Una buena síntesis del debate que se está dando
al interior del FDT aparece condensada en dos cartas que estuvieron circulando
los últimos días. La primera, llamada “La unidad del campo popular en tiempos
difíciles” es una carta “albertista” en el sentido de que cuestiona las
acciones del kirchnerismo duro aun cuando lleve la firma de referentes que han
acompañado a Kirchner y a CFK durante buena parte de su gobierno. La segunda,
titulada “Moderación o pueblo”, ha aparecido como respuesta a la primera y
puede leerse como una carta que representa el punto de vista del kirchnerismo
duro y es profundamente crítica de la administración de Alberto. Yo no soy de
los que crea que la verdad está en un promedio de ambas cartas pero es cierto
que en ellas se mencionan aspectos que vale la pena desarrollar.
La primera carta reivindica la moderación, al
menos “como opción táctica en una época específica” y agrega que hay momentos
en que la “moderación puede ser transformadora y la radicalización impotente”.
Se trata de un dardo directo a la actitud del kirchnerismo con Máximo a la
cabeza en el marco del acuerdo con el FMI.
Antes de que se los acuse de “posibilistas”, los firmantes indican que
se trata más bien de leer los signos de los tiempos y entender que los otros,
esto es, los neoliberales, también juegan. Por último, advierten al
kirchnerismo duro sin señalarlo abiertamente, claro, que absolutizar las
identidades para una eventual próxima etapa puede resultar catastrófico. Dicho
más fácil, el precio de una ruptura en pos de salvar una pretendida pureza del
ADN kirchnerista, podría generar un daño inconmensurable, tal como se observó
tras la derrota de 2015. En este sentido, agregan “esperar a tiempos mejores
incluso tomando el riesgo de grandes derrotas no puede ser hecho sin asumir el
propio lugar en las consecuencias calamitosas sobre la vida de los trabajadores
(…)”.
La advertencia parece sensata. Como venimos
indicando aquí en los últimos meses, el kirchnerismo duro tiene buenos
fundamentos para oponerse al acuerdo con el FMI pero su actitud parece desnudar
una suerte de pasión por transformarse en una izquierda testimonial. Incluso
podría agregarse un error de diagnóstico en cuanto a avanzar en la ruptura de
hecho en el sentido de que el actual acuerdo con el FMI no es más que un parche
por 30 meses. No va al fondo de la cuestión, no resuelve nada ni condiciona más
que lo que había condicionado el acuerdo impagable firmado por Macri. Pero el kirchnerismo
no se opone al acuerdo denunciando que lo único que se logró es ganar tiempo
para llegar a 2023 sino que dice que lo acordado por Guzmán impone
condicionamientos. Y claro que los impone pero van a ser peores los
condicionamientos que sobrevendrán después del margen de 30 meses que Argentina
ganó. Asimismo, más allá de la discusión acerca de “moderación sí o no”, no
queda claro cuál era la opción planteada por el kirchnerismo. ¿No acordar? ¿Ir
al default? ¿Había un plan para esa
instancia? ¿Cuál sería ese plan? Incluso metiéndonos en un terreno antipático: ¿cómo
piensa el kirchnerismo duro bajar la inflación? ¿Cuál es, por ejemplo, la respuesta
que da a la enorme cantidad de subsidios que el Estado otorga en materia de
energía y transporte? ¿No sería mejor avanzar en un recorte sensato de los
mismos antes que generar una crisis que sirva en bandeja el gobierno a una
derecha que puede decretar aumentos de hasta 3000%? ¿Bajo los designios de qué
ideología se puede sustentar la idea de que un boleto de colectivo en CABA
cueste menos de 20 centavos de dólar (oficial) y una familia tipo pague menos
de 10 dólares (precio oficial) de luz, agua y gas respectivamente? En otras
palabras, ¿desde cuándo el kirchnerismo tomó como parte de su ADN la idea de
gobernar con déficit? No hay que tenerle miedo al déficit pero no se puede
hacer de ello un dogma. Pregúntenle a Néstor Kirchner si no, que gobernó con
superávit gemelos y con la economía creciendo a tasas chinas.
Ahora bien, como les indicaba, hay aspectos interesantes
en ambas cartas. En este sentido, la segunda, más allá de un título más
anacrónico que provocador, da en el eje en varios aspectos.
Si la primera hablaba de una radicalización que
en algunos momentos de la historia puede devenir impotente, en esta segunda
carta se puede leer lo siguiente:
“Mientras tanto, la política
gubernamental ha llegado a su punto más trágico: la preparación de escenarios
de anuncios donde no se realizan anuncios. Es la práctica fallida de anticipar
políticas que no se concretan: el mismo gobierno genera las expectativas y la
defraudación de las expectativas. Allí irrumpen los instantes crueles en donde
la moderación se transforma en impotencia. Deciden bajarle la intensidad a la
política y, como efecto no deseado, suprimen a la política. Proponen ir
despacio pero terminan inmóviles. Pretenden hablar suave pero se vuelven
inaudibles. Todo lo que se presenta moderado termina siendo débil y sin
capacidad transformadora. Es necesario recordarlo: los gobiernos no se evalúan
por sus intenciones, sino por sus realizaciones”.
