Si es verdad que Mauricio Macri gobernó hasta las PASO que
perdió en 2019, podría decirse que el gobierno de Alberto gobernó 99 días. Los
manuales de historia dirán que cumplió su mandato y entregó la administración
el 10 de diciembre de 2023 pero no pudo llegar al día 100 porque atravesó una
pandemia desde el 19 de marzo de 2020 y, cuando salía de ella, firmó un acuerdo
con el FMI que condicionó fuertemente su política económica. Una verdadera co-conducción,
con el detalle de que el co-conductor es el que tiene la plata y el que
determina cada tres meses si te la presta para que no caigas al default. Así,
entonces, en diciembre de 2023 se habrá entregado un “gobierno interruptus” o
un “no gobierno”. Esta idea de un “no gobierno”, obviamente, es deudora de ese
concepto del antropólogo Marc Augé, usado hasta el hartazgo, cuando habló de
los “no lugares”. Un aeropuerto, una autopista, un supermercado, una habitación
de hotel, son “no lugares”, espacios por los que simplemente se transita pero
sobre los cuales es imposible establecerse. Son de paso; son para otra cosa; pero
Augé no habló de un no gobierno como el de Alberto Fernández. Pues entonces ¿de
qué se trata? Hay varias interpretaciones pero podría hablarse de un “no
gobierno” en términos de un período que es pura transición hacia otra cosa que
no sabemos que es pero que puede ser calva y llevar gobernando seis años la
ciudad de Buenos Aires. Sin embargo ni eso está claro. Lo único que sabemos es
que es un gobierno de tránsito. Lo saben los argentinos, probablemente lo sabía
CFK, y lo saben los del FMI que firmaron un acuerdo a 30 meses para sentarse a
negociar con un próximo gobierno las condiciones de la devolución de un
préstamo que es imposible pagar. Este elemento hace que sea difícil evaluar el
acuerdo por el simple hecho de que todos los intervinientes saben que las
condiciones impuestas serán revisadas cuando haya que hacer un nuevo acuerdo.
Aun así, lo que sabemos es que habrá ajuste y que el gobierno ya no decide
sobre los grandes números de la política económica. El ejemplo más evidente de
eso es que el famoso plan plurianual que había anunciado Alberto el día de la
elección no llegó, justamente, porque depende del FMI. Entonces no hay plan, ni
pluri ni anual. En todo caso, lo que no sabemos es si se podría haber negociado
mejor por el simple hecho de que es un contrafáctico. Tampoco sabemos qué
piensa Cristina porque no habla (ni sabemos qué piensa Alberto Fernández porque
habla y dice distintas cosas según el tiempo y el lugar). Lo que sí parece
obvio es que si la negociación se cierra a meses de que perdiste las elecciones
y el mismo día que te quedas sin reservas, tu fortaleza es baja y salir bien parado de allí depende de
la buena voluntad del acreedor que, en este caso, es el que brindó un préstamo
extraordinario violando todas las normas para que tu contrincante gane.
El no gobierno de Alberto instala la idea de reelección para
sostener algo de poder en este tránsito hasta diciembre de 2023. En política
nada es imposible pero su única posibilidad de continuidad es que los actores
del Frente estén cada vez más fragmentados y, a su vez, que las encuestas
muestren que Alberto es el mejor candidato. Es posible que suceda lo primero
aunque resulta remoto lo segundo y la renuncia de Máximo a la jefatura del
Bloque parece premonitoria. Las razones de Máximo y de alrededor de ese 30% de
diputados del FDT que votaron en contra del acuerdo son atendibles,
fundamentadas, contundentes y compartidas por buena parte de los votantes del
Frente. Lo que creo que se le recrimina es la sospecha de una lógica
especulativa y el carácter extemporáneo de la manifestación. ¿Por qué decirlo
ahora y no antes? Es que hoy no parece haber demasiado margen en la relación
con el FMI. Hay que firmar, abrir la boca, recibir el escuerzo y prepararse
para, posiblemente perder la elección. El tiempo de patear la mesa ya pasó, fue
durante 2020, con un gobierno fuerte y un apoyo importantísimo. Pero allí faltó
decisión y eso también lo va a pagar el kirchnerismo duro porque o bien fue
cómplice o bien negoció mal al interior del Frente y no pudo imponerle su
representatividad a Alberto. En este sentido, no creo que en 2023 obtenga
muchos votos una eventual versión del kirchnerismo duro que salga a la arