“El hombre ya no es el hombre encerrado sino el hombre
endeudado” afirmaba el filósofo francés Gilles Deleuze en un brevísimo artículo
del año 1990 titulado “Posdata sobre las sociedades de control”. Allí, lo que
el autor de Mil Mesetas y El Anti-Edipo intentaba significar era
que estábamos ingresando en una era del capitalismo que reemplazaría a las
sociedades disciplinarias por las sociedades de control para inaugurar un nuevo
tipo de subjetividad. Lo que comenzaba a ser una realidad treinta años atrás se
ha efectivizado en las décadas posteriores y probablemente tenga una
aceleración vertiginosa pospandemia. Pero aclaremos mínimamente algunas de las
categorías mencionadas. Cuando se habla de “sociedades disciplinarias” se hace
referencia al término que encontró otro filósofo francés, Michel Foucault, para
describir a las sociedades que se estructuraron hasta bien ingresado el siglo
XX a partir de instituciones disciplinarias como la familia, la escuela, la
universidad, el servicio militar, la fábrica, el hospital, la cárcel, etc. Se
trata de instituciones de encierro donde se cumplían horarios y reglas en un
territorio compartimentado para generar cuerpos dóciles. Pero a partir de las
últimas décadas del siglo XX, si bien estas instituciones no desaparecieron, se
transformaron radicalmente. Por citar algunos ejemplos actuales, el teletrabajo
ha roto completamente la dinámica de trabajo en una fábrica; lo mismo podría
decirse de los hospitales cuando observamos que la medicalización de la vida es
un hecho que no necesita de las cuatro paredes de la institución o cuando
asistimos a consultas vía Skype y recibimos recetas por whatsapp; para
finalizar, digamos que la educación avanza cada vez más hacia la no-presencialidad
y que, en cárceles superpobladas o con riesgos de contagios, los dispositivos
electrónicos en forma de pulseras, etc., permiten tener control sobre el que debe
cumplir una pena.
A priori estos cambios parecen suponer un mayor espacio de
libertad: ¿no es beneficioso poder trabajar o estudiar desde casa y evitar ir a
un hospital? Todo pareciera indicar que sí. Sin embargo, el paso de una
sociedad disciplinaria a una sociedad de control supone una transformación
profunda que merece un análisis más detallado. Volvamos al ejemplo del trabajo.
Después de algunas conquistas básicas, el obrero clásico que iba a una fábrica
trabajaba, digamos, 8 horas en un determinado horario, cumplía una función
específica, tenía vacaciones pautadas, etc. El teletrabajador de hoy, en
cambio, no tiene horario, siempre está a mano de su jefe a través del teléfono
celular y se encuentra sometido a un mercado laboral con exigencias de
productividad enormes. Esto muestra que las instituciones disciplinarias, aun con
su efecto sobre la subjetividad y sobre los cuerpos, estaban acotadas en el
tiempo y en el espacio. Se era “disciplinado” desde el momento en que se
entraba al espacio físico de la fábrica hasta que el obrero se retiraba. Luego
el disciplinamiento cesaba más allá de que probablemente después la persona ingresara
a otra de las instituciones mencionadas. Pero en todo caso había un entrar y un
salir. La sociedad de control, en cambio, actúa todo el tiempo, no permite que
se salga nunca. El teletrabajador debe estar disponible las 24 horas, los 7
días de la semana porque probablemente trabaje por objetivos. Esa
disponibilidad no está vinculada a un espacio físico: puede teletrabajar desde
una computadora en cualquier lugar del mundo pero está “controlado” constantemente.
El vínculo con el control no cesa: siempre se puede estar trabajando, la
formación académica va agregando postítulos al infinito, la medicalización está
presente desde pequeños y en todo momento debemos estar tomando alguna pastilla
porque algo no anda perfectamente, etc. Siempre falta algo. De aquí que Deleuze
indique que en las sociedades disciplinarias había un “sobreseimiento aparente”
que se daba en aquellos momentos en que se pasaba de una institución a otra
pero en las sociedades de control lo que hay es una “moratoria ilimitada”.
A su vez, como decíamos al principio, según Deleuze, estos
cambios van de la mano de una transformación al interior del capitalismo. En
sus propias palabras: “el capitalismo del siglo XIX es de concentración, para
la producción, y de propiedad. Erige pues la fábrica en lugar del encierro,
siendo el capitalista el dueño de los medios de producción (…) En cuanto al
mercado, es conquistado ya por especialización, ya por colonización, ya por
baja de los costos de producción. Pero, en la situación actual, el capitalismo
ya no se basa en la producción (…) Es un capitalismo de superproducción. (…) Lo
que quiere vender son servicios, y lo que quiere comprar son acciones. Ya no es
un capitalismo para la producción, sino para el producto, es decir para la
venta y para el mercado. Así, es esencialmente dispersivo, y la fábrica ha
cedido su lugar a la empresa”.
Dicho esto, podemos comprender mejor la frase con la que
comenzamos: los hombres que durante los siglos XVIII, XIX y parte del XX fueron
moldeados por instituciones disciplinarias fueron “hombres encerrados”. Los
hombres de hoy no están encerrados pero eso no los hace más libres. El hombre
de hoy está controlado por la falta, el incumplimiento que, por definición, no
puede saldarse. Si al hombre encerrado lo identificaba una firma y un número de
documento, al actual lo identifica un número de tarjeta de crédito. Por ello,
el de hoy es un “hombre endeudado”.