Además, si la primera carta advertía
que no hay que olvidar que la contradicción principal está con lo que está
afuera del FdT, es decir, con Macri y no con Alberto, en la segunda denuncian
que “la carta albertista” olvida mencionar el legado macrista y pasa por alto
la pregunta de para qué sirve la unidad. Esta pregunta, agregan, resulta
central porque si no queda claro que la unidad tiene sentido en la medida en
que sea la base de políticas transformadoras, lo que va a terminar ocurriendo
es que la unidad de los dirigentes se podrá mantener pero lo que se va a perder
es la unidad de la base electoral del FdT. Creo que ese punto es atendible y es
algo que venimos advirtiendo desde este espacio también.
Es que la concepción albertista de que la
política es asunto de profesionales ayuda a profundizar el hiato entre
dirigencia y ciudadanos. En este sentido, adjudicar la despolitización y la
desmovilización a la pandemia es una lectura generosa que pasa por alto que,
más allá de un virus, es una forma de gobernar. No está ni bien ni mal, o sí,
pero es una idea que se apoya en la política entendida como rosca de
superestructuras, la política como acuerdos dirigenciales, algo en lo que
Alberto parece hábil. De hecho, lo milagroso hasta ahora es que el presidente
haya logrado que ninguno de los enojados haya roto el Frente y lo ha hecho con
los incentivos propios de la política en el mejor y en el peor de los sentidos:
a todos (los dirigentes) algo. El punto es que los ciudadanos se transforman en
testigos de las disputas de poder de una dirigencia que no abandona los
espacios de poder ni los recursos económicos mientras la vida se precariza
siempre un poco más. Así, como se sigue de esta segunda carta, en su afán de
lograr que los dirigentes no se enojen, los únicos que van a enojarse son los
dirigidos, esto es, los votantes. De hecho no es casual que empiece a aparecer
una pregunta incómoda en mucha gente, aquella que se interroga acerca de para
qué mantener una unidad e incluso para qué ser kirchnerista. Esa interrogación
supone que hoy no alcanza con afirmar las razones por las que se fue
kirchnerista. Eso lo tienen claro todos los que apoyan el espacio de CFK. Pero
lo que fue una razón en el pasado puede no serlo en la actualidad. En el mejor
de los casos la respuesta va por la vía negativa: soy kirchnerista o, al menos,
para decirlo menos ampulosamente, voto al oficialismo para que no vuelva la
derecha. Ese es quizás el error en el ángulo de la primera carta y aquello por
lo que lo allí escrito tiene dificultades para interpelar a una mayoría de los
ciudadanos. Me estoy refiriendo a que la primera carta comienza preguntándose
cuál es la mejor estrategia para frenar a la derecha y nunca se pregunta cuál
es la mejor estrategia para que la gente viva mejor. En otras palabras, solo un
grupo particularmente comprometido o ideologizado podría estar preocupado por
qué hacer para que no vuelva la derecha pero a la inmensa mayoría lo que le
aparece como problema es cómo vivir mejor. No importa si es con un gobierno de
derecha o de izquierda; ni siquiera importaría si se trata de un gobierno
extraterrestre. Y no están equivocados: tienen razón o al menos tienen derecho
a exponerlo en esos términos.
Para finalizar, creo que la segunda carta también
acierta en el pasaje donde indica: “no estamos
ante un problema de moderación o intensidad. El problema es de orientación de
las políticas”.
Es un buen punto porque todo el
tiempo hablamos de moderación pero ¿qué significa ser moderado? ¿En qué se está
pidiendo moderación? ¿Acaso estamos frente a un gobierno que hace media ley de
medios en lugar de una entera? ¿Que otorga una AUH que no es tan universal y
que se le da a medio hijo? ¿Se trata de la moderación de subir las retenciones
pero un poquito? ¿De televisar dos partidos de mierda en vez de diez? ¿De bajar
un portarretrato en vez de un cuadro? ¿De hacer un satélite en vez de dos? ¿De
hacer una tecno en lugar de una polis?
Con estos ejemplos lo que quiero
decir es que aquí no parece haber un problema cuantitativo, de intensidad o de
velocidades. El problema es la agenda del gobierno; el problema es en qué ser
moderado porque ese “qué” no coincide con lo que quiere la mayoría de los
votantes del FdT ni la sociedad en general.
Entonces no hay un gobierno que por ser moderado hace la mitad de lo que
hacía el de Cristina. Hay un gobierno que al no cumplir el contrato electoral
se separa de la identidad que tuvieron los gobiernos kirchneristas. Quizás ése
sea el plan que tiene Alberto o quizás no; incluso quizás eso puede ser bueno
para la Argentina. En todo caso es materia de debate. Pero el descontento es
evidente. Si a esto le sumamos que la facción K dentro del gobierno manifiesta
sus discrepancias desde una perspectiva testimonial y exige una radicalización
pero sin ofrecer respuesta acerca del cómo y hacia dónde radicalizarse, el
camino hacia el 2023 es una incógnita o, lo que es peor, es casi una certeza.
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