El triunfo contundente del
“Rechazo” al texto emanado del proceso constituyente en Chile, sorprendió no
solo a quienes no siguen de cerca el día a día de la realidad social y política
del país trasandino sino a las propias fuerzas políticas intervinientes y a los
analistas nacionales e internacionales. Es que se daba por descontado que si un
80% de los chilenos se había pronunciado en 2020 a favor de cambiar la constitución,
el camino del nuevo texto constitucional tendría los consensos, la espalda y la
legitimidad suficiente. Sin embargo, no fue el caso y aunque los que impulsaban
el “Apruebo”, entre ellos la fuerza liderada por el presidente Gabriel Boric,
suponían que una derrota era posible, el 62% a 38% resultó un golpe fenomenal.
En este mismo espacio, hace poco
más de un año, planteábamos algunas dudas de lo que podría llegar a suceder una
vez que se conoció el perfil ideológico de los componentes de la Asamblea
Constituyente. Así, mientras las perspectivas progresistas se excitaban
hablando de paridad, gente común, golpe a la derecha y a los partidos
tradicionales, horizontalidad, indigenismo, etc., desde aquí hacíamos algunas
advertencias que, en buena medida, se transformaron en realidad algunos meses
después.
En aquel momento planteábamos que
una posibilidad era que se avanzara en la línea del nuevo constitucionalismo
social detrás de lo que pudieran ser las últimas reformas constitucionales de
Venezuela, Ecuador y Bolivia sumando la tan de moda política identitaria woke que por aquellos años no tenía
tanta presencia en Latinoamérica. Al igual que en los países mencionados,
podría pensarse que esta constitución tenía como finalidad resolver el problema
de la desigualdad y el déficit de representación para ciertos sectores de la
sociedad. Sin embargo, ese tipo de constituciones corre el peligro de plantear
ambiciones tan lejos de lo posible, (y hasta de lo deseable, a veces), que se
transforman rápidamente en letra muerta o una nostalgia de lo que jamás sucedió
establecida para justificar la posibilidad de la indignación constante que tan
bien le sienta a algunos grupos.
Asimismo, esta tradición surge de
una clara desconfianza a la política ordinaria, aquella que sanciona las leyes
del día a día y que tiene la versatilidad y la dinámica que una constitución no
puede ni debe tener. Si bien hay buenas razones para esa desconfianza, lo
cierto es que una constitución no puede responder a todas las necesidades,
máxime en tiempos donde nuevas necesidades surgen por doquier. Pero digamos que
parece haber una suerte de fetichismo de la constitución, la idea de que la
nueva constitución es capaz de resolver todos los problemas, independientemente
de la política del día a día que se juega en el ámbito ejecutivo y legislativo.
Lo cierto es que si la
constitución vigente sancionada en 1980 es la constitución “pinochetista” que
representa el experimento neoliberal de los “Chicago Boys” (más allá de que
desde aquella fecha hasta ahora ha sufrido 257 modificaciones en sus artículos),
el texto que acaba de ser rechazado es una suerte de experimento progresista
rebosante de idealismo y buenas intenciones pero ajeno a la voluntad popular y
a la realidad chilena. Del experimento social de economistas liberales al
experimento social de sociólogos de izquierda.
Nótese que el texto sometido a
votación fue presentado como “La constitución con más derechos” o “La
constitución más progresista del mundo”. Se trata de 388 artículos donde a una
sociedad que legalizó el divorcio en 2004 se le proponía aborto legal, salud pública universal, paridad de
género en el gobierno, sindicatos empoderados, autonomía para comunidades
indígenas, derechos para los animales y garantía de acceso a una vivienda digna,
al agua, a la educación, a internet, al aire limpio, a un sistema previsional
que reemplace el de capitalización individual, etc.
Se
trata de metas que en general parecen difíciles de rechazar y que, sin embargo,
derivó en un 62% que dijo “No”, número que deviene más importante si se toma en
cuenta que hubo una participación record de alrededor del 80%, casi el doble de
la participación que hubo al momento de elegir a los constituyentes (43%). Es
sintomático también observar que el “Apruebo” obtuvo casi los mismos votos que
obtuviera Boric en una elección donde votó algo más de la mitad de los chilenos,
lo cual muestra que ese 30% que no concurrió a votar en aquellas elecciones
presidenciales pero sí lo hizo en éstas, votó por el “Rechazo”.
Desde
el oficialismo, como suele hacer el progresismo cada vez que el resultado de
una elección no es el esperado, se le echó la culpa a las fake news. El argumento es el de siempre: si ganan los nuestros, es
el pueblo iluminado y liberado el que ha interpretado correctamente dónde está la
verdad y la bondad; si ganan los otros, es que la mentira y la maldad han
podido manipular a una masa de idiotas tiktokeros alienados.
