domingo, 12 de agosto de 2018

Vivir como turista: las nuevas identidades low cost (publicado el 9/8/18 en Disidentia.com)


Algunos meses atrás, la Organización mundial de Turismo informó que durante el 2017, hubo 1322 millones de turistas circulando por el mundo, esto es, un 7% más que el año anterior. Esa enorme masa de hombres y mujeres gastó 1,22 billones de dólares. Asimismo, cabe mencionar que Europa recibió a poco más de la mitad de los turistas del mundo y que fue, junto a África, el continente que más creció respecto a 2016. En el último lugar de la lista, Sudamérica, con solo el 3% de crecimiento, fue la región más rezagada.

Expongo estos números para tomar cierta magnitud de la importancia que el turismo está teniendo para la economía mundial pero quisiera detenerme en un aspecto que no suele ser tan trabajado y que responde al turismo como un modo de vida, como un símbolo de los valores posmodernos. Es que en la figura del turista se condensa una nuevo tipo de identidad y toda una concepción del mundo.
Para desarrollar esto, recordemos que ya por 1996, el sociólogo polaco Zygmunt Bauman, utilizaba, entre otras, la figura del turista para contraponerla a la resignificación que la modernidad había hecho del peregrino clásico.
En otras palabras, Bauman entendía correctamente que la problemática de la identidad seguía siendo el gran eje de nuestros tiempos, pero resulta evidente que la respuesta que da la posmodernidad a esta problemática es diferente a la que pudiera dar el romanticismo europeo allá por el siglo XVIII frente a la prepotencia cosmopolita y universalizante del iluminismo que despreciaba lo local y lo personal. En la modernidad, se trataba de lograr una perdurabilidad, una estabilidad; se buscaba construir una vida según una narrativa con un fin claro y un sendero recto. Cada paso cobraba sentido como dirigido hacia esa meta: árbol genealógico, trabajos estables, misma ciudad, casa de familia, posesión del bien. En la posmodernidad, la necesidad de identidad persiste pero ahora se trata de cómo lograr que no se nos adose, cómo lograr tener múltiples y obsoletas identidades: ruptura de los vínculos, inestabilidad laboral, nomadismo cool, juventud extendida, entrar y salir de todo (como quien consume un servicio).           
Si bien la idea del peregrino es anterior y está asociada a lo religioso, bien puede usarse para representar el modo en que la modernidad pensaba la identidad. Porque el peregrino es el que ha abandonado su morada para dirigirse hacia una promesa de estar mejor, sea por la salvación eterna, sea por el ideal racionalista del progreso ilimitado. La estructura es la misma con Dios o con La Razón como destinos, algo que ya había denunciado el filósofo alemán Friedrich Nietzsche cuando nos hacía comprender que matar a Dios para poner allí otra causa final de las cosas que le diera sentido a todo era continuar con el mismo esquema. Desde el punto de vista del peregrino moderno, el presente es un tránsito hacia algo mejor y ese algo mejor es una guía. En este sentido la temporalidad como promesa del futuro deseado, guía al espacio, le da un sentido, un orden. Nos dice que hay un adelante y un atrás, un avanzar y un retroceder. También nos dice que para alcanzar ese objetivo hace falta un sacrificio presente y es natural que esto nos haga acordar a los discursos de las políticas de ajuste que afirman que estamos mal pero vamos bien, que habrá que esforzarse hoy para que mañana estemos mejor, que hay oscuridad pero a lo lejos se ve la luz del final del túnel.        
A este peregrino como emblema de la modernidad, Bauman contrapone cuatro figuras que representarían el espíritu de época de la identidad posmoderna: el paseante, el vagabundo, el jugador y el turista. Al igual que sucedía en la modernidad, el paseante posmo sale al ámbito público para tener experiencias encontrándose con extraños, siendo él mismo un extraño y su paseo se puede resumir en una serie de episodios que empiezan y terminan en sí mismos. Sin embargo, en tiempos en el que lo público se transforma en el lugar de la “inseguridad”, habría que agregar que los paseos se realizan cada vez más en barrios cerrados o son paseos de compra, cuando no meramente virtuales, gracias a prótesis tecnológicas que podemos utilizar desde nuestros hogares.
En cuanto al vagabundo, la modernidad nunca lo toleró porque esencialmente el vagabundo es el que no tiene morada, ni meta, ni amo. Pero la posmodernidad resignificó al vagabundo, le puso un amo e hizo de la ausencia de morada y de la inestabilidad una virtud. Así, la pauperización de nuestro día a día y de nuestros proyectos de vida son presentados como un asunto de moda, es decir, se los juzga desde un criterio estético. No podemos comprar inmuebles, ni pagar los alquileres; cambiamos de trabajo porque nos echan o porque la empresa cierra pero no se trata de las consecuencias de un modelo económico sino de una “tendencia de jóvenes mucho más flexibles y despreocupados que sus padres”.
La tercera figura, la del jugador, viene al caso porque en todo juego hay indeterminación, un final abierto. La modernidad no permitía eso. Había una construcción, un proyecto y toda una serie de instituciones de protección que no garantizaban el éxito pero cobijaban lo suficiente para que éste sea posible. Hoy hay reglas para cada partida. No existe el gran juego. En todo caso el mundo es el gran juego donde reina la incertidumbre y el tiempo se divide en pequeñas partidas en las que priman reglas diferentes, casi siempre impuestas desde afuera, claro.
Por último, el turista es, desde mi punto de vista, la categoría que mejor describe el tipo de identidades de estos tiempos posmodernos. El turista tiene una finalidad pero es una finalidad inmediata, siempre provisoria, porque lo que busca son experiencias y en su lógica de nuevas experiencias cada vez necesita más, más intensas y más diferenciales. Es el turista que va a Europa y recorre 14 ciudades en 21 días pero luego cree que tiene que ir a Tailandia y luego a New York y que si fue hasta allí no se puede perder Washington, etc. A diferencia del peregrino para el cual el camino tiene un sentido en tanto tránsito necesario hacia una meta futura generalmente mediata, para el turista, esto es, para aquel que glorifica el aquí y del ahora, todo tránsito es intrascendente y se reduce al costo que se debe pagar por el disfrute de la nueva experiencia inmediata.
Pero lo interesante, además, de este vivir al modo turista, es que reúne muchas de las características antes mencionadas y se aplica a los diferentes aspectos de nuestras vidas que la posmodernidad nos invita a flexiblizar. Una vida de turista no necesita un trabajo estable ni comprarse una casa porque la identidad no está dada por la estabilidad sino por las experiencias atomizadas cada vez más fugaces. El turista sueña con quedarse a vivir en la primera ciudad que conoce, pero al otro día sueña con quedarse a vivir en la nueva ciudad que conoce y así sucesivamente hasta que se da cuenta que su fantasía es vivir una vida nómade, algo que en general se logra gracias a un buen pasar que, en general, depende del apoyo económico de los padres. Porque, hay que decirlo, es más fácil vivir posmodernamente como turista cuando tus padres te compraron una casa. Pero lo cierto es que los millennials y centennials encuentran una razón de ser, una identidad, en este modo turista de vivir la vida. Se trata de una identidad low cost; una identidad a la que más que el check in le preocupa, sobre todo, el check out

           

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