A propósito de esto, el sociólogo y filósofo Mauricio
Lazzarato, en su libro La fábrica del
hombre endeudado, advierte sobre el modo en que los Estados nacionales cada
vez adquieren más deuda y cómo ello condiciona sus políticas públicas y su
soberanía. Sin embargo, va un paso más allá y afirma que la idea de “deuda” es,
además, esencial para comprender el proceso de subjetivación que propicia esta
nueva etapa de capitalismo financiarizado. De hecho, Lazzarato, siguiendo a
Nietzsche, afirma que la relación social básica que se establece para
constituir una sociedad no tiene que ver con el intercambio interesado entre
iguales sino con la relación entre acreedor y deudor. Así, Lazzarato denuncia
que nuestra sociedad está estructurada a partir de un origen asimétrico donde
ya había una relación de poder. Según lo indica en la página 37 del libro
citado: “el crédito o deuda y su relación acreedor-deudor constituyen una
relación de poder específica que implica modalidades específicas de producción
y control de subjetividad (una forma particular de homo oeconomicus, el “hombre endeudado”)”.
Ahora bien, desde mi punto de vista, una de las pruebas más
evidentes del modo en que esta lógica acreedor-deudor ha constituido
subjetividades y ha estructurado nuestras sociedades podría observarse en lo
que se conoce como “cultura victimista”, categoría que hemos trabajado aquí en
artículos anteriores desde diferentes aristas. Pero hay una dimensión distinta
sobre la que quisiera enfocarme hoy, esto es: la lógica de la
víctima-victimario también se expresa en términos de acreedor y deudor. Porque
es la presunta víctima la que se posiciona en el lugar del acreedor y le exige
al presunto victimario una deuda que muchas veces se cuantifica económicamente
pero que sobre todo funciona como una deuda moral que, por definición, resulta
eterna e impagable. Las comunidades indígenas que reclaman por tierras o
incluso por probados genocidios ocurridos hace quinientos años se posicionan
frente al victimario como acreedores de una deuda que, en el fondo, no se puede
pagar. Con esto no pretendo negar ningún genocidio ni desacreditar el reclamo a
priori. Simplemente se trata de mostrar un buen ejemplo del modo en que las
deudas infinitas están detrás de muchos de los conflictos actuales, en este
caso específico, el que se da a partir de quienes dicen ser representantes de aquellos
que fueron víctimas reales hace siglos y reclaman una deuda a unos supuestos herederos
que, con aquellos victimarios, apenas si comparten un color de piel y una
religión (aunque a veces ni siquiera eso). Por otra parte, con reclamos que
también pueden rastrearse algunos siglos atrás pero que continuaron teniendo
mucha visibilidad bien entrado el siglo XX, el feminismo y la comunidad negra,
por ejemplo, también exigen a los varones y a los blancos respectivamente una
deuda por injusticias del pasado pero también por privilegios del presente. Y
naturalmente la lista podría continuar con las distintas minorías más o menos
visibles.
La relación acreedor-deudor cuadra perfectamente en la
cultura victimista pues, como el propio Lazzarato recuerda, Nietzsche, en su Genealogía de la moral, nos advierte que
el concepto “Shuld” (culpa), fundamental para la moral, está íntimamente relacionado
con el concepto “Shulden”, esto es, “deudas”, cuyo sentido es más económico y
“material”. De aquí que, por ejemplo, el escritor búlgaro, Tzvetan Todorov en
una entrevista publicada el 11 de junio en letraslibres.com, afirme: “Últimamente el papel de la víctima ha cobrado mucha
relevancia, lo que resulta paradójico. Nadie quiere ser víctima, pero se quiere
pertenecer simbólicamente al grupo de las víctimas, porque eso te abre una especie de línea de crédito infinita,
inagotable. Siempre puedes realizar una reivindicación en nombre de la
injusticia pasada” [el subrayado es mío].
¿Qué es lo que se
observa entonces? Que se produce un vínculo victimario-culpa-deuda que se va a
oponer a la víctima-acreedora para establecer ya no un nuevo contrato social
entre iguales sino una nueva relación de poder asimétrica que pretende moldear
nuevas subjetividades aunque sin salirse del modelo. Quienes son identificados
como el grupo victimario se transforman en culpables esenciales y como lo que
los identifica como victimarios es una identidad (ser blanco, varón, etc.) esa
culpabilidad se transmite generacionalmente incluso a quienes todavía no han
nacido. De aquí se sigue que poseerán una deuda que los afecta hoy pero también
mañana. Y sobre este punto quiero hacer énfasis porque se trata de una
inversión del mismo modelo. No de una alternativa. No hay deconstrucción de la
lógica acreedor-deudor y es por ello que este tipo de reclamos expresado de
esta manera ha encajado muy bien en el contexto de las sociedades de control
del capitalismo financiarizado aun cuando hoy sea una bandera de las
izquierdas. Lo que se ha invertido es quién puede enarbolar su rol de acreedor.
Los grupos que tradicionalmente fueron segregados injustamente y sobre los que
se hacía pesar una deuda injustificada ahora se posicionan en el lugar de
acreedor y reclaman una deuda. En otro momento podremos discutir los límites de
esos reclamos, algunos de los cuales, por cierto, son más que pertinentes pero
si las sociedades continúan estructurándose en la lógica acreedor-deudor,
independientemente de quién esté de cada lado, podrá haber avances y reparaciones
pero también nuevas injusticias y, por lo tanto, nuevos conflictos.
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