Epidemiólogos,
infectólogos, virólogos, médicos en general se han transformado en referencias
recurrentes en los tiempos de pandemia. La mayoría de ellos constituyen comités
de expertos convocados por los gobiernos al momento de tomar decisiones. Cada
uno de los lectores tiene las herramientas para poder identificar a qué país le
ha ido mejor y cuánta responsabilidad le cabe a cada gobierno de modo que mi
intención no es adentrarme allí. Más bien me interesa pensar cómo, por la
aparición repentina de un virus, prácticamente la totalidad de la población del
mundo se vio obligada a cambiar sus hábitos y a aceptar acciones impuestas por los
expertos que rodean a los gobiernos de un modo que jamás podíamos imaginar. De
repente, en nombre de la salud y más allá del confinamiento obligatorio, debimos
aceptar que se nos tome la temperatura para ingresar a un local de compras o en
medio de una carretera; que existan certificados de inmunidad capaces de abrir
la puerta a una jerarquía social que distinga “los inmunes” de los “no
inmunes”; que aplicaciones a las cuales tenemos que brindarles nuestra
geolocalización nos indiquen por qué calle ha transitado un apestado y nos
limite la circulación si los apestados somos nosotros, etc. Si bien buena parte
de esta información ya la brindábamos voluntariamente a empresas como Google o
Facebook, la novedad es que estas nuevas formas de control se hacen en nombre
de la salud de la población y de la recomendación de “los expertos” que
levantan el dedo y nos dicen qué debemos hacer. Claro que estos expertos que
comenzaron a manejar nuestras vidas no son los expertos de la economía o de
otras disciplinas sociales sino los médicos. El fenómeno no es nuevo. Tampoco
son nuevas las advertencias que podemos hacer.
La
medicalización de la vida
Fue el filósofo francés
Michel Foucault el que, sumando elementos para desarrollar las nociones de
biopolítica y biopoder, esto es, las formas de ejercicio de poder que tienen
por objeto la vida biológica del hombre, trató de articular los diferentes
estudios de historiadores acerca del origen de la medicina tal como la
conocemos hoy día. Su interés estaba en mostrar lo que él llamó “la
medicalización de la vida”. ¿Por qué? Porque para Foucault, un estudioso de las
formas de constitución de la subjetividad, el poder se ejerce a través del
proceso de normalización de individuos y poblaciones. Y en este proceso, la
medicina, al menos desde el siglo XVIII, ocupa un rol central. La
“medicalización de la vida”, entonces, refiere a la función política de la
medicina, al modo en que su saber se va extendiendo hasta ámbitos que
trascienden lo estrictamente médico para convertirla en un saber central del
control social de los Estados modernos.
Para desarrollar algo
más este punto, me serviré de un breve artículo de Foucault denominado
“Nacimiento de la medicina social”.
La discusión que está de
fondo gira en torno a cuándo comenzó la “medicina social”, esto es, en qué
momento de la historia la medicina dejó de ocuparse de los cuerpos individuales
para ocuparse de “lo social”. Si bien hay quienes ubican a la medicina social
como emergiendo en la década del 40 del siglo pasado, Foucault indica que esto
es un error pues hacía dos siglos ya que el paradigma liberal había puesto el
énfasis sobre las poblaciones en general.
Las
etapas de la medicina social
Foucault entiende que
el desarrollo del biopoder asociado a la medicina social atravesó tres etapas a
partir del siglo XVIII: la medicina de Estado, la medicina urbana y la medicina
de la fuerza de trabajo.
La primera etapa se dio
hacia finales del siglo XVIII en Alemania de la mano de la aparición de “la
Ciencia del Estado”. A la administración pública le interesaba el cuerpo de los
individuos en tanto que su conjunto constituía el Estado y frente a los
conflictos económicos, políticos y territoriales, una Ciencia del Estado debía
tener un control de su población. Alemania constituyó así una “policía médica”
cuya función era obtener un sistema completo de registro que además de las
tasas de natalidad y mortalidad, hacía énfasis en la observación de la morbilidad
y los fenómenos epidémicos. Además se quitó a las universidades y a la corporación
de médicos la decisión sobre el tipo de formación y los títulos, pasando todo a
manos del Estado; se generó una organización administrativa para controlar la
actividad de los médicos y se nombraron funcionarios médicos por región.
