirnos. A lo que voy es que son encuestas que no sirven para nada porque el humor social, y máxime en “cuarentena”, es enormemente cambiante.
La otra boludez que se repetía la echó por tierra el propio presidente cuando anunció la extensión del aislamiento hasta el 13 de abril. Allí dijo que era un falso dilema el que se planteaba entre “la vida” y “la economía”. Eso era justamente lo que les comentaba en el editorial de la semana pasada. Queda lindo como slogan decir que defendemos la vida ante todo pero es estúpido pensar que atendiendo la economía estamos descuidando la vida porque la economía también tiene que ver con la vida. De aquí que el gobierno haya lanzado una importante cantidad de medidas para tratar de morigerar el impacto de una crisis económica que puede ser sin precedentes. Y de aquí también que, entiendo, el gobierno haya comprendido que la “cuarentena” no puede extenderse más allá de mediados de abril. No puede porque el país no lo resiste y porque no está claro si el costo social, económico y sanitario de una “cuarentena” extendida en el tiempo continúa siendo menor al costo sanitario que tendría el efecto del coronavirus. ¿Eso transforma al gobierno en un gobierno insensible que se olvida de la vida? No, lo transforma en un gobierno sensato que tiene que decidir tomando en cuenta un montón de variables y que tiene, por supuesto, varias limitaciones, algunas que vienen desde afuera y otras que vienen desde adentro.
Las que vienen de afuera están claras. Se llaman “poder real”. De hecho, horas después de que el presidente apuntara a Paolo Rocca, mágicamente, la agenda mediática dio un vuelco. El problema dejó de ser “la vida” y pasó a ser “la economía”. Así, al otro día ya mandaban al notero a Florencio Varela para encontrar un caso de un señor que diga que no tiene para comer (lo cual era cierto, pero también era cierto una semana antes y nadie le fue a poner el micrófono). Y luego, mientras los canales de TV repetían “todos juntos” como si fuéramos a una guerra, ese poder real cerró filas cuando trascendió que el gobierno podría declarar de interés público el sistema privado en caso de que la pandemia desbordara el sistema público. ¡Todos juntos… pero no entres a mi prepaga! Los periodistas independientes coincidían así, de repente, y de manera independiente, claro, con los intereses del dueño del canal que, en algún caso, es el dueño de una de las prepagas más importantes del país. Como sucedió cuando los bancos le mostraron los dientes, el gobierno tuvo que recular.
Respecto a las limitaciones que vienen de adentro, a la burocracia y a los errores en materia de comunicación que había mostrado el gobierno desde su asunción, ahora se le agregó un error organizativo insólito entre el BCRA, ANSES y el gremio de los bancarios por el cual, el viernes, cientos de miles de personas se agolparon en los bancos pretendiendo cobrar. Se trató mayoritariamente de jubilados, es decir, grupos de riesgo, y los principales inconvenientes estuvieron en el conurbano, justamente, donde todos sabemos que si empieza a circular el virus se puede vivir una catástrofe. Este error se sumó a haber calculado que los 10000 pesos del Ingreso Familiar de Emergencia alcanzarían a 3.600.000 personas cuando, al momento en que escribo estas líneas, ya se habían anotado 11.000.000. ¿Alguien puede explicar esto? 
En aquel momento fue una frase que buscaba contraponerse al desgraciado e inútil gobierno de los CEOS, pero si se pretende ser un “gobierno de científicos”, sea lo que fuera ello, no se puede fallar así. Porque mientras discutimos a Foucault y a Derrida no estamos pudiendo organizar la fila de un banco. En este sentido, si hablamos de inclusión en serio, dejemos de lado discusiones baladíes e incluyamos a los jubilados pagándoles bien y ordenando el modo en que van a cobrar. Eso es inclusión y es una inclusión desde el bolsillo y desde el respeto.
De esta manera, por las imposiciones que vienen “desde afuera” y por las impericias que vienen “desde adentro”, el gobierno culmina una semana recibiendo un cachetazo de la realidad para el cual tiene que tener respuesta inmediata porque es probable que pase mucho tiempo hasta poder mostrar buenas noticias.
Nadie dice que sea fácil pero la única manera de defender al Estado es haciéndolo funcionar bien. Cualquier error en ese sentido deja el terreno fértil para todos aquellos que aun hoy intentan achicarlo pero que luego piden su presencia cuando tienen miedo.
Es imperioso, entonces, para el gobierno, achicar el margen de error porque la sobreexpectativa que ha generado la preventiva y correcta acción de Alberto vendrá en su contra cuando presumiblemente nos encontremos con un pico de la enfermedad. Todo lo que se ha hecho bien hasta ahora y todos los elogios cosechados se echarían por la borda si dentro de un mes estamos igual que España e Italia a pesar de haber hecho un aislamiento de 25 días y el costo lo pagará Alberto. Hay que impedir eso porque se juegan un montón de vidas de manera directa y muchas más de manera indirecta. Pero también porque si el gobierno sale debilitado de este imponderable verá condicionado el resto de su gestión y nos expondrá al regreso recargado y virulento de las expresiones que tanto daño le han hecho a la mayoría de los argentinos.