miércoles, 7 de marzo de 2018

A favor de la vida (editorial del 4/3/18 en No estoy solo)


En el marco de lo que se avecina como un extenso debate legislativo y público en torno a la despenalización del aborto, el presidente aprovechó el inicio de las sesiones ordinarias para sentar su posición personal y manifestarse “a favor de la vida”. No obstante, claro está, entendió que su posición personal no era óbice para que se pueda dar un debate racional y maduro en torno a un tema que despierta emociones varias y que en general no se realiza ni con racionalidad ni con madurez. No pretendo aquí realizar un desarrollo en torno a las argumentaciones de cada una de las posiciones pero sí quisiera detenerme en lo que considero una contradicción flagrante que se repite insistentemente no solo en el discurso del presidente. Me refiero a que resulta incompatible enarbolar las banderas del diálogo racional y público y, al mismo tiempo, manifestarse “a favor de la vida”. Con esto, por supuesto, no quiero decir que quienes se oponen a la despenalización estén en contra del diálogo racional más allá de que hay literatura que podría justificar ello si aceptamos que en la arena pública las creencias personales y la metafísica deben ser dejadas a un lado. Lo que quiero significar, más bien, es que si, en el debate, uno de los oponentes comienza afirmando ser “defensor de la vida”, el intercambio de razones queda automáticamente invalidado porque el único lugar que le queda al adversario conversacional es el de “defensor de la muerte”. En otras palabras, si uno se arroga para sí ser el defensor/representante de la vida, resulta imposible para el otro discutir en un pie de igualdad porque solo le queda el espacio de ser un heraldo de la muerte. En esto, ha sido una gran conquista comunicacional de los grupos que se oponen a la despenalización autodenominarse “Pro-vida” pues ¿cómo oponerse a quien dice “defender la vida”?  
Esta operación lingüística me recuerda a un señalamiento que realizara el jurista alemán Carl Schmitt, especialmente en sus escritos de la primera mitad del siglo XX, cuando en su crítica al liberalismo universalista advertía el proceso de deshumanización del otro que existía cuando uno de los bandos de la contienda se autoadjudicaba la legitimidad para luchar en nombre de la humanidad. Este tipo de discursos que vimos obscenamente desarrollarse en la era “Bush hijo” cuando la guerra se libraba “por la Libertad”, “por la Justicia”, y “por el Hombre” pocas veces suscitaba la pregunta acerca de qué le queda al otro si los de un lado son representantes de todo esto. La gran paradoja, reflexionaba Schmitt, es que en nombre de la humanidad, lo que se hace es, justamente, deshumanizar a una parte de ella y esta deshumanización de una de las partes moraliza una disputa que es política y que, por tanto, debería juzgarse bajo las categorías de amigo/enemigo más allá de que, al menos en la Argentina, la vulgata mediática moralizadora repita como un mantra que debemos prescindir de esa lógica. En este sentido, resulta curioso que los presuntos adalides del diálogo despolitizador sean los moralizadores que no solo en el debate sobre el aborto sino en todos los grandes debates nacionales, se encargan de deslegitimar al adversario por diferentes canales pero siempre desde una perspectiva moral.
¿O acaso no oímos decir que todos debemos sentarnos en una mesa para que, renglón seguido, se afirme que el adversario político que debería sentarse en la mesa es corrupto, barra brava, vago, populista, abolicionista y hasta asesino, si de aborto hablamos?
El debate racional y maduro debe darle legitimidad a quien no piensa como uno. De no ser así, es puro marketing y cínica corrección política. La decisión del gobierno de abrir el juego a una discusión postergada y durante tanto tiempo exigida, debe ponderarse más allá del oportunismo porque en política la noción de oportunismo es siempre discutible. Ahora resta el compromiso más difícil, esto es: para que el debate sea tal y no una mera exposición de posturas predeterminadas, el diálogo debe comenzar asumiendo que, al finalizarse, exista la posibilidad de que podamos revisar nuestras posiciones. Para que ello suceda, hace falta aceptar que mi interlocutor puede darme razones para repensar mi postura. Es decir, debo darle una legitimidad que no puede tener si, desde el vamos, considero que este es un debate en el cual solo hay un sector que está a favor de la vida. Es que debatir es algo más complejo que lo que nos ofrece el panelismo circense de la TV y es que los que debatimos estamos todos a favor de la vida. Lo que nos diferencia es que tenemos distintas miradas sobre ella. Aclarado esto, ¿podemos, ahora, señores moralizadores, sentarnos en la mesa?     

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