En
la última entrega de los premios Martín Fierro, Jorge Lanata fue el gran
ganador. El resultado era esperado pues en estos premios pareciera que el canal
encargado de la transmisión es el que decide a quién premiar con el Oro y en un
contexto donde se busca instalar que el gran problema de los argentinos es el
Estado y el gobierno (anterior), el discurso antipolítico de Lanata es
esencial. Asimismo, después del gran fracaso, en términos de rating, de su
programa “El argentino más inteligente”, la sensación era que el Grupo Clarín
tenía que reivindicar al mascarón de proa que tan útil y funcional fue a la
estrategia política del Multimedios. Pero ya había sido todo un símbolo que,
con el nuevo gobierno, el canal y el periodista hubieran decidido que era momento
de estar al frente de un programa de juegos; era todo un símbolo porque le
están diciendo a la nueva administración y a la Argentina: “Hemos hecho nuestro
trabajo y logramos que se fuera el gobierno que no expresaba nuestros intereses.
Garantizado el gobierno que sí nos representa, podemos dedicarnos a
entretener”. Sin embargo, semejante manifestación cínica y pornográfica de las
razones por las que Lanata fue adquirido por el Grupo Clarín chocaron, en este
caso, con un mal cálculo en lo que refiere al negocio. Dicho de otra manera, el
nuevo programa de Lanata no fracasó porque buscaba meramente entretener (de
hecho, “Periodismo para todos” no era un programa de política sino, ante todo,
un programa de entretenimientos); fracasó porque el público de Lanata quiere
entretenerse, quiere show, pero quiere que ese show y ese entretenimiento se
haga con la política y no con dos o tres zonzos que juegan a los cubos o a
contestar preguntas. Necesitan la espectacularización de la política, una
narrativa novelesca verosímil o inverosímil donde aparezca gente muy mala,
arrepentidos, confesores, héroes y antihéroes. ¿Por qué? Porque este tipo de
programas ha contribuido a generar audiencias deseosas de catarsis, y para que
esto suceda necesitan indignación, imágenes capaces de generar odio. Y aquí se
cierra el círculo lanatesco porque Lanata en sí no entretiene; lo que
entretiene es su odio. Por eso, el Lanata que su audiencia requiere es el que
subió a recibir el Martín Fierro y llamó “imbéciles” a quienes lo chiflaban y
dedicó el triunfo a cada uno de sus enemigos políticos, los cuales,
casualmente, son los mismos enemigos políticos que tiene el Grupo Clarín.
El
fenómeno del discurso del odio como forma de catarsis colectiva no es para nada
novedoso. De hecho existen reflexiones al respecto en todos aquellos pensadores
que se encontraron frente al fenómeno de la súbita aparición de las masas en el
ámbito público desde principios del siglo XX y hasta el propio Aristóteles se dedicó
a pensar el modo en que el Teatro, al producir catarsis, resulta terapéutico para
los espectadores. Sin embargo, quien mejor grafica este fenómeno del odio
catártico es George Orwell en su novela 1984.
Como
usted bien sabe, Orwell ejerce una profunda crítica al régimen soviético y al
comunismo describiéndolos como creadores de Estados policiales, Estados
cooptados por una dictadura de Partido que, en nombre de la colectivización, no
dudará en perseguir cualquier atisbo de crítica. Más allá de la figura
enigmática de El Gran Hermano que todo lo observa pero que nunca es visto, la
novela se constituye a partir de un conjunto de ideas entre las que
destacaremos la de los “Dos Minutos de Odio”.
La
historia transcurre en Oceanía, que no es otra cosa que uno de los bloques en
los que se ha dividido un mundo que se encuentra en una suerte de guerra
constante. En un principio, Oceanía está en guerra con Eurasia y, a su vez,
tiene “enemigos interiores” que se sintetizan en un personaje que la novela no aclara
hasta qué punto resulta tan mítico como El Gran Hermano: Goldstein. Éste sería
judío, habría formado parte del Partido y luego, según las autoridades del
mismo, lo habría traicionado. Él era el enemigo número uno del pueblo y en él
se sintetizaba todo aquello capaz de dañar a la población. De aquí que el
Partido implementara diariamente la práctica de los “Dos Minutos de Odio”, que
no era otra cosa que un ejercicio obligatorio de catarsis colectiva donde los
individuos vertían toda su bronca fanática contra el enemigo. El ejercicio de
los “Dos Minutos de Odio” implicaba que en las “telepantallas”, que podían
funcionar como una TV que vierte contenidos pero también como una cámara de
seguridad para controlar a los sujetos, se transmitieran imágenes de Goldstein
y un resumen de su pensamiento.
