En el marco de lo que se avecina
como un extenso debate legislativo y público en torno a la despenalización del
aborto, el presidente aprovechó el inicio de las sesiones ordinarias para
sentar su posición personal y manifestarse “a favor de la vida”. No obstante,
claro está, entendió que su posición personal no era óbice para que se pueda
dar un debate racional y maduro en torno a un tema que despierta emociones
varias y que en general no se realiza ni con racionalidad ni con madurez. No
pretendo aquí realizar un desarrollo en torno a las argumentaciones de cada una
de las posiciones pero sí quisiera detenerme en lo que considero una
contradicción flagrante que se repite insistentemente no solo en el discurso
del presidente. Me refiero a que resulta incompatible enarbolar las banderas
del diálogo racional y público y, al mismo tiempo, manifestarse “a favor de la
vida”. Con esto, por supuesto, no quiero decir que quienes se oponen a la
despenalización estén en contra del diálogo racional más allá de que hay
literatura que podría justificar ello si aceptamos que en la arena pública las
creencias personales y la metafísica deben ser dejadas a un lado. Lo que quiero
significar, más bien, es que si, en el debate, uno de los oponentes comienza
afirmando ser “defensor de la vida”, el intercambio de razones queda
automáticamente invalidado porque el único lugar que le queda al adversario
conversacional es el de “defensor de la muerte”. En otras palabras, si uno se
arroga para sí ser el defensor/representante de la vida, resulta imposible para
el otro discutir en un pie de igualdad porque solo le queda el espacio de ser
un heraldo de la muerte. En esto, ha sido una gran conquista comunicacional de
los grupos que se oponen a la despenalización autodenominarse “Pro-vida” pues
¿cómo oponerse a quien dice “defender la vida”?
Esta operación lingüística me
recuerda a un señalamiento que realizara el jurista alemán Carl Schmitt,
especialmente en sus escritos de la primera mitad del siglo XX, cuando en su
crítica al liberalismo universalista advertía el proceso de deshumanización del
otro que existía cuando uno de los bandos de la contienda se autoadjudicaba la
legitimidad para luchar en nombre de la humanidad. Este tipo de discursos que vimos
obscenamente desarrollarse en la era “Bush hijo” cuando la guerra se libraba
“por la Libertad”, “por la Justicia”, y “por el Hombre” pocas veces suscitaba
la pregunta acerca de qué le queda al otro si los de un lado son representantes
de todo esto. La gran paradoja, reflexionaba Schmitt, es que en nombre de la
humanidad, lo que se hace es, justamente, deshumanizar a una parte de ella y
esta deshumanización de una de las partes moraliza una disputa que es política
y que, por tanto, debería juzgarse bajo las categorías de amigo/enemigo más
allá de que, al menos en la Argentina, la vulgata mediática moralizadora repita
como un mantra que debemos prescindir de esa lógica. En este sentido, resulta
curioso que los presuntos adalides del diálogo despolitizador sean los
moralizadores que no solo en el debate sobre el aborto sino en todos los
grandes debates nacionales, se encargan de deslegitimar al adversario por
diferentes canales pero siempre desde una perspectiva moral.
¿O acaso no oímos decir que todos
debemos sentarnos en una mesa para que, renglón seguido, se afirme que el
adversario político que debería sentarse en la mesa es corrupto, barra brava,
vago, populista, abolicionista y hasta asesino, si de aborto hablamos?
El debate racional y maduro debe
darle legitimidad a quien no piensa como uno. De no ser así, es puro marketing
y cínica corrección política. La decisión del gobierno de abrir el juego a una
discusión postergada y durante tanto tiempo exigida, debe ponderarse más allá
del oportunismo porque en política la noción de oportunismo es siempre
discutible. Ahora resta el compromiso más difícil, esto es: para que el debate
sea tal y no una mera exposición de posturas predeterminadas, el diálogo debe
comenzar asumiendo que, al finalizarse, exista la posibilidad de que podamos revisar
nuestras posiciones. Para que ello suceda, hace falta aceptar que mi
interlocutor puede darme razones para repensar mi postura. Es decir, debo darle
una legitimidad que no puede tener si, desde el vamos, considero que este es un
debate en el cual solo hay un sector que está a favor de la vida. Es que
debatir es algo más complejo que lo que nos ofrece el panelismo circense de la
TV y es que los que debatimos estamos todos a favor de la vida. Lo que nos
diferencia es que tenemos distintas miradas sobre ella. Aclarado esto,
¿podemos, ahora, señores moralizadores, sentarnos en la mesa?
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