“Tiene todo el pasado por delante”. La frase corresponde a Jorge
Luis Borges y es mencionada por Adolfo Bioy Casares en su diario de
conversaciones y anécdotas con el autor de El
Aleph. Para ser más preciso, la frase fue pronunciada el 6 de mayo de 1952
cuando ambos conversaban acerca de un artículo escrito por el filósofo
Francisco Romero y publicado en la Revista argentina Sur donde el autor afirmaba que las operaciones esenciales de las
actividades humanas eran unir y separar. Allí fue que Borges indicó: “Es un
presocrático. Tiene todo el pasado por delante”. Transcurridos los años se le
adjudica a Borges haber utilizado la frase contra el peronismo para afirmar “Los
peronistas tienen todo el pasado por delante”. Con todo, si bien es probable
que Borges pensara eso del peronismo, no hay prueba alguna de que haya
formulado la frase tal como se ha popularizado y como se desprendiera de la
primera enunciación de 1952. Pero más allá de este detalle que poco importa
aquí, y más allá de quién acabe siendo el sujeto de la oración, la idea de
tener todo un pasado por delante abre la posibilidad de múltiples
interpretaciones y servirme de una de ellas es lo que haré a continuación.
Puntualmente quisiera partir de los episodios de derribo de
estatuas y la cancelación de referentes de la historia estadounidense, europea y,
por qué no, mundial, que se viene produciendo desde un tiempo a esta parte y
que dieron lugar a lo que aquí llamé “Ministerio de la Retroactividad”. Me
referí de esta manera para mostrar la sutil diferencia con el famoso Ministerio
de la Verdad de George Orwell. Como ustedes recordarán, en la novela 1984 había un Ministerio de la Verdad
cuya función era modificar el pasado para acomodarlo a las necesidades
presentes del Partido. Sin embargo, en la actualidad ocurre algo que no es
exactamente lo mismo. Por supuesto que hay intentos vergonzantes de reescritura
del pasado con fines políticos pero sobre todo hay otro fenómeno que es todavía
más potente: el de juzgar retroactivamente. En otras palabras, el acento está
puesto en la creación de un nuevo canon moral que pueda aplicarse al pasado
para juzgarlo con las categorías ad hoc
del presente tal como se observa cuando se llama la atención sobre el racismo
existente en muchos de los que hasta hace poco ostentaban estatuas o formaban
parte de los planes de estudios universitarios. Lo que se busca es recortar el
pasado, descontextualizarlo e inmovilizarlo. No se trata tanto de adecuarlo al
presente y menos aún de comprenderlo; se
trata de aislarlo para dejarlo quieto y juzgarlo.
A propósito de esto, recordé un libro de Eduardo Agualusa
publicado en 2004 cuyo título ya dice demasiado: El vendedor de pasados. Hijo de colonos portugueses nacido en Angola,
Agualusa nos habla de Félix Ventura, un albino vendedor de pasados que ha
creado una clientela exclusiva de empresarios, políticos, generales y miembros
destacados de la burguesía angoleña. Por distintas razones todos tenían, o al
menos pretendían, un futuro promisorio. Lo que les faltaba era un pasado que
esté a la altura de las circunstancias.
Con toques de Borges pero, sobre todo, del realismo mágico del
escritor colombiano Gabriel García Márquez, Agualusa crea una historia en la
que el personaje principal es capaz de traficar memorias, vender un árbol
genealógico falso e inventar mitos familiares y lazos de sangre apócrifos según
lo requiera el interesado. Ventura trataba de satisfacer a todos los clientes
incluso quienes pedían un nuevo bautismo y una identidad completamente nueva si
bien, por supuesto, cada pedido tenía su precio.
“Éste es su abuelo paterno, Alexandre Torres dos Santos Correia de
Sá e Benevides, descendiente en línea directa de Salvador Correia de Sá e
Benevides, ilustre carioca que en 1648 liberó Luanda del dominio holandés (…)
Si quiere todavía puedo buscarle otro abuelo. Puedo conseguirle documentos que
prueben que usted desciende del mismo Mutu Ya Kevela, de N’Gola Quiluange e
incluso de la misma reina Ginda”.
