No hay hechos, solo interpretaciones. No hay elecciones, solo expectativas. Podríamos incluso jugar intercambiando el orden y decir que no hay hechos, solo expectativas, y que no hay elecciones, solo interpretaciones. Como sea, saturados de análisis y atormentados de sentido, los resultados del último domingo parecen quedar en un segundo plano para ser casi una anécdota.
En todo caso esos resultados otorgan la legitimidad formal
para los cargos pero nada más que eso. No es poco pero quien crea que todo
termina allí se equivoca. El dato duro es que el oficialismo perdió a nivel
país por casi 9 puntos, que cayó en todas las provincias grandes, incluso en la
de Buenos Aires, y que apenas hizo pie en Tierra del Fuego y el norte del país.
Sin embargo, ante una expectativa de paliza demoledora, la oposición tuvo un
triunfo con sabor a poco y el gobierno vivió la derrota como una victoria. Y
esto va más allá del hecho de que el gobierno sostenga la primera minoría en
diputados y de que, si bien perdió el quórum en el Senado, se descuenta que tendrá
las herramientas para alcanzarlo. Va más allá porque desde el gobierno piensan
que si después de una pandemia que se cargó a todos los gobiernos nacionales
del mundo y de una gestión que ha dejado mucho que desear, se obtiene un tercio
de los votos, con mejorar un poco y con una economía que rebote desde el
subsuelo, la posibilidad de pelear el 2023 está a mano. Claro que más
optimistas podrían ser los opositores con esa misma lógica. Es que con todo a
favor hicieron un pésimo gobierno, el cual terminó hace menos de dos años. Y
sin embargo tienen un piso de más de 40%. ¿Ustedes se imaginan lo bien que les
iría si hubieran acertado con alguna medida?
Por otra parte, merecería un artículo aparte la risueña
discusión acerca de ganadores y perdedores que estableció Alberto Fernández
cuando llamó a festejar el triunfo el día de la militancia. Como estrategia
para cambiar el eje de la discusión ha sido enormemente efectiva, más allá de que
el precio que se puede pagar es el de una sociedad que vea al presidente fuera
de la realidad. Pero al fin de cuentas, fue la estrategia que utilizó Macri y
fue bastante efectiva también. Seguramente, esta nueva lógica comunicacional
del gobierno va en la línea del duranbarbismo posmo que adoptó después de
septiembre cuando todo lo que se ofrecía era una campaña afirmativa por un “Sí”
tan lavado que podía encajar casi en la lista de objetivos de cualquier
partido. De hecho, la idea de ir a festejar el miércoles a la plaza un triunfo
que no fue está en la línea de un aprendizaje pospandémico: gobierno que dice
que “no” a algo pierde. Así que hay que “dejar hacer”. La libertad copó la
agenda y cualquier impedimento, sugerencia u, obviamente, obligación, será
visto como un ejercicio de la violencia. De modo que no importa por qué pero
salgan y festejen. Prohibido prohibir. Basta de “cuidate” o “quedate en casa”.
Salí y matate si querés. Basta de “No”. Todo “Sí”. Ahora la fiesta. ¿Perdimos?
¿Qué importa? Hay que festejar.
Ahora bien, mientras otra parte del gobierno intenta
justificar la ficción triunfalista hablando de un “empate técnico”, como si el
resultado de una elección fuese lo mismo que el margen de error de una
encuesta, la oposición patalea como un chico al que los padres no le llevan el
apunte. No le alcanza con los números. Quiere que le digan que ganó. No le
alcanza con la realidad. Necesita ser protagonista de la ficción. Los hoy
periodistas opositores que dos años atrás utilizaron el mismo insólito
argumento del “empate técnico” cuando el derrotado fue Macri, o la boludez del
juego de palabras de los que ganan perdiendo o pierden ganando, ahora se
indignan porque el oficialismo les da un poco de su propia medicina. “Querían
ficción y les di ficción” podría decir el propio Alberto Fernández que está
como Penélope tejiendo y destejiendo soñando con que le llegue por fin el día
100.
Y ésa parece ser la lectura que hace el gobierno del momento
poselecciones. Hasta aquí, diría Alberto, goberné 99 días y al día 100 llegó la
pandemia. La consecuencia de la pandemia fue la derrota en las elecciones de
septiembre. El tránsito desde las PASO hasta las generales ya empieza a mostrar
signos de recuperación. Por lo tanto, tengo una segunda oportunidad que coincide
con mis últimos dos años de mandato. Ha llegado mi día 100.
Si la mejora en la provincia de Buenos Aires obedeció al
trabajo de los intendentes que fueron a buscar a los votantes desencantados que
se habían quedado en casa en las PASO, al pánico al regreso de Macri y/o a la
simple razón de que el alejamiento de la pandemia nos predispone mejor, es otro
tema y al gobierno no le impedirá sostener la esperanza de recuperación.
Pero la llegada del día 100 como el día del relanzamiento
tiene dos interrogantes: el primero es cómo llega el Frente internamente a ese
día. Porque cómo está el país ya lo sabemos. Lo que no queda claro es cómo está
el Frente. O sí lo sabemos y las noticias no son buenas porque el equilibrio es
inestable y las razones que en su momento fracturaron el campo popular están
allí presentes, agazapadas. Si bien todos los actores parecen haber entendido
que todo está permitido menos la ruptura, es evidente que la unidad hoy es
condición necesaria pero ya no es suficiente para garantizar el triunfo. Estas
internas, a su vez, generan enormes dificultades en la gestión que han quedado
en evidencia en estos dos años. Es que la lógica del loteo de cargos,
secretarías, etc. en manos de los distintos espacios, antes que generar un
equilibrio generó inmovilidad. Está equilibrado porque no se mueve, lo cual es
la peor forma de los equilibrios.
El segundo interrogante es cuándo llegará el día 100: ¿vendrá con el llamado al diálogo con una oposición con pocos incentivos para acordar con un gobierno perdidoso? ¿Vendrá después del eventual acuerdo con el FMI? ¿Llegará antes del 2023? La quietud de los primeros 99 días es una mala señal que se acentuó con la desgracia de la pandemia. Pero lo cierto es que los votantes del gobierno y, por qué no, la Argentina toda está esperando el día 100 de Alberto. El gobierno necesita que llegue rápido pero viene lento como el mítico General Alais que Alfonsín esperaba para poner orden en Semana Santa. Hay quienes incluso creen que nunca va a llegar como el Godot de Beckett, que lleva a quienes esperan a realizar todo tipo de acciones vanas y dramáticas mientras aguardan; o, peor aún, como el Diego de Zama de Di Benedetto que ve pasar la vida esperando la carta del rey para conseguir el tan preciado traslado que nunca llega. A propósito, recuerdo el trágico final de Zama y esa frase categórica que el protagonista da a los captores que buscaban tesoros. Zama les dice que viene a hacer lo que nunca hicieron por él, esto es, viene a decirle “no” a sus esperanzas.
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