Para tratar de echar algo de luz
sobre lo que sucede en Brasil me serviré de una categoría que se viene
popularizando en los últimos meses y que se conoce como “Lawfare”. Se trata de
un término en inglés que suele traducirse como “guerra jurídica” y no hace otra
cosa que dar cuenta de un fenómeno que ha sido bastante notorio al menos en
Latinoamérica durante la última década. Me refiero a la utilización de la ley y
el poder judicial que hacen determinados factores de poder con el objetivo de perseguir
políticamente a sus adversarios. Tal persecución puede incluir presiones de
instituciones internacionales, encarcelaciones preventivas y denuncias varias.
Lo que se busca es desplazar al adversario político de la arena pública y, para
ello, naturalmente, se cuenta con la complicidad de medios de comunicación cuya
ideología es afín a esos intereses. Si la cárcel o el juicio político no es
alcanzado, al menos se logrará el desgaste gracias a la difamación y la cada
vez más frecuente presunción de culpabilidad que pone de cabeza toda la
historia del derecho occidental.
Los gobiernos de derecha siempre
entendieron que el statu quo debía
garantizarse en el terreno de la ley y por ello siempre repito que la crítica a
gobiernos de derecha, como el de Menem, no debe dirigirse a lo que hicieron
“por izquierda”, ilegalmente, sino a la red jurídica que construyeron “por
derecha”, esto es, legalmente y cumpliendo todas las formalidades del caso. Es
que, naturalmente, los sectores de poder, sea que llegaran a la administración
del Estado vía fraude o golpe militar, entendieron que podían hacerse fuertes
en el Poder Judicial, el único de los poderes cuya composición no depende de la
voluntad popular. Así, con una Constitución acorde a sus intereses o, al menos,
con intérpretes afines en espacios clave, sería posible limitar el eventual
afán transformador de cualquier gobierno popular.
Seguramente por distintas
razones, después de la década del 40 y la ola de reformas constitucionales
enmarcadas en la tradición del constitucionalismo social, los movimientos
populares subestimaron la importancia que tenía dar la disputa en torno a la
ley, probablemente amparados en la idea de que el cambio era revolucionario o
no era nada.
Descartada la lucha armada, y con
algunas décadas ya de gobiernos democráticos y pacíficos, el siglo XXI pareció
inaugurar una nueva mirada y la última ola de gobiernos populares de la región
tomó nota de que la ley y el Poder Judicial no oficiaban como espacios
neutrales, sino que los intereses contra los que estos gobiernos disputaban
tenían allí a su principal expresión. En Venezuela, Bolivia y Ecuador se
modificó la Constitución y se inauguró una línea de nuevo constitucionalismo
social que, en general, se caracterizó por la ampliación de derechos, el
incentivo a la participación popular y el reconocimiento del carácter
pluriétnico de la comunidad.
Pero aun con reforma
constitucional, una estrategia de “Lawfare” puede ser efectiva porque funciona
en el terreno de la justicia ordinaria, con jueces y fiscales en puestos clave
y la presión de los poderes fácticos especialmente a través de un mapa de
medios cada vez más concentrado. Así sucede en Argentina y en Brasil. Y si de
vecinos hablamos, no olvidemos que hace algunos años, en Paraguay, esta
estrategia se cargó un gobierno legítimo.
¿Esto significa que todos los
gobiernos populares ganarían el premio a la transparencia? Por supuesto que no
ni tampoco es una defensa del “roban pero hacen”. Pero en Paraguay cayó un
presidente con pruebas en su contra que el tribunal obtuvo de la tapa de los
diarios opositores, en Brasil, Dilma Roussef fue destituida por una asunto
administrativo irrisorio, y en Argentina CFK tiene pedido de prisión por una causa
delirante. Una vez más, esto no absuelve a cada uno de estos referentes de
errores o, incluso, de sendos casos de corrupción al interior de sus gobiernos
pero la trampa está en hacernos creer que el modelo que defendían los gobiernos
populares era de por sí corrupto y que la disputa es entre populismo y
transparencia cuando, en todo caso, es entre gobiernos populares y gobiernos
neoliberales. Así, entonces, confundir "popular" con “corrupto” y
“neoliberal” con “transparente” es la gran maniobra de todo un dispositivo
conceptual que viene instalándose desde hace ya mucho tiempo.
Quedará, por supuesto, para el
futuro, brindar, sin hipocresía, una discusión en torno a cómo es posible un
financiamiento de la política que no sea opaco pero que, a su vez, no quede a
merced de los grandes capitales porque de ser así será imposible que un
candidato que vaya contra esos intereses pueda vencer. Es una discusión
incómoda pero habrá que darla. Con todo, más incómodo aún será pensar cómo se
sale de este callejón en el que una democracia acaba siendo dirigida y
gobernada por el único poder que no se somete a la voluntad popular en
complicidad con los sectores más concentrados del capital. Descartada, por
suerte, cualquier solución violenta, este interrogante es el que debe estar
sobrevolando la mente de todo referente popular de Latinoamérica. Desconozco
qué respuesta se puede dar pero ninguna de las que se han dado hasta ahora
parece estar a la altura del problema.
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