Se
sospecha que la felicidad es una impostura. Al menos eso es lo que está
sucediendo después de haber notado durante décadas que toda persona pública
estaba obligada culturalmente a tener apariciones donde se la viese espléndida,
alegre y bien predispuesta. Una estrella siempre tenía que brillar para hacer brillante
a la marca que la auspiciaba y para instalar que a través de ese consumo hay un
acceso directo a la felicidad. Sin embargo, cada vez son menos las publicidades
que muestran gente feliz por consumir un producto. La razón es que el paradigma
ha virado notablemente en los últimos años. Hoy vende menos el héroe que el
antihéroe y Superman debe ir al
psicoanalista; el presunto marginal es más celebrado que el que se adecua al establishment. Es la era de los
vulnerables.
Efectivamente,
basta con revisar azarosamente las publicaciones de los usuarios en redes
sociales para observar un fenómeno que se confirma cuantitativamente: las
emociones negativas generan más interacciones y hoy la interacción virtual es
la principal fuente de autoestima. El relato de un padecimiento, relevante o
trivial, atrae mucho más que una publicación donde se informa acerca de un acto
meritorio o una buena noticia. En otras palabras, la historia a contar ya no es
la del exitoso sino la del presuntamente discriminado porque el que ganó debe
esconder algo. En todo caso le permitimos ser el ganador si antes se demuestra
que lo hizo gracias a una historia de superación. De la tiranía del vernos bien
y felices pasamos a la obligación de mostrarnos vulnerables para poder ser
acreedores y exigir una deuda. Las mujeres con cuerpos esculturales están
obligadas a mostrar que tienen acné y “100 gramos de más” porque la vulnerabilidad
da un halo de protección mucho más fuerte que el photoshop; los varones musculosos
muestran sus abdominales pero aclaran que todo es parte del sacrificio y del
esfuerzo para demostrar que pertenecen al reino de los mortales vulnerables;
etc. La lista puede seguir hasta el infinito.
Sin
embargo, como se puede inferir de estos ejemplos, denunciar la impostura de una
vida pública de felicidad generalmente asociada al consumo, ha producido un
cambio meramente cosmético pues se ha atacado al objeto de consumo y no a la
lógica consumista. Dicho de otra manera, la forma de oponerse al consumismo de
la alegría es consumir padecimientos. Nos oponemos a consumir felicidad pero no
nos oponemos a seguir consumiendo. Si no hay lugar para la impostura de lo alegre,
al menos que haya espacio para consumir la impostura de lo triste.
A
propósito de esta temática que hemos desarrollado en este espacio desde
diferentes aristas, recordé un artículo del crítico cultural británico, Mark
Fisher, publicado en 2013 bajo el título “Exiting the Vampire Castle” (“Salir
del Castillo del Vampiro”). Desde el punto de vista del marxismo clásico,
Fisher critica la persecución y la censura que imponen las nuevas izquierdas
identitarias y su rol fuertemente moralizador y amonestador incluso sobre
quienes son parte de la clase obrera. Justamente advirtiendo que el reemplazo
de la clase obrera por las identidades múltiples es una operación liberal,
Fisher afirma que esto se da en un clima cultural, al que él refiere como “El
castillo del Vampiro”, en el que el mercado sigue intacto. Solo que ahora es un
“mercado del sufrimiento” donde se consumen vulnerabilidades y donde lo que
importa es poder echarle la culpa al otro. Dice Fisher:
“El Castillo del Vampiro
se especializa en propagar la culpa. Está impulsado por un deseo clerical de
excomulgar y condenar, un deseo académico-pedante de ser el primero que sea visto
apuntando un error y un deseo hipster de ser parte del grupo de moda. El
peligro de atacar el Castillo del Vampiro es que puede parecer como si –y hará
todo lo posible para reforzar este pensamiento- uno también estuviese atacando
las luchas contra el racismo, el sexismo, el heterosexismo. Pero lejos de ser
la única expresión legítima de tales luchas, el Castillo del Vampiro se puede
entender mejor como una perversión burguesa-liberal y una apropiación de la
energía de estos movimientos (…)
El Castillo del Vampiro
se alimenta de la energía, las ansiedades y vulnerabilidades de los jóvenes
estudiantes, pero más que nada vive a través de la conversión del sufrimiento
de grupos particulares –mientras más “marginales” mejor- en capital académico.
Las figuras más alabadas en el Castillo del Vampiro son aquellos que avizoraron
un nuevo mercado del sufrimiento –aquellos que pueden encontrar un grupo más
oprimido y subyugado que cualquier otro previamente explotado se encontrarán a
sí mismos promovidos en sus rangos bastante rápido”.
El texto de Fisher es muy
interesante porque muestra las tensiones existentes al interior de lo que
podríamos llamar el pensamiento de izquierda en la actualidad. Allí se llama a
salir de la lógica identitaria para evitar la atomización, se invita a
recuperar la noción de clase social y se advierte que los miembros del Castillo
del Vampiro son “pequeñoburgueses” competitivos cuyo vínculo entre sí no es la
solidaridad sino el miedo a ser ellos mismos los próximos en ser escrachados y cancelados.
De hecho, el ensayo comienza con un Fisher contando apesadumbrado que está
pensando en abandonar Twitter por los ataques moralizadores que han padecido,
desde las izquierdas, amigos y artistas insospechados de ser de derechas.
Algunos años después,
sumido en una fuerte depresión, Fisher acabaría suicidándose y de esa manera
nos privó de sus agudas observaciones independientemente del hecho de que se
pueda o no estar de acuerdo con la totalidad de las mismas.
Con todo, dejó un espacio
a partir del cual cabe preguntarse qué tipo de subjetividades está construyendo
este mercado del sufrimiento y si efectivamente esta lógica no acaba
vampirizando a los verdaderamente vulnerables esencializándolos en su condición
y sometiéndolos a una dinámica perversa de competencia. De hecho, siguiendo con
la metáfora propuesta por Fisher es posible unir dos elementos. Por un lado, el
que surge de la viejas historias de vampiros en las que una manera de poder
descubrirlos era exponerlos frente a un espejo porque ellos no se reflejaban. Por
otro lado, el que tiene que ver con que, curiosamente, el objeto por
antonomasia que está vinculado a nuestra identidad es el espejo. La unión de
estos dos elementos plantea la posibilidad de que estemos frente a una gran
paradoja porque puede que cuando los vampiros se paren frente a un espejo en el
Castillo se lleven una sorpresa en tanto no se encontrarán con la ausencia de su
imagen. Más bien, por el contrario, encontrarán, en el reflejo, su imagen rígida,
eterna e inconmovible de vulnerabilidad como si la identidad fuera un ancla
inmodificable, una fatalidad antes que un proyecto.
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