La segunda etapa, la de
la medicina urbana, se desarrolló en Francia hacia fines del siglo XVIII de la
mano de, justamente, el vertiginoso proceso de urbanización que sentó las bases
de lo que es hoy París. El hacinamiento, las masas de pobres que comenzaban a
aparecer alrededor de las fábricas, las epidemias y el extrañamiento que
suponía una forma de vida que nada tenía que ver con la vida rural, generaba
nuevos focos de conflictos. Según Foucault, la burguesía, que todavía no se
alzaba con el poder formal, propició y perfeccionó para esta época el modelo de
la peste que se venía utilizando desde la Edad Media.
En realidad, para ser
más precisos, desde la Edad Media había dos grandes modelos: el de la lepra y
el de la peste.
El de la lepra era una
medicina de la exclusión, porque se separaba al individuo para darle salud al
resto. El leproso era enviado a un lugar alejado para mantener a salvo a los
sanos. Sin embargo, el modelo de la peste que se perfeccionó a partir del siglo
XVIII era una medicalización que no excluía sino todo lo contrario: se trataba
de distribuir a los enfermos, individualizarlos, clasificarlos y vigilarlos
controlando constantemente su estado de salud. Había que incluirlos pero para
controlarlos. Se trataba, ni más ni menos, que el modelo de medicalización a
través del formato de la cuarentena. Y en tiempos de covid-19 estoy casi
obligado a citar la descripción que Foucault hace de las cuarentenas
medievales:
1) “Todas
las personas debían permanecer en casa para ser localizadas en un lugar determinado.
Cada familia en su hogar y, a ser posible, cada persona en su propio aposento.
Nadie debía moverse.
2) La
ciudad debía dividirse en barrios a cargo de una autoridad especialmente
designada (…) De este jefe dependían los inspectores, que debían recorrer las
calles durante el día o permanecer en las esquinas para verificar si alguien
salía de su vivienda (…) Se trataba (…) de un sistema de vigilancia
generalizada (…)
3) Estos vigilantes (…) debían presentar un
informe detallado (…) Se empleaba, por tanto (…) también un sistema de centralización
de la información.
4) En
todas las calles por donde pasaban [los inspectores] pedían a cada habitante
que se asomara a una determinada ventana a fin de verificar si seguía viviendo
(…). El hecho de que una persona no apareciera en la ventana significaba que
estaba enferma [o que había muerto].
5) Se
procedía a la desinfección casa por casa”.
Si cambiamos al
inspector que nos pedía que saliéramos a la ventana por la app que te descargas
en el teléfono y te mide la temperatura, notaremos que no hay demasiados
cambios.
En cuanto a la tercera
etapa que menciona Foucault, la de la medicina de la fuerza de trabajo, ésta se
desarrolló en Inglaterra, el país de la revolución industrial, donde resultaba
imperioso ejercer un control social sobre los pobres y los trabajadores. Hacia
fines del siglo XIX, los conflictos sociales tenían como protagonistas a los
obreros y las condiciones paupérrimas a las que se veían sometidos los pobres
se transformaba en una amenaza social, política y sanitaria para las clases
acomodadas. Se lanza una “ley de los pobres” por la cual el Estado se hace
responsable de la salud de las clases menos aventajadas y, al mismo tiempo,
según Foucault, se establece un mecanismo de control sobre esas poblaciones que
incluye registros de vacunación, epidemias y enfermedades, localización de
lugares insalubres, etc.
En este sentido, no es
casual que hubiera reacciones y revueltas contra el control médico. Incluso desde
sectores religiosos se abogó por el derecho a morir y a enfermarse según el
propio deseo y el destino sin intervención alguna del Estado.
La
tiranía de los médicos
A propósito, y para
graficar, cabe citar la novela del inglés Samuel Butler, Erewhon, publicada en 1872, es decir, justo en el momento al que Foucault
hacía referencia. Más allá de la propuesta de su novela, antecesora de las
grandes distopías del siglo XX, Butler realiza una crítica potente al espíritu
victoriano. Lo hace a partir de las posibilidades literarias que le otorga
imaginar una civilización que estaría aislada más allá de las montañas.
En esta particular
civilización, los feos eran sacrificados y enfermarse era castigado penalmente
porque el enfermo es un individuo que no logra realizarse, supone una carga
económica para el Estado y es un riesgo para el resto de la sociedad. En la
página 136 de la edición de Akal de 2012, por ejemplo, podemos encontrar la
sentencia de un juez frente al caso de un “tuberculoso reincidente”:
“Me
aflige ver a alguien tan joven y con tan buenas perspectivas en la vida
rebajado a esta condición penosa a causa de su constitución, que únicamente
cabe considerar como maligna. Sin embargo, su caso no es uno en el que haya que
mostrar compasión, no es éste su primer delito: ha llevado usted una vida
criminal […]. Se le condenó a usted el año pasado por bronquitis aguda y ahora
que tiene usted veintitrés años, ha pasado por la cárcel en no menos de catorce
ocasiones por enfermedades más o menos odiosas”.
Sin embargo, lo que más
interesa a los fines de esta nota es que existe una segunda razón por la cual
padecer una enfermedad en Erewhon es castigado por la ley. Se trata de una
razón política vinculada a la posibilidad de una “tiranía de los médicos”. En
el veredicto recién mencionado el mismo juez lo expone:
“Pero
independientemente de esta consideración e independientemente de la culpa
física que acompaña a este grave delito suyo, hay otro motivo por el cual no
deberíamos mostrar clemencia, aunque nos sintiésemos inclinados a ello. Me
refiero a la existencia de ciertos hombres que permanecen escondidos entre
nosotros a los que llaman médicos. En caso de que se relajase el rigor de la
ley o de la opinión pública tan solo un poco, estas personas descarriadas, que
se ven obligadas ahora a trabajar en secreto y a las que solo corriendo un gran
riesgo se puede consultar, pasarían a frecuentar los domicilios, su
organización y su conocimiento íntimo de los secretos familiares les daría tal
poder político y social que no se podría resistir. El cabeza de familia estaría
subordinado al médico, que interferiría entre marido y mujer, amo y sirviente,
hasta que el poder de la nación recayera únicamente en manos de los médicos y
todo aquello que apreciásemos estuviese a su disposición”.
Las palabras del juez
resumen lo dicho hasta aquí y expresan el sentimiento de, al menos, una parte
de la Inglaterra de fines del siglo XIX, aquella que ya advertía el control
social que suponía una medicina cuya pretensión era ir mucho más allá de su
ámbito de incumbencia.
De todo lo expuesto,
naturalmente, no debe inferirse un llamado a renunciar a los avances de la
ciencia y menos aún supone desconocer el modo en que la medicina, que siempre
es social, nos ha mejorado la vida a todos. Tampoco pretendo decir que el
Estado es un monstruo malo o caer en grandes teorías conspirativas. Para ello
ya alcanza con las hipótesis de los antivacunas o con los que sostienen que el
covid-19 es una creación artificial lanzada para justificar el ingreso a una
etapa de capitalismo autoritario.
Se trata simplemente de
advertir que en nombre de la salud también hay control social y que debemos ser
conscientes de ello al momento de determinar cuánto estamos dispuestos a ceder
en pos de nuestra tranquilidad. No hay en este sentido ningún manual y los
límites se corren todo el tiempo según las circunstancias. En todo caso, lo que
sí puedo decir es que es una buena noticia que los gobiernos se rodeen de
expertos pero los expertos están lejos de ser infalibles, especialmente cuando
pretenden ir mucho más allá de su parcializado saber. Sin menospreciar la
dificultad que supone diagnosticar y actuar sobre un cuerpo individual para
brindarle salud, extrapolar ello al cuerpo social es un error enorme y, sin
embargo, demasiado frecuente. Lo que sirve para un paciente puede no servir
para la comunidad toda o quizás sí desde el punto de vista sanitario pero la
vida individual y la de una comunidad resultan mucho más complejas. Es decir, consultar
expertos es algo que todo gobierno y todo individuo que pertenezca a una
comunidad debe hacer. Pero la perspectiva de totalidad que debe tener un
gobernante o un individuo común al momento de tomar decisiones, no puede quedar
completamente atada a la mirada parcial del experto, porque todos somos cuerpos
biológicos pero también somos mucho más que eso.
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