En los últimos días, distintos medios han planteado, como una
forma de crítica al gobierno nacional, que la cuarentena en Argentina va camino
a transformarse en la más larga del mundo. Naturalmente ninguno de los que lo
afirma se ha puesto a comparar qué tipo de confinamiento existe aquí y en otras
partes del planeta pero como título logra ser impactante más allá de que, con
un poquito de maldad, alguien podría advertir que no hay cuarentenas más largas
que otras porque todas duran, por definición, cuarenta días.
Lo cierto es que al momento de escribir estas líneas, el
gobierno estaría pronto a anunciar una extensión del confinamiento hasta el 7
de junio y, según los trascendidos, al menos en el AMBA, la extensión podría
llegar a ser incluso más rigurosa ante el evidente aumento de los casos.
Llegados a este punto existe una verdadera encrucijada para
el gobierno porque aun si liberase al resto del país, la caja de resonancia
mediática está en AMBA y, además, pequeño detalle, el movimiento de la economía
depende, en un porcentaje muy alto, de lo que suceda en Ciudad de Buenos Aires
y Provincia. Si fue difícil ingresar en el confinamiento, está siendo más
difícil salir de él.
En líneas generales, los conflictos que se dan en Argentina y
en el resto del mundo tienen que ver con la tensión entre libertad y seguridad
o, para plantearlo en otros términos, la tensión entre un enfoque paternalista
del Estado y una mirada más liberal que hace énfasis en la responsabilidad
individual de los ciudadanos.
En la práctica, en el gobierno argentino, ha prevalecido una
lógica paternalista y, en todo caso, una vez establecido un marco de
restricciones generales, comenzó, de a poco, a liberar medidas que dependen de
la responsabilidad individual. Porque, en los hechos, sin responsabilidad
individual no hay medida tomada por el gobierno que pueda ser efectiva. Es
decir, si liberamos para hacer una salida recreativa con chicos y la gente se
va a comer asado con amigos sin el distanciamiento social u organiza un torneo
de fútbol barrial, no habrá manera de contener el virus.
De hecho, nadie del gobierno lo puede decir pero en la medida
en que fueron pasando los días, evidentemente la policía fue haciendo la vista
gorda ante eventuales violaciones a la restricción. Está muy bien que así sea:
las medidas buscan disuadir a un número razonable de personas. Habrá un
porcentaje que no acatará nunca y no hay recursos materiales ni humanos en el
Estado como para controlar eso. Para decirlo con un ejemplo, recuerdo la
pregunta de un periodista al presidente: “¿la salida recreativa de una hora se
puede dividir en dos salidas de media hora? ¿Y quién va a controlar eso?”. Cómo
el presidente y quienes lo rodeaban no respondieron con vehemencia ante
semejante pregunta es digno de admiración pero la respuesta debió ser: “Claro
que nadie puede controlar eso. ¿Vos querés que ponga un policía con cronómetro
que siga a cada chico? ¿Querés que haga eso en los denominados “barrios
populares” también? Y si lo hago, ¿vas a aplaudir la medida o vas a decir que
nos hemos transformado en un estado policial que persigue a los chicos?
Volviendo a lo conceptual, esta tensión entre libertad y
seguridad, en este caso, asociada ya no al enemigo invisible del terrorismo,
como sucede en Europa y Estados Unidos, o a “la inseguridad”, como sucede en
Latinoamérica, sino a “la salud”, no se puede definir en términos absolutos y
varía según el grado de terror que padezca la sociedad: a mayor conmoción
social, mayor posibilidad de aumento del control en nombre de la seguridad y
mayor predisposición de los ciudadanos a ceder espacios de libertad. Porque si
no existiera “la inseguridad”, ¿hubiéramos aceptado la imposición de cámaras en
las calles? ¿Si no existiera el miedo al coronavirus, avalaríamos sin más que
nos midan la temperatura o bajarnos una app
con geolocalización para que sepan dónde estamos y con quién?
Pongo casos concretos porque, justamente, los dilemas se
plantean en casos concretos. Es que es muy fácil predicar a favor de la
libertad desde los libros y la comodidad de mi casa pero teniendo
responsabilidad de gobierno y recursos limitados yo tengo que actuar. Entonces,
¿qué hago? ¿Libero todo y permito que el fin de semana largo la gente se vaya a
la playa? ¿O cierro todo hasta que se vaya el virus y me expongo a que el
confinamiento se rompa de facto? Evidentemente, la solución no puede ser
extender el confinamiento indefinidamente del mismo modo que a nadie se le
ocurriría prohibir el sexo para controlar el VIH ni el uso de automóviles para
evitar las 7000 muertes anuales que Argentina tiene por accidentes de tránsito.