Naturalmente, ya que alguien va a pagar un pasado nuevo es natural
que busque antepasados que de alguna manera lo vinculen a una historia heroica.
Sin embargo cabe destacar, al menos a manera de anécdota, el caso de un cliente
que había amanecido sin su cara y acudía desesperadamente a Ventura. En un
confuso episodio, amaneció con un rostro distinto porque su verdadera cara
había sido retirada gracias a un grupo de vándalos que había utilizado las
bondades de la cirugía estética. Este hombre sin cara o, para decirlo con
propiedad, con una cara que no le pertenecía, se acerca angustiado al vendedor
de pasados ofreciendo “una verdad imposible” a cambio de “una mentira vulgar y
convincente”. La historia es por demás curiosa porque el hombre al que le
despojaron de su rostro se había dado cuenta que ahora gozaba de la libertad e
impunidad que le permitía su nueva condición. De aquí que le hiciera a Ventura
un pedido particular: “En fin, lo que pretendo es que me consiga lo contrario
para lo que habitualmente le contratan. Quiero que me dé un pasado humilde. Un
hombre sin brillo. Una genealogía oscura e irrefutable. Debe de haber tipos
ricos, sin familia y sin gloria, ¿no? Me gustaría ser uno de ellos”.
La venta de pasados puede ser la nueva etapa que sobrevenga al
Ministerio de la Retroactividad y una buena forma de escapar de él. Quizás incluso
suponga la creación de un Ministerio del Pasado con su respectivo Ministro del
Pasado y con escritores y magos ocupando secretarías y cargos. Eso no lo
sabemos. Lo cierto es que si vamos a ser juzgados por leyes impuestas ad hoc, será necesario, entonces,
crearnos un pasado ad hoc. ¿A cuánto
cotizaría ser parte de un árbol genealógico que muestre que nuestra sangre se
compone de, digamos, 5 siglos de gente luchando por aquello sobre lo cual, nos
dicen, tenemos que luchar hoy? Quizás incluso podríamos hacer una inversión
para que un vendedor de pasados “pruebe” que somos herederos del primer hombre
que fue políticamente correcto hace miles de años. Las posibilidades son
infinitas y el pasado que cada persona pueda ostentar dependerá de las leyes
del mercado, la ideología, el grupo de pertenencia, etc.
Ahora bien, para concluir quisiera enfatizar en un aspecto más. Me
refiero a que desde Tomás Moro, o incluso desde República de Platón, pensamos en las utopías como modelos de
transformación que sirven como guía hacia el futuro: planteamos un modelo de
sociedad ideal para saber cómo transformar la actual de aquí en más. Asimismo
también sabemos que el devenir de la civilización y los temores creados por las
enormes transformaciones ocurridas desde fines del siglo XIX, generaron un
sinfín de material literario de género distópico desde S. Butler y Zamiatin
pasando por Huxley y Orwell hasta Dick y Ballard, por citar algunos. Dicho esto
podemos preguntarnos si lo aquí descripto se enmarca en este escenario de
disputa entre utopías y distopías. Y la respuesta es que en un sentido parece
ofrecer una novedad porque las grandes utopías han caído en desuso y los
discursos distópicos de catástrofes por venir perduran pero la gran lucha hoy es
por el pasado. En otras palabras, las utopías y las distopías disputan el
futuro pero aquí estamos disputando el pasado. En todo caso, podría decirse que
las utopías ya no miran al futuro porque son utopías del pasado. El horizonte
no está adelante sino atrás. Los jóvenes son invitados a cambiar el pasado
antes que a transformar el futuro. Prefieren ser las víctimas reales o
ficticias del ayer antes que ser los líderes del mundo del mañana. El ímpetu
juvenil por cambiar algo se sostiene pero toda esa indignación está dirigida a
cambiar el pasado; pretenden ser los protagonistas de la revolución que nunca
ocurrió; son jóvenes que tienen un futuro promisorio de pasado; son los jóvenes
que tienen todo el pasado por delante.
Si usted tiene hijos o está pensando en tenerlos debe tener en
cuenta este fenómeno. De hecho, no casualmente, en la tarjeta de presentación
que el vendedor de pasados, Félix Ventura, otorgaba a sus clientes podía
leerse: “Asegure a sus hijos un pasado mejor”.
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