Algunos meses atrás, la Organización mundial de Turismo
informó que durante el 2017, hubo 1322 millones de turistas circulando por el
mundo, esto es, un 7% más que el año anterior. Esa enorme masa de hombres y
mujeres gastó 1,22 billones de dólares. Asimismo, cabe mencionar que Europa
recibió a poco más de la mitad de los turistas del mundo y que fue, junto a
África, el continente que más creció respecto a 2016. En el último lugar de la
lista, Sudamérica, con solo el 3% de crecimiento, fue la región más rezagada.
Expongo estos números para tomar cierta magnitud de la
importancia que el turismo está teniendo para la economía mundial pero quisiera
detenerme en un aspecto que no suele ser tan trabajado y que responde al
turismo como un modo de vida, como un símbolo de los valores posmodernos. Es
que en la figura del turista se condensa una nuevo tipo de identidad y toda una
concepción del mundo.
Para desarrollar esto, recordemos que ya por 1996, el
sociólogo polaco Zygmunt Bauman, utilizaba, entre otras, la figura del turista
para contraponerla a la resignificación que la modernidad había hecho del
peregrino clásico.
En otras palabras, Bauman entendía correctamente que la
problemática de la identidad seguía siendo el gran eje de nuestros tiempos, pero
resulta evidente que la respuesta que da la posmodernidad a esta problemática es
diferente a la que pudiera dar el romanticismo europeo allá por el siglo XVIII frente
a la prepotencia cosmopolita y universalizante del iluminismo que despreciaba
lo local y lo personal. En la modernidad, se trataba de lograr una
perdurabilidad, una estabilidad; se buscaba construir una vida según una
narrativa con un fin claro y un sendero recto. Cada paso cobraba sentido como
dirigido hacia esa meta: árbol genealógico, trabajos estables, misma ciudad,
casa de familia, posesión del bien. En la posmodernidad, la necesidad de
identidad persiste pero ahora se trata de cómo lograr que no se nos adose, cómo
lograr tener múltiples y obsoletas identidades: ruptura de los vínculos, inestabilidad
laboral, nomadismo cool, juventud
extendida, entrar y salir de todo (como quien consume un servicio).
Si bien la idea del peregrino es anterior y está asociada a
lo religioso, bien puede usarse para representar el modo en que la modernidad pensaba
la identidad. Porque el peregrino es el que ha abandonado su morada para
dirigirse hacia una promesa de estar mejor, sea por la salvación eterna, sea
por el ideal racionalista del progreso ilimitado. La estructura es la misma con
Dios o con La Razón como destinos, algo que ya había denunciado el filósofo
alemán Friedrich Nietzsche cuando nos hacía comprender que matar a Dios para
poner allí otra causa final de las cosas que le diera sentido a todo era
continuar con el mismo esquema. Desde el punto de vista del peregrino moderno,
el presente es un tránsito hacia algo mejor y ese algo mejor es una guía. En
este sentido la temporalidad como promesa del futuro deseado, guía al espacio,
le da un sentido, un orden. Nos dice que hay un adelante y un atrás, un avanzar
y un retroceder. También nos dice que para alcanzar ese objetivo hace falta un
sacrificio presente y es natural que esto nos haga acordar a los discursos de
las políticas de ajuste que afirman que estamos mal pero vamos bien, que habrá
que esforzarse hoy para que mañana estemos mejor, que hay oscuridad pero a lo
lejos se ve la luz del final del túnel.
A este peregrino como emblema de la modernidad, Bauman
contrapone cuatro figuras que representarían el espíritu de época de la
identidad posmoderna: el paseante, el vagabundo, el jugador y el turista. Al
igual que sucedía en la modernidad, el paseante posmo sale al ámbito público
para tener experiencias encontrándose con extraños, siendo él mismo un extraño
y su paseo se puede resumir en una serie de episodios que empiezan y terminan
en sí mismos. Sin embargo, en tiempos en el que lo público se transforma en el
lugar de la “inseguridad”, habría que agregar que los paseos se realizan cada
vez más en barrios cerrados o son paseos de compra, cuando no meramente
virtuales, gracias a prótesis tecnológicas que podemos utilizar desde nuestros
hogares.
En cuanto al vagabundo, la modernidad nunca lo toleró porque
esencialmente el vagabundo es el que no tiene morada, ni meta, ni amo. Pero la
posmodernidad resignificó al vagabundo, le puso un amo e hizo de la ausencia de
morada y de la inestabilidad una virtud. Así, la pauperización de nuestro día a
día y de nuestros proyectos de vida son presentados como un asunto de moda, es
decir, se los juzga desde un criterio estético. No podemos comprar inmuebles,
ni pagar los alquileres; cambiamos de trabajo porque nos echan o porque la
empresa cierra pero no se trata de las consecuencias de un modelo económico
sino de una “tendencia de jóvenes mucho más flexibles y despreocupados que sus
padres”.
La tercera figura, la del jugador, viene al caso porque en
todo juego hay indeterminación, un final abierto. La modernidad no permitía
eso. Había una construcción, un proyecto y toda una serie de instituciones de
protección que no garantizaban el éxito pero cobijaban lo suficiente para que
éste sea posible. Hoy hay reglas para cada partida. No existe el gran juego. En
todo caso el mundo es el gran juego donde reina la incertidumbre y el tiempo se
divide en pequeñas partidas en las que priman reglas diferentes, casi siempre
impuestas desde afuera, claro.
Por último, el turista es, desde mi punto de vista, la
categoría que mejor describe el tipo de identidades de estos tiempos
posmodernos. El turista tiene una finalidad pero es una finalidad inmediata,
siempre provisoria, porque lo que busca son experiencias y en su lógica de
nuevas experiencias cada vez necesita más, más intensas y más diferenciales. Es
el turista que va a Europa y recorre 14 ciudades en 21 días pero luego cree que
tiene que ir a Tailandia y luego a New York y que si fue hasta allí no se puede
perder Washington, etc. A diferencia del peregrino para el cual el camino tiene
un sentido en tanto tránsito necesario hacia una meta futura generalmente
mediata, para el turista, esto es, para aquel que glorifica el aquí y del
ahora, todo tránsito es intrascendente y se reduce al costo que se debe pagar
por el disfrute de la nueva experiencia inmediata.
Pero lo interesante, además, de este vivir al modo turista, es
que reúne muchas de las características antes mencionadas y se aplica a los
diferentes aspectos de nuestras vidas que la posmodernidad nos invita a
flexiblizar. Una vida de turista no necesita un trabajo estable ni comprarse
una casa porque la identidad no está dada por la estabilidad sino por las
experiencias atomizadas cada vez más fugaces. El turista sueña con quedarse a
vivir en la primera ciudad que conoce, pero al otro día sueña con quedarse a
vivir en la nueva ciudad que conoce y así sucesivamente hasta que se da cuenta
que su fantasía es vivir una vida nómade, algo que en general se logra gracias
a un buen pasar que, en general, depende del apoyo económico de los padres.
Porque, hay que decirlo, es más fácil vivir posmodernamente como turista cuando
tus padres te compraron una casa. Pero lo cierto es que los millennials y centennials encuentran una razón de ser, una identidad, en este
modo turista de vivir la vida. Se trata de una identidad low cost; una identidad a la que más que el check in le preocupa, sobre todo, el check out.
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