Ahora bien, las marañas normativas o la continua
actualización de las normas no ayudan a su cumplimiento aun cuando, con buen
tino, nos explican que la situación es dinámica. No puede ser que yo pueda ir a
comprar un churrasco todos los días, pero si quiero entrar a una juguetería o
pasear a mi hijo me tenga que fijar el número de DNI y si es día impar y/o fin
de semana. Entiendo que complicando tanto las cosas se busca disuadir pero
cuando las normas resultan irracionales o de imposible cumplimiento hay un
incentivo grande a pasarles por encima. Lo mismo podría decir de unas medidas
que hasta este momento no han sido confirmadas pero que, según los rumores,
supondrían la cancelación de la tarjeta SUBE para todo aquel que no sea
trabajador esencial. Sin dudas debe haber buena voluntad en quien idea tales
medidas pero está olvidando que quien hoy se sube a un colectivo en la
provincia de Buenos Aires no lo hace para ir al shopping de Palermo a pasear
sino que lo hace porque está desesperado, necesita laburar y no tiene auto
propio. Además, dejar el poder de policía en el colectivero augura conflicto
multiplicado exponencialmente. ¿Se imaginan cómo termina una situación en la
que alguien necesitado de ir a laburar sube al colectivo, pone su tarjeta, el
lector se la rechaza y el colectivero le dice “tenés que bajarte”? Sí, yo
también me lo imagino. Lo mismo para otra medida que se impondría y que indica que
habría que pedir turno a través de una app
para poder viajar en tren. ¿La gente no tiene para morfar y vos me pedís un
código QR para que me siente en un tren en el cual se suele viajar como el orto
y al cual le debo sumar el miedo a enfermarme y morirme? Exímanme de comentario
alguno, por favor. Insisto, al momento de escribir estas líneas, las medidas
mencionadas no han sido confirmadas. Ojalá, entonces, se busquen alternativas y
no se lleguen a implementar.
Más allá de esta crítica, quiero decir que también es
atendible la posición de quienes tienen responsabilidad de gobierno, y en esto
incluyo al gobierno nacional, a los gobernadores y a los intendentes de todos
los colores políticos. Porque el confinamiento solo se puede extender con guita
y guita no hay; y si los muertos suben el costo político lo pagarán ellos. O
sea toda la ciudadanía los va a putear: si cierran porque cierran y si abren
porque abren.
Entonces sobre este punto quiero centrarme en estas líneas
finales porque más allá de este difícil equilibrio entre libertad y seguridad,
o entre miradas paternalistas y miradas que depositan la confianza en la
responsabilidad individual, está el hecho de que vivimos en sociedades
fragmentadas y complejas donde lo único que hay en común es que todos creen
tener algo de qué quejarse. Se quejan los de más de 70 años; los que viven
solos y no pueden ver a la pareja; los que viven con mucha gente y ya no se
soportan; los pobres que le reclaman todo al Estado como si los recursos fueran
infinitos; la clase media que quiere pagar menos impuestos pero también quiere
un Estado que la proteja; los ricos que se quejan de la emisión pero viven de
los subsidios estatales; los que trabajan desde la casa; los que tienen que ir
a trabajar; los que no trabajan; los padres separados; los que tienen hijos
chicos; los que tienen hijos más grandes; los que tienen abuelos; los del rubro
tal; los del otro rubro; el que vendía no sé qué; las profesiones liberales;
los emprendedores de la cerveza artesanal; los periodistas que tienen sobrinos;
los que sacaron crédito por el sistema UVA asumiendo el riesgo que no quisieron
asumir otros, pero ahora quieren que les congelen las tasas; los inquilinos;
los propietarios; los alumnos que creen que tener derecho a la educación es que
les aprueben las materias y que les den el título; los docentes que dicen que
trabajan mucho; los médicos porque son expuestos; los mismos médicos porque no
reciben pacientes con otras patologías; las madres progres porque la salud
psíquica de su “niñe” está en peligro si no va a la plaza a interactuar con
“otredades”.
Todos reclaman con la misma vehemencia como si todo reclamo
valiese lo mismo y como si todos los reclamos tuvieran que resolverse de manera
urgente. “Mi” derechito, “mi” vidita es la que importa y el Estado tiene que
responderme porque yo y mi sectorcito somos lo más importante.
A
este clima de época, sumémosle, entonces, la tensión extra que supone una
pandemia. No sé si tendremos la cuarentena más larga del mundo pero, evidentemente,
no es un buen momento ni para gobernar ni para vivir en este maldito planeta
tierra.
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