Debes tomar ese yogur y
una aspirina si sientes cansancio; debes realizar una dieta saludable, ingerir
importante cantidad de agua y complementar con un complejo vitamínico; a los cuarenta
años comenzar chequeos varios, no dejarte vencer por el sedentarismo y realizar
ejercicios periódicamente. Pero no solo debes verte bien “por dentro” sino
también “por fuera” y tu fealdad esencial ya no es excusa porque tienes cremas
anti age, implante capilar y cirugías
de abdomen, senos, nalgas, nariz, vagina, mentón, labios y pómulos.
Es que efectivamente
vivimos en los tiempos de la tiranía del “sentirse y verse bien”, modelo que
solo puede comprenderse en el marco de una “sociedad del rendimiento” y una
“sociedad de la iluminación”.
Es el filósofo coreano
Byung Chul Han el que habla de una “sociedad del rendimiento” en la que el
explotador ya no es un otro sino nosotros mismos y en el que todo orden de
nuestras vidas está llamado a ser maximizado en una carrera constante y
presuntamente meritocrática. Y, claro está, desde mi punto de vista, esto
incluye no solo lo estrictamente laboral o profesional sino aspectos como la
salud y la belleza. Hay que maximizar el rendimiento de la salud y también
maximizar la belleza ayudados por la ciencia y el control de los datos personales.
Pero se trata también
de una “sociedad de la iluminación”, como denominé en mi libro El gobierno de los cínicos, esto es, una
sociedad que a diferencia del iluminismo del siglo XVIII ya no utiliza la razón
para iluminar un horizonte de progreso sino que dirige sus reflectores hacia
los propios sujetos para exponer su vida íntima en el mercado de los big data. Rendimiento extremo y
visualización total podrían ser, en resumen, los dos grandes títulos de esta
época.
Ahora bien, cuando
tratamos de pensar esta problemática solemos acudir a clásicos de la literatura
distópica como la pastilla “Soma” de Un
mundo feliz o el “Gran hermano” que todo lo observa en 1984. Es correcto que busquemos en estos trabajos pero si de
comprender el fenómeno en toda su extensión se trata, me permitiré sugerirles
una novela mucho menos conocida y, por cierto, bastante anterior. Me refiero a Erewhon, del inglés Samuel Butler,
publicada originalmente en 1872. El título, anagrama de “Nowhere”, y que podemos traducir como “en ninguna parte”, nos
remite a la definición de utopía que, en el caso de esta novela, deberíamos
definir como “utopía negativa” en la medida en que el autor, a través de la
invención de una civilización aislada que se encontraría más allá de las
montañas, busca proyectar una crítica feroz al espíritu victoriano de la época.
Si bien también resulta interesante cómo Butler utiliza varios capítulos para
ingresar en la discusión entre Darwin y Lamarck, quisiera detenerme en los
detalles asombrosos que serán útiles para el desarrollo de estas líneas. Es que,
en Erewhon, los feos eran sacrificados y estar enfermo era un delito penal. Las
razones de este particular enfoque no deberían sorprender a la luz de lo
expuesto al principio puesto que el enfermo no solo es un “fracasado” que no
lograría realizarse sino que supone gastos para la sociedad toda y un riesgo
para cada uno de los individuos que la componen. En la página 136 de la edición
de Akal de 2012, la lectura de la sentencia de un juez de Erewhon frente a un
joven “acusado” de tener tuberculosis es elocuente:
“Me aflige ver a alguien tan
joven y con tan buenas perspectivas en la vida rebajado a esta condición penosa
a causa de su constitución, que únicamente cabe considerar como maligna. Sin
embargo, su caso no es uno en el que haya que mostrar compasión, no es éste su
primer delito: ha llevado usted una vida criminal […]. Se le condenó a usted el
año pasado por bronquitis aguda y ahora que tiene usted veintitrés años, ha
pasado por la cárcel en no menos de catorce ocasiones por enfermedades más o
menos odiosas”.
Pero hay una segunda
razón por la cual enfermarse es un delito en Erewhon. Y es una razón política. Me
refiero a algo que ya en el siglo XIX se conocía bien y que podemos identificar
como el riesgo de una “tiranía de los médicos”. El juez lo expone en el mismo
veredicto de la siguiente manera:
“Pero independientemente de esta
consideración e independientemente de la culpa física que acompaña a este grave
delito suyo, hay otro motivo por el cual no deberíamos mostrar clemencia,
aunque nos sintiésemos inclinados a ello. Me refiero a la existencia de ciertos
hombres que permanecen escondidos entre nosotros a los que llaman médicos. En
caso de que se relajase el rigor de la ley o de la opinión pública tan solo un
poco, estas personas descarriadas, que se ven obligadas ahora a trabajar en
secreto y a las que solo corriendo un gran riesgo se puede consultar, pasarían
a frecuentar los domicilios, su organización y su conocimiento íntimo de los
secretos familiares les daría tal poder político y social que no se podría
resistir. El cabeza de familia estaría subordinado al médico, que interferiría
entre marido y mujer, amo y sirviente, hasta que el poder de la nación recayera
únicamente en manos de los médicos y todo aquello que apreciásemos estuviese a
su disposición”.
En la actualidad, la
impronta de la palabra médica tiene plena vigencia y si bien ya no metemos a
los médicos en nuestras casas, en una sociedad medicalizada y
desterritorializada como la nuestra, la automedicación en aras del rendimiento es
mucho más efectiva. En este sentido, resulta gráfico examinar cómo el consumo
de anfetaminas, que en los años sesenta funcionaba como un acto de rebeldía
para excluirse del sistema, hoy ha crecido entre las clases más pudientes en la
búsqueda de mayor concentración y más productividad durante el día, es decir, en
la búsqueda de mejorar el rendimiento para poder ser parte del sistema. Así, no
resulta casual que la plataforma de películas y series online con más usuarios,
dedique el documental “Take your pills” para denunciar el consumo cada vez más
masivo de Adderall en Estados Unidos, tanto en adultos como en niños, gracias a
que se sobrediagnostican trastornos de conducta, ansiedad y concentración.
En silencio, Occidente
parece haberse convertido en Erewhon. ¿Quién podría haber imaginado que admitir
sin más esta incipiente calvicie, sumar un gramo más, realizar un ejercicio
menos y escupir este yogur podrían transformarse en todo un gesto de rebeldía?
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