lunes, 12 de marzo de 2018

Sobre lo que es, o nunca fue, la democracia (publicado el 8/3/18 en disidentia.com)


Mucho se ha escrito sobre el concepto de democracia y sus transformaciones partiendo de la Atenas del siglo V AC, pero no abundan publicaciones en las que brillen las precisiones conceptuales y en las que se intente, al menos, eludir las descontextualizaciones y las idealizaciones. En este sentido, sabiendo que no es tarea fácil, no viene mal repasar algunos elementos esenciales de este sistema de gobierno que, no olvidemos, ya había sido caracterizado por Aristóteles como un “gobierno de los pobres” y que recién en el siglo XX pudo desprenderse de la mácula colectivista que lo presentaba como una simple “tiranía de las mayorías”. Es que, claro, la democracia contemporánea está atravesada por tradiciones como la republicana y la liberal que han entendido que toda concentración del poder es problemática y que los derechos individuales están por encima de cualquiera de las decisiones de la mitad más uno. Asimismo, la noción de representación transformó completamente el sentido y las formas de participación, lo cual, por cierto, hasta el día de hoy, está en el foco de las críticas y resulta, para muchos, la principal razón del descontento popular contra las administraciones.
Con todo, yo quería detenerme en tres pilares de la democracia ateniense para desde allí indagar el momento por el que atraviesan las democracias en las que vivimos. Se trata de nombres griegos pero que se comprenderán rápidamente: isonomía, isegoría e isomoiría.
La isonomía refería a la igualdad ante la ley y fue una de las grandes conquistas del proceso democrático que comenzó con Solón y, atravesando el período de Clístenes, alcanzó su apogeo con Pericles. Es que el derecho estaba en manos de la nobleza y la decisión justa era administrada discrecionalmente por la clase social beneficiada a través de la voz del sacerdote que resolvía según la tradición ante la ausencia de ley escrita. De modo tal que una de las principales exigencias de los ciudadanos libres que pujaban por una sociedad más igualitaria sin derechos especiales para una casta, fue, simplemente, que existiera un código escrito que sea público. La razón era que, de ese modo, las sentencias no podrían ser arbitrarias ya que el mismo código que identificaba la falta y determinaba la pena sería reconocido y valdría para todos por igual.
La isegoría, en cambio, refería al uso libre de la palabra en el marco de la asamblea, uso libre al que todo ciudadano tenía derecho. Naturalmente, existía una conexión entre la isonomía e  isegoría pues la única manera de garantizar que hubiera igualdad ante las leyes era que todos los ciudadanos participaran con su palabra en las decisiones que se tomaban en la asamblea, y, a su vez, solo era posible pensar la exigencia de una igualdad en el uso de la palabra si previamente nos considerábamos iguales ante la ley.
Por último, quizás la categoría menos conocida, es la isomoiría, que, según el investigador de la Universidad de British Columbia, Philip Resnick, refiere a la dimensión económica de la democracia pues apunta a la distribución equitativa de la tierra o, en términos quizás más actuales, a una justa distribución de los recursos.  
Expuesta la definición de estos tres elementos esenciales de la democracia ateniense, vale preguntarse de qué manera aparecen éstos en las democracias actuales. Y allí es cuando surge con claridad que insólitamente al día de hoy la problemática de la igualdad ante la ley es central. Porque la igualdad formal no es igualdad real y de aquí aquel dicho popular que reza “todos somos iguales ante la ley pero algunos son más iguales que otros”. En general esa crítica apuntó al poder económico pero en la actualidad, desde diferentes perspectivas, se acusa a la democracia (liberal) de que una justicia ciega a las diferencias no hace más que estar a medida de un determinado estereotipo, un patrón de normalidad que podría denominarse “sujeto moderno occidental”, que no sería capaz de dar cuenta de las “diferencias” con determinados grupos que, por su condición de tales, serían discriminados de hecho por la ley. Así, las políticas de discriminación positiva (de iure), se afirma, serían la solución para la discriminación negativa (de facto). Es curioso, por cierto, y ya merecerá el desarrollo de un artículo entero cómo las democracias que en su versión original eran un “gobierno de las mayorías” o “de los muchos” hoy estén más preocupadas por “las minorías” o “los menos”.             
                El caso de la isegoría resulta también central en la actualidad. Haciendo la salvedad, claro está, que al derecho de disponer libremente de la palabra en la asamblea hay que pasarlo por el tamiz de las conquistas liberales de la modernidad y pensarlo como derecho individual a la libertad de expresión, lo cierto es que la enorme concentración existente en el mapa de los medios de comunicación coarta, sin lugar a dudas, las posibilidades de que todas las voces se expresen en igualdad de condición. Y quien frente a la concentración monopólica u oligopólica pretenda contraponer que hoy en día cualquiera puede expresarse a través de una red social, estará actuando con inocencia, ignorancia, mala fe o las tres cosas juntas.
En lo que respecta a la isoimoría, ni siquiera pregonamos ya por una reforma agraria. Tampoco nos interesa el coeficiente de Gini (aquel utilizado para medir la desigualdad de los ingresos) o algún criterio similar. En todo caso, apenas nos indignamos un rato cuando nos enteramos que ocho supermillonarios poseen el mismo patrimonio que tres mil seiscientos millones de pobres que habitan el mundo en condiciones indignas.        
Por último, aclaremos que, como se indicó al principio, no se trata de idealizar ni de descontextualizar. Esto supone, por un lado, no juzgar a la Atenas del siglo V AC con los valores de la actualidad pero, a su vez, también señalar que su noción de ciudadanía era restrictiva (pues no todos los habitantes de Atenas tenían los mismos derechos que los ciudadanos) y que la isoimoría estuvo lejos de materializarse más allá de que hubo avances “igualitaristas” en lo que a cobro de impuestos refiere.
Dicho esto, y sin tener nostalgia de lo que jamás sucedió, la isonomía, la isegoría y la isoimoría, (esto es, la igualdad ante la ley, la libertad de expresión/participación de las decisiones públicas y una más equitativa distribución de los recursos), aggiornadas, por supuesto, a las particularidades de las sociedades de nuestros tiempos, siguen siendo elementos centrales y parecen funcionar como ideales a perseguir, al menos desde el plano discursivo, al momento de orientar las acciones de nuestras comunidades y de quienes nos gobiernan. Sin embargo, paradójicamente, con los avances en todo sentido que hemos realizado como humanidad en los últimos veinticinco  siglos, presiento que cada vez se aleja más la posibilidad de su cumplimiento efectivo.

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