Han pasado apenas horas después
de uno de los episodios más conmocionantes desde la recuperación de la
democracia y tenemos la suerte de que el asesinato de CFK sea, en este momento,
un mal sueño y, en todo caso, una hipótesis contrafáctica. Efectivamente, hoy
podemos ponernos a pensar “qué hubiera pasado si…” porque afortunadamente no
pasó y en ese ejercicio también podemos encontrar algunas explicaciones de lo
que está pasando.
Primeramente, algo de coyuntura.
No podemos decir que esta aberración haya sido el corolario natural de una
escalada pero en los hechos se transforma en el episodio que da corte a un
escenario que se originó con la puesta en escena del fiscal Luciani quien, en
capítulos y como si fuera una serie de Netflix, trasladó al lenguaje jurídico
todos sus prejuicios antiperonistas para concluir lo que muchos antiperonistas
piensan, esto es, que el peronismo es una gran asociación ilícita. A esto le
siguió la respuesta mediática de CFK y el natural apoyo de un sector de la
militancia que transformó el barrio de la recoleta en una especie de santuario.
Con el eje puesto en CFK, la interna cambiemita hizo el resto y obligó a
Rodríguez Larreta a sobreactuar para transformarse en un halcón del orden antes
que una paloma de la negociación. La torpeza de las vallas ofreció la
provocación que faltaba y finalmente todo se tuvo que solucionar con una
conversación y un acuerdo entre kirchnerismo y Ciudad. Mientras se paralizaba el
país durante semanas, La Nación+ hacía de Luciani el héroe de las señoras del
Bien y C5N azuzaba con una pueblada que no llegaba y una vigilia que aguardaba
no se sabe qué. Insistimos: ¿de esta escalada se seguía un intento de
asesinato? No. Hubo momentos de tensión social muchísimo peores en los últimos
años y afortunadamente nunca sucedió algo así.
Teniendo en cuenta el contexto de
lo ocurrido en las últimas semanas, el segundo aspecto que debería resaltarse
es que aunque el sistema democrático argentino, desde el 83 hasta ahora, ha
demostrado robustez para salir adelante en momentos muy difíciles, la sensación
que queda, después del intento de asesinato de CFK, es de extrema fragilidad. Hasta
que no avance la investigación no sabremos si se trató del intento de un crimen
político organizado o de la acción de un “Eróstrato solitario” pero lo más
dramático es, justamente, que aún en esta última hipótesis, la estabilidad de
la democracia argentina estuvo y está “a un loco del abismo” y allí demuestra
una debilidad preocupante incluso más que si se tratara de un crimen político
organizado porque locos y Eróstratos sueltos hay a la vuelta de la esquina.
Por supuesto que esto tiene que
ver con la potencia de la figura de CFK, pero más que nunca se percibió que la
estabilidad de la Argentina puede terminar dependiendo de un demente y/o
marginal. Porque, seamos honestos, si esa bala hubiera salido se habría
desatado en la Argentina un proceso de violencia cuyo alcance resulta
desconocido. ¿O ustedes qué creen que hubiera pasado el día después del
eventual asesinato de CFK? ¿Qué forma habría adoptado la movilización
multitudinaria del viernes? Los incidentes y los hechos de violencia se darían
por descontado y la única duda estaría en quiénes serían el blanco de los
mismos y por cuánto tiempo perdurarían. ¿Imaginan lo que sucedería entre la
multitud y la policía de la ciudad? ¿Cuántos muertos contaríamos y cuántos
muertos resistiría un gobierno debilitado y esta democracia que tanto costó
consolidar? ¿Qué sucedería con los que la multitud interpreta como principales
propagadores del odio contra CFK? ¿Ustedes suponen que Alberto Fernández tendría
la espalda para ponerle freno a la pueblada? Incluso hasta podría darse que la
multitud arremeta contra el propio gobierno en tanto no se siente representado
por éste y en tanto puede cargarle responsabilidades por eventuales errores en
la protección de la actual vicepresidenta. Una muestra se observó el viernes en
la plaza. Nadie estaba allí para apoyar al gobierno. La gente estaba allí para
apoyar a CFK incluso contra el propio gobierno del cual forma parte, militando
logros del pasado, “los tiempos en que fuimos felices” y que ya no son.
