Hay buenas razones para estar alarmado por la situación económica: si bien
se espera un crecimiento importante de la economía por segundo año consecutivo
y se llegó a un acuerdo con el FMI para refinanciar deuda, hay escasez de
dólares que se profundizaría en el segundo semestre, inflación mensual que no
baja del 5% y se proyecta en no menos de 70% anual, y una crisis internacional
que no se sabe cuándo termina. En distintos porcentajes de incidencia, esto
obedece a la impericia del actual gobierno pero también al legado de Macri, los
problemas estructurales de la Argentina pre-2015, la pandemia y la guerra en
Ucrania.
Sin embargo, hay incluso mejores razones para estar preocupado por el
futuro. Es que el escenario parece plantear que el 2023 será de la oposición
que esté más dispuesta a aplicar una política de shock. De hecho, no se dice
nada original si se recuerda que Latinoamérica conoce bien cómo, a lo largo de
su historia reciente, las políticas de ajuste más salvaje se hicieron tras los
procesos de crisis económica que sumergieron a la sociedad en una profunda
zozobra. El ejemplo más reciente fue la hiperinflación que eyectó a Alfonsín
del gobierno y la consecuente “década menemista”. El contexto actual es
distinto al que originó el desborde inflacionario del presidente radical pero,
más allá de la fábula de la rana que dice que es mejor cocinarla a fuego lento,
el acostumbramiento a una inflación de dos dígitos no necesariamente lleva a
suponer que es posible soportar por mucho tiempo una inflación que hace el día
a día invivible para casi todos los ciudadanos con excepción de aquellos que
deciden cuál es el precio de los productos.
En tiempos posmodernos donde la discusión sobre la redistribución material
es postergada en pos de la discusión lingüística y/o “la batalla cultural”, la
palabra “ajuste” no se puede mencionar en filas del progresismo pero con
eufemismos o no, lo cierto es que el gobierno tiene que hacer ajustes, lo cual,
insisto, desde mi punto de vista, no necesariamente está mal. A veces hay que
ajustar y pagar los costos políticos. En caso contrario, el ajuste lo harán
“los otros” de buena gana, con más profundidad y, probablemente, afectando más
a aquella porción de la población que el progresismo dice querer defender.
Pero allí nos enfrentamos a la parálisis de la gestión actual absorbido por
las disputas internas y a un “albertismo” que parece haber dejado pasar la
oportunidad de los primeros meses de gestión donde concentraba un apoyo
mayoritario para cambios estructurales. Los ejemplos sobran y aparecen
diariamente pero el gobierno, aun con buenas intenciones, siempre parece ir
detrás de los acontecimientos o quedar empantanado en la tensión entre el
oficialismo oficialista de Alberto y el oficialismo opositor de CFK. El caso de
la segmentación de tarifas puede servir de ejemplo. La actualización de las
tarifas es imperiosa. Llevan años congeladas o creciendo detrás de la inflación;
vistas a precio internacional son irrisorias; la cantidad de subsidios que el
Estado aporta allí es desmedida, y desde el punto de vista del federalismo, son
claramente injustas porque los beneficiarios de los subsidios son los
habitantes del AMBA. Entonces el gobierno tiene razón en avanzar en esa
dirección. De hecho, en momentos de presunta “sintonía fina” el propio
kirchnerismo intentó ir por ese sendero. En aquel momento, todo se diluyó en
una insólita propuesta de renuncia voluntaria a los subsidios que,
naturalmente, fracasó; ahora, con mayor sensatez, hay obligatoriedad pero con
segmentación. Al momento de escribir estas líneas no queda claro cómo se
llevará a cabo esta segmentación y si bien se necesitarían muchas páginas para
un merecido desarrollo, cabe al menos preguntarse si un sistema que supone
registros varios, declaraciones juradas, cambios de titularidad en empresas cuyos
sistemas informáticos colapsarán, etc., resulta el instrumento más adecuado. ¿Acaso
no hubiera sido mejor un aumento a todos por igual que eventualmente tomara en
cuenta a los beneficiarios de planes sociales y que los subsidiara directa y
personalmente como sucede con la Tarjeta Alimentar, por ejemplo? Toda
segmentación producirá casos de injusticia y es de suponer que decenas de
técnicos y especialistas tendrán razones para concluir que la mejor decisión es
la que tomaron. Sin embargo, y esto no solo sucede en la Argentina, claro, los
gobiernos parecen lastrados por la tendencia de cierta tecnocracia social
demasiado afín a la burocratización en nombre de buenos fines. Lo más curioso es
que la crítica a la burocratización no viene solo de sectores de derecha sino
que se puede encontrar, por ejemplo, en la izquierda que a lo largo del mundo
defiende la idea de un Ingreso Básico Universal. Para decirlo sin matices,
ellos afirman que es preferible darle a todos lo mismo, al rico y al pobre, que
avanzar en una política de segmentación que en muchos casos resulta más onerosa
en tanto debe sostener toda una maquinaria burocrática encargada de “controlar
el acceso” de los beneficiarios de la segmentación.
