El neoliberalismo puede pretender
y ser efectivo en la reducción de la pobreza. Lo que no pretende es reducir la
desigualdad por más que, eventualmente, en algún período histórico pudiera
hacerlo. Entender esto nos ahorraría muchísima energía en debates estériles
cada vez que, en Argentina, se publica un nuevo número del INDEC.
Es que independientemente de la
controversia en torno a un punto más o menos de inflación, ampliamente
sospechados en todas las administraciones, resulta central identificar con
precisión qué es lo que se discute y lo que se debe discutir. Porque pobreza y
desigualdad parecen lo mismo porque forman parte del discurso biempensante de
cualquier referente público y porque muchas veces, cuando baja el índice de uno
también baja el índice del otro. Pero no son lo mismo. Por cierto, te propongo
que hagas memoria y recuerdes cuántas veces oíste hablar de desigualdad a quien
milita en expresiones neoliberales y de derecha.
Efectivamente, acabás de notar
que en ese tipo de discurso está muy presente el combate contra la pobreza pero
no contra la desigualdad. Esto demuestra que aun cumpliéndose el temerario
“pobreza cero”, que lejos de ser un slogan, es una síntesis de lo que aquí
pretendo exponer, tendríamos algo muy
importante que discutir. Dicho de otra manera, la tradición popular y/o
progresista, debería advertir que, aun en ese escenario quimérico, restaría
discutir el hecho de que la “pobreza cero” puede existir en paralelo a que la diferencia
entre los más aventajados y los que menos tienen se agrande.
Porque un modelo sostenido en
base al endeudamiento puede perfectamente ayudar a disminuir la cantidad de
pobres en la medida en que una parte de esos dólares que ingresan se traduzcan
en ingresos, directos o indirectos, a través de trabajo o planes, a los
sectores más vulnerables. De hecho sería una práctica muy inteligente
beneficiar a los más aventajados mientras contengo a los que menos tienen.
Hasta podría llamarse “gradualismo”. Sin embargo, en paralelo, la diferencia
entre el decil menos aventajado y el decil más aventajado puede aumentar.
Veámoslo a partir de un experimento mental muy simple: Juan, el hombre más
pobre de la sociedad, gana 10000 pesos y Pedro, el más rico, gana veinticinco
veces más que Juan, esto es, 250000 pesos. Pero para no ser pobre hay que ganar
más de 10999 pesos. Entonces el gobierno pide un préstamo en el exterior por
50000 pesos de los cuales le otorga, en formato de subsidio permanente a Juan,
la suma de 1000 pesos y los otros 49000 acaban siendo absorbidos de una manera
u otra por Pedro.
Bajo esta nueva distribución, el
gobierno de esta comunidad tan ficticia como simple, podría esgrimir que logró
sacar a Juan de la pobreza y, sin embargo, Pedro ya no gana 25 veces más que
Juan sino más de 27 veces más (299000 pesos contra 11000 pesos).
Llegados a este punto se plantea
un problema interesantísimo porque hay quienes con buen tino plantearían que
independientemente de que la desigualdad aumentó, Juan, el que ganaba 10000,
vive mejor ahora que gana 11000 y ya no es pobre. Y no les faltaría razón si el
análisis se hiciera estrictamente sobre los ingresos y no sobre otras
variables.
Sin embargo, esa discusión suele
reemplazarse por otra y refiere al modelo de crecimiento. Sin ningún tipo de rigurosidad
técnica, me gustaría plantearlo así: ¿Cómo hacer para que la torta crezca? La
pregunta es pertinente porque el ejemplo de Juan y Pedro funcionaba en la
medida en que la torta creciera, es decir, en la medida en que hubiera más
dinero para repartir, aunque más no sea por un préstamo.
¿Entonces hacemos que la torta
crezca impulsando a los que más tienen para que derrame a los más pobres o
impulsamos que el crecimiento se dé por la inclusión de los que menos
tienen?
Por supuesto que en la práctica
no existen modelos ideales que se inclinen por una u otra vía exclusivamente
pero podría decirse que este esquema ejemplifica de manera más o menos simple
la contraposición entre los últimos modelos de país que llegaron a la administración
en la Argentina.
Vos, como lector, tomarás partido
por uno u otro modelo y seguramente deberás servirte de información
especializada y comparativa para argumentar. Pero eso sí: si te considerás progresista
y/o popular y creés que la discusión que se debe dar es sobre la pobreza y no
sobre la desigualdad, es probable que caigas en una trampa. Quien mejor advirtió
esto fue el lingüista cognitivo George Lakoff en su libro No pienses en un elefante para indicarle a los demócratas
estadounidenses que no debían utilizar el lenguaje y los términos de los
republicanos ya que en cada “nombrar” se libra una batalla semántica, política
y cognitiva. La oposición al kirchnerismo lo entendió bien cuando llamó “cepo
al dólar” a las restricciones a la compra del billete estadounidense porque la
noción de “cepo” tenía una carga negativa per
se y su contracara no puede ser otra que la libertad. Se supone que,
entonces, si hay cepo se trata de una imposición artificial sobre algo que
debería ser libre.
Y también lo entendió el
kirchnerismo cuando en vez de hablar de “matrimonio gay”, es decir, una
reivindicación que aparecía como vinculada a una minoría, se habló de
“matrimonio igualitario”, lo cual cambió el eje radicalmente para pasar de una
presunta prerrogativa “exclusiva” y acotada a un grupo, a un derecho
“inclusivo” que nos ponía a todos los ciudadanos en pie de igualdad.
Por todo esto, si la oposición al
gobierno actual se va a preocupar más por la pobreza que por la desigualdad
estará hablando el lenguaje de su adversario. Y, por cierto, ni siquiera hace
falta leer a ningún lingüista cognitivo norteamericano para darse cuenta que,
si eso sucede, la discusión estará perdida de antemano.
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