Mucho se ha
escrito sobre el concepto de democracia y sus transformaciones partiendo de la
Atenas del siglo V AC, pero no abundan publicaciones en las que brillen las
precisiones conceptuales y en las que se intente, al menos, eludir las
descontextualizaciones y las idealizaciones. En este sentido, sabiendo que no
es tarea fácil, no viene mal repasar algunos elementos esenciales de este
sistema de gobierno que, no olvidemos, ya había sido caracterizado por
Aristóteles como un “gobierno de los pobres” y que recién en el siglo XX pudo
desprenderse de la mácula colectivista que lo presentaba como una simple
“tiranía de las mayorías”. Es que, claro, la democracia contemporánea está
atravesada por tradiciones como la republicana y la liberal que han entendido
que toda concentración del poder es problemática y que los derechos
individuales están por encima de cualquiera de las decisiones de la mitad más
uno. Asimismo, la noción de representación transformó completamente el sentido
y las formas de participación, lo cual, por cierto, hasta el día de hoy, está
en el foco de las críticas y resulta, para muchos, la principal razón del
descontento popular contra las administraciones.
Con todo, yo
quería detenerme en tres pilares de la democracia ateniense para desde allí
indagar el momento por el que atraviesan las democracias en las que vivimos. Se
trata de nombres griegos pero que se comprenderán rápidamente: isonomía, isegoría e isomoiría.
La isonomía refería a la igualdad ante la
ley y fue una de las grandes conquistas del proceso democrático que comenzó con
Solón y, atravesando el período de Clístenes, alcanzó su apogeo con Pericles. Es
que el derecho estaba en manos de la nobleza y la decisión justa era
administrada discrecionalmente por la clase social beneficiada a través de la
voz del sacerdote que resolvía según la tradición ante la ausencia de ley
escrita. De modo tal que una de las principales exigencias de los ciudadanos
libres que pujaban por una sociedad más igualitaria sin derechos especiales
para una casta, fue, simplemente, que existiera un código escrito que sea
público. La razón era que, de ese modo, las sentencias no podrían ser
arbitrarias ya que el mismo código que identificaba la falta y determinaba la
pena sería reconocido y valdría para todos por igual.
La isegoría, en cambio, refería al uso
libre de la palabra en el marco de la asamblea, uso libre al que todo ciudadano
tenía derecho. Naturalmente, existía una conexión entre la isonomía e isegoría pues la única manera de
garantizar que hubiera igualdad ante las leyes era que todos los ciudadanos
participaran con su palabra en las decisiones que se tomaban en la asamblea, y,
a su vez, solo era posible pensar la exigencia de una igualdad en el uso de la
palabra si previamente nos considerábamos iguales ante la ley.
Por último,
quizás la categoría menos conocida, es la isomoiría,
que, según el investigador de la Universidad de British Columbia, Philip
Resnick, refiere a la dimensión económica de la democracia pues apunta a la
distribución equitativa de la tierra o, en términos quizás más actuales, a una
justa distribución de los recursos.
Expuesta la
definición de estos tres elementos esenciales de la democracia ateniense, vale
preguntarse de qué manera aparecen éstos en las democracias actuales. Y allí es
cuando surge con claridad que insólitamente al día de hoy la problemática de la
igualdad ante la ley es central. Porque la igualdad formal no es igualdad real
y de aquí aquel dicho popular que reza “todos somos iguales ante la ley pero
algunos son más iguales que otros”. En general esa crítica apuntó al poder
económico pero en la actualidad, desde diferentes perspectivas, se acusa a la
democracia (liberal) de que una justicia ciega a las diferencias no hace más
que estar a medida de un determinado estereotipo, un patrón de normalidad que
podría denominarse “sujeto moderno occidental”, que no sería capaz de dar
cuenta de las “diferencias” con determinados grupos que, por su condición de tales,
serían discriminados de hecho por la ley. Así, las políticas de discriminación
positiva (de iure), se afirma, serían
la solución para la discriminación negativa (de facto). Es curioso, por cierto, y ya merecerá el desarrollo de un
artículo entero cómo las democracias que en su versión original eran un
“gobierno de las mayorías” o “de los muchos” hoy estén más preocupadas por “las
minorías” o “los menos”.
El caso de la isegoría resulta también central en la
actualidad. Haciendo la salvedad, claro está, que al derecho de disponer
libremente de la palabra en la asamblea hay que pasarlo por el tamiz de las
conquistas liberales de la modernidad y pensarlo como derecho individual a la
libertad de expresión, lo cierto es que la enorme concentración existente en el
mapa de los medios de comunicación coarta, sin lugar a dudas, las posibilidades
de que todas las voces se expresen en igualdad de condición. Y quien frente a
la concentración monopólica u oligopólica pretenda contraponer que hoy en día
cualquiera puede expresarse a través de una red social, estará actuando con
inocencia, ignorancia, mala fe o las tres cosas juntas.
En lo que
respecta a la isoimoría, ni siquiera pregonamos
ya por una reforma agraria. Tampoco nos interesa el coeficiente de Gini (aquel
utilizado para medir la desigualdad de los ingresos) o algún criterio similar.
En todo caso, apenas nos indignamos un rato cuando nos enteramos que ocho supermillonarios
poseen el mismo patrimonio que tres mil seiscientos millones de pobres que
habitan el mundo en condiciones indignas.
Por último,
aclaremos que, como se indicó al principio, no se trata de idealizar ni de
descontextualizar. Esto supone, por un lado, no juzgar a la Atenas del siglo V
AC con los valores de la actualidad pero, a su vez, también señalar que su
noción de ciudadanía era restrictiva (pues no todos los habitantes de Atenas
tenían los mismos derechos que los ciudadanos) y que la isoimoría estuvo lejos de materializarse más allá de que hubo
avances “igualitaristas” en lo que a cobro de impuestos refiere.
Dicho esto, y
sin tener nostalgia de lo que jamás sucedió, la isonomía, la isegoría y
la isoimoría, (esto es, la igualdad
ante la ley, la libertad de expresión/participación de las decisiones públicas
y una más equitativa distribución de los recursos), aggiornadas, por supuesto,
a las particularidades de las sociedades de nuestros tiempos, siguen siendo
elementos centrales y parecen funcionar como ideales a perseguir, al menos
desde el plano discursivo, al momento de orientar las acciones de nuestras
comunidades y de quienes nos gobiernan. Sin embargo, paradójicamente, con los
avances en todo sentido que hemos realizado como humanidad en los últimos veinticinco
siglos, presiento que cada vez se aleja
más la posibilidad de su cumplimiento efectivo.
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