Volviendo a la cuestión de fondo, la sociedad hoy parece más abierta a
apoyar medidas que dentro del campo de las ideas suelen ser consideradas
“liberales” o de “derecha”. En otras palabras, la hegemonía de ideas
progresistas en lo social convive plenamente con el apoyo a ideas liberales en
lo económico, esto es, aquel ámbito que suele ser preponderante al momento de
ir a las urnas. Las razones de este fenómeno, al menos en Argentina, merecerían
mayor desarrollo, pero lo cierto es que si en 2015 Macri tuvo que ocultar lo
que iba a hacer para poder ganar la elección, es probable que hoy, sea él o un
candidato de su espacio, por el contrario, la posibilidad de llegar al poder dependa
de que efectivamente diga la verdad de lo que piensa hacer. Frente a los que
plantean que, de repente y por generación espontánea, la sociedad se ha vuelto
de derecha, cabe reflexionar acerca de las razones para que ello haya ocurrido
y cuánto de ese cambio obedece a la agenda y a la incapacidad de los gobiernos
progresistas, algo que, por supuesto, no recae solamente en el gobierno de
Alberto. De hecho, aun a riesgo de repetición, es importante señalar que tampoco
queda clara cuál sería la salida realista que ofrece el oficialismo opositor del
kirchnerismo duro. ¿Había que romper con el FMI después de 2 años de
negociación y cuando ya te quedaste sin dólares en el BCRA? ¿Hay que congelar
las tarifas de servicios y transporte y seguir subiendo los subsidios? ¿Qué se
hace con el dólar? ¿Cómo se aumentarían las exportaciones para que lleguen los
dólares que la economía necesita? ¿La única opción para salir de las crisis es
subir las retenciones al campo? ¿La inflación se explica solamente porque hay
empresarios que son malos y son cómplices de la dictadura? Seguramente los
referentes del espacio tienen respuestas, no siempre las mismas, claro, a estos
interrogantes, pero muchas de ellas tienen más buena voluntad que realismo.
La situación es dinámica y nadie está en la cabeza de Guzmán y Alberto.
Pero al día de hoy pareciera que el mejor escenario para el gobierno es llegar
a la campaña presidencial del 2023, que en un año ya estará en pleno desarrollo,
con una inflación con tendencia a la baja (rondando un número cercano al que
dejó Macri) y una economía que, con los ajustes acordados con el FMI, pueda
mostrar un crecimiento bajo pero crecimiento al fin durante 3 años seguidos.
Como oferta electoral no parece la mejor si bien, por supuesto, al momento de
votar aparecen otros factores en juego. Por su parte, el escenario pesimista
incluiría todo aquello que podría pasar con una inflación que no bajara y una
economía que no crezca. Se trata de un margen demasiado grande para opciones
radicalizadas y un electorado que, como describimos, hoy es permeable a esa
salida. No se dice nada original si se afirma que en cómo interprete la salida
de este escenario el gobierno, en su variante de oficialismo oficialista
albertista u oficialismo opositor cristinista, estará la clave para poder
conformar una opción competitiva frente a una oposición que, al día de hoy,
resulta favorita.
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