Señalar este aspecto de la
fragilidad institucional en la que estamos viviendo me resulta mucho más
interesante porque es lo que va a perdurar después de la hojarasca de los días
previos al intento de asesinato y después de que nos recuperemos del estado de
shock en el que hemos quedado como sociedad.
Sin embargo, lo que se discutirá
en las próximas semanas será otra cosa. Efectivamente, como ya se observa, todo
girará en torno a los responsables “indirectos” de la acción. Allí empezará un
sinfín de pases de facturas entre un oficialismo que hablará de los tan de moda
“lenguajes de odio” y una oposición que dirá que todo empezó con “la grieta”
impulsada por el kirchnerismo. El archivo y los memes harán su trabajo y después
de un tiempo razonable todos los intervinientes en el debate seguirán pensando
lo mismo que pensaban antes, lo cual, claro, encaja bien con lo que llamaríamos
“un debate inútil”.
En este escenario bien cabe
recordar que es una mala idea, además de una afirmación falsa, indicar que el “odiador”
siempre es el otro. “Yo soy la democracia y los derechos humanos porque ellos
son la dictadura y el odio” se parece bastante a “Yo soy la República y la
bandera Argentina porque ellos son los populistas que dividen”. En
otras palabras, decir que nosotros somos buenos y ellos son malos, se parece
bastante a la idea de Luciani de que todo lo que huela a kirchnerismo es parte
de una asociación ilícita. ¿Qué convivencia democrática se puede plantear si, para
los antiperonistas, los K son malos porque son ladrones y, para el
kirchnerismo, los antikirchneristas son malos porque son “odiadores”? Claro que
podemos decir que “la derecha mata” porque sobran los ejemplos históricos de
cómo la derecha mata, pero también la izquierda mató y mata, y también hay
mucho discurso de odio en las nuevas tendencias progresistas que denominan,
paradójicamente, “lenguaje de odio” a cualquier cosa haciéndonos creer que es
lo mismo un neonazi que un tipo que ose poner en tela de juicio los modos en
que se intenta combatir el cambio climático.
Asimismo, no hay duda de que los
discursos públicos de los últimos años, propagados por políticos, periodistas e
incluso sectores de la justicia, crean el caldo de cultivo para que sujetos
“desequilibrables” se desequilibren. Sin embargo, establecer una conexión
causal en sentido fuerte entre esos discursos y una acción particular es por lo
menos discutible. En todo caso, si fuera tan directa la conexión no se explica
cómo tras casi 15 años de grieta feroz es la primera vez que esto sucede. En
este sentido, si se me permite una segunda hipótesis contrafáctica, imaginemos
que pasara algo similar con Macri. ¿Qué sucedería en ese caso? ¿Habrá que
reconocer que el que produce asesinos no es necesariamente el lenguaje del
odio? ¿Habrá que reconocer que hay también lenguaje del odio del otro lado?
¿Fue el lenguaje de odio del propio Bolsonaro el que en forma de cuchillo se
clavó en su abdomen durante la anterior campaña?
Quizás lo que haya que terminar
aceptando es que se vive en un clima violento en general, tal como percibe
cualquiera que salga a la calle. La gente vive mal, angustiada, indignada.
Cualquier chispa enciende un conflicto: una mala maniobra en el tránsito, un
golpe involuntario en un transporte público, alguien que tose, un comentario…,
cualquier cosa puede encender una batalla campal tal como vemos a diario. Los
factores para explicar ese fenómeno son múltiples y pueden incluir desde las
desigualdades económicas pasando por la falta de sentido de comunidad hasta los
efectos psicológicos de la pandemia. Hay una violencia que está atravesando las
comunidades, no solo de Argentina, y que se la puede observar en un discurso de
un partido de derecha como en un discurso a favor del veganismo. Esto no
significa que haya algo intrínsecamente violento en los grupos mencionados sino
que muestra que la sociedad es violenta y eso es algo que la derecha entiende
mejor que la nueva izquierda, aquella que considera que la violencia siempre la
ejercen los demás, y que, cuando la realidad le resulta incómoda, la deja de
lado para ponerse a darnos lecciones de moralidad en el plano del deber ser.
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