“Los
programas de los Dos Minutos de Odio variaban cada día, pero en ninguno de
ellos dejaba de ser Goldstein el protagonista. Era el traidor por excelencia,
el que antes y más que nadie había manchado la pureza del Partido. Todos los
subsiguientes crímenes contra el Partido, todos los actos de sabotaje,
herejías, desviaciones y traiciones de toda clase procedían directamente de sus
enseñanzas. En cierto modo, seguía vivo y conspirando”. (Orwell, 1984, Uruguay, D.U.S.A, pp.16-17)
Mientras
la telepantalla ofrecía las palabras y el rostro de Goldstein para ser
repudiado, la edición mostraba, por detrás, a Cristina Kirchner, perdón, quise
decir, al ejército de Eurasia con toda su violencia y, sobre todo, con toda su
“otredad” asiática.
“Lo
horrible de los Dos Minutos de Odio no era el que cada uno tuviera que
desempeñar allí un papel sino, al contrario, que era absolutamente imposible
evitar la participación porque era uno arrastrado irremisiblemente. A los
treinta segundos no hacía falta fingir. Un éxtasis de miedo y venganza, un
deseo de matar, de torturar, de aplastar rostros con un martillo, parecían
recorrer a todos los presentes como una corriente eléctrica convirtiéndole a
uno, incluso contra su voluntad, en un loco gesticulador y vociferante”. (Orwell,
1984, Uruguay, D.U.S.A, pp.18-19)
La
construcción del enemigo interno posee una triste historia en nuestro país,
historia de asesinatos, desapariciones y torturas. Y en la era democrática, ese
enemigo, ese objeto de odio, fue variando con la ayuda sistemática de los
medios masivos de comunicación. La estigmatización de determinados grupos
sociales en el contexto de un mapa mediático altamente concentrado ha sido una
constante y, en los últimos años, el ataque al gobierno kirchnerista, que
estuvo, a partir de 2008, enfrentado con las grandes corporaciones mediáticas,
se realizaba generando en la audiencia un clima asfixiante que provocaba una
verdadera “intoxicación de información”. Más allá de que a usted le haya
gustado más o menos la larga década kirchnerista, no podrá desconocer el modo
en que los grupos económicos dueños de los medios de comunicación ofrecían de
manera constante sus “Dos Minutos de Odio” que, en muchos casos, llegaba a las
“Veinticuatro horas de Odio”. La histeria alcanzaba tal punto que había
ciudadanos que, en un sentido literal, no podían escuchar hablar a la
presidenta sin gritarle groserías a la TV. La demonización de la militancia, la
cual, una vez más, podrá haber cometido todos los errores que usted le quiera
adjudicar, pero de ninguna manera recibió trato imparcial, fue otro de los
ejercicios sistemáticos de la construcción del enemigo y del odio. Y en esto es
central el alcance y la capacidad de repetición, ventaja sideral con la que
contaban los medios privados frente a la potencia que pudiera tener algún
programa con línea editorial afín al gobierno que también entendía que la
repetición era parte de la disputa de agenda.
En
este sentido, valga este pasaje de la novela: “(…) lo extraño era que, a pesar
de ser Goldstein el blanco de todos los odios y de que todos lo despreciaran, a
pesar de que apenas pasaba día –y cada día ocurría esto mil veces- sin que sus
teorías fueran refutadas, aplastadas, ridiculizadas, en la telepantalla, en las
tribunas públicas, en los periódicos y en los libros…a pesar de todo ello, su
influencia no parecía disminuir”. (Orwell, 1984,
Uruguay, D.U.S.A, p. 17)
Al
momento de escribir estas líneas, el gobierno de Macri lleva cinco meses en la
administración y, sin embargo, los medios hegemónicos siguen hablando
obsesivamente de los funcionarios y los símbolos de la administración anterior
casi como una ofrenda a una audiencia que se había acostumbrado a hacer
catarsis. Esto muestra que la construcción del enemigo a odiar funciona aun
cuando el enemigo no tenga potencia e incluso cuando el enemigo tal vez haya
dejado de existir o de ejercer la influencia que alguna vez tuvo. De hecho,
como sucede con Goldstein, inventar un enemigo es funcional aun cuando haya
buenas razones para suponer que es una ficción o un fantasma. Porque como bien
saben los señores que construyen a partir del odio, lo importante de las
guerras no es que terminen sino que continúen, en lo posible,
indefinidamente.
1 comentario:
muy bueno Dante, interesante analisis y ajustado a la realidad
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