Lo cierto es que más allá de la
desinformación que es propia de todo proceso electoral, no solo fueron los
sectores conservadores los que se opusieron sino también sectores de la
izquierda y del socialismo. Al mismo tiempo, casi nadie defiende la
constitución del 80 con sus reformas, al punto que hasta la derecha avanzó en
un compromiso hacia una nueva constitución. Entonces todos acuerdan en que debe
haber una nueva pero también acuerdan en que no puede ser la propuesta.
Y no se trata solo del aborto,
que en general es un tema que divide a las sociedades en mitades sino de, entre
otras tantas cosas, el pretender que Chile se convierta en una entidad
plurinacional. Todos sabemos que hay antecedentes en Bolivia y Ecuador y que a
lo largo del mundo hay distintos tipos de leyes que otorgan grados de autonomía
a las comunidades indígenas (que en Chile suponen alrededor de un 13% de la
población) pero aquí se avanzaba hacia unos márgenes que abren una serie de
interrogantes en torno a la posibilidad de un pluralismo jurídico que entre en
tensión con la unidad nacional y la propiedad de los recursos naturales, un
aspecto sensible para los países latinoamericanos y para cualquier plan de
desarrollo. Quedará para otra nota profundizar en la romantización del
indigenismo que opera en sectores de la progresía a nivel mundial, aquella que
infantiliza a los pueblos originarios como lo hicieron buena parte de los
conquistadores, y que los presenta como los “buenos salvajes rousseaunianos”
que vivían en armonía con la naturaleza, organizados bajo estructuras
horizontales donde hombres y mujeres eran iguales, lejos de la maldad que llegó
de la mano del hombre blanco. Que la historia muestre otra cosa, esto es,
historias de luchas, violencia, verticalismo, sacrificios, sojuzgamientos sobre
los miembros de la propia comunidad y sobre otras comunidades a nadie le
importa. ¿Eso supone justificar los despojos o las condiciones de indigencia en
las que muchas de esas comunidades viven por un Estado que a veces los margina?
No. Pero tampoco parece que la mejor manera de colaborar con su visibilización
sea subirse acríticamente a una reescritura falsa de la historia.
Llegando al final, digamos que la
cantidad de buenas intenciones del texto era proporcional a la irresponsabilidad
con la que se hizo una lista ideal desde un deber ser marcado por una ideología
que, cuando choca con la realidad, prefiere acomodar la realidad a sus
creencias antes que revisar las mismas. De hecho, el texto parece confundir una
constitución con un plan de gobierno o, lo que es peor, con una propuesta
electoral que, por definición, está repleta de promesas incumplibles. La
ajenidad del texto es tal que incluso los espacios políticos que abogaban por
el “Apruebo”, algunos días antes de la elección, firmaron un compromiso de
reformar el texto aun en el caso de que el Sí a la reforma hubiera prosperado.
Es que una cosa es el maravilloso mundo del texto ideal y otra es la realidad
de hacerse cargo de un gobierno. Este acuerdo incluía, entre otras cosas,
respecto a la plurinacionalidad: que las consultas indígenas, el consentimiento
previo de las comunidades, las autonomías territoriales y el pluralismo
jurídico deben subsumirse a los intereses soberanos y las leyes del Estado
nacional y sus compromisos con tratados internacionales, etc; y respecto a los
derechos sociales, se garantizaba que tanto en lo que respecta a pensiones,
como a prestaciones de salud y educación, el sistema estatal podrá coexistir con
prestadores privados, lo cual incluye, entre otras cosas, continuar con el
sistema de pensiones privadas para ir, en todo caso, a un sistema mixto.
El experimento progresista de un
texto que, por momentos, derivaba en un idealismo amateur y que pretendía
reemplazar el experimento social de la constitución neoliberal de Pinochet,
chocó con la realidad. Lejos de lo que dijera en Twitter el flamante presidente
de Colombia, Gustavo Petro, cuando afirmara, minutos después de saberse el
resultado, “Revivió Pinochet”, el “Rechazo” sumó votos transversalmente incluso
en sectores de izquierda que buscan un cambio pero bastante diferente al
propuesto. De hecho, el “Rechazo” ganó en las 16 regiones, incluyendo Santiago,
el bastión del presidente, y solo triunfó en un “lugar” muy particular: los
votantes chilenos en el extranjero. Efectivamente, una constitución para un
país que solo es votada por los que no viven en el país. Todo un símbolo.
Las profundas desigualdades que
derivaron en un estallido social algunos años atrás, han abierto una verdadera
caja de Pandora en un Chile que, para muchos, era “modelo”. No parece haber
vuelta atrás en la idea de avanzar hacia una nueva constitución pero un texto
que preocupado por atomizadas minorías olvida que también debe ser el texto de
las mayorías, ha demostrado, al menos por ahora, estar condenado al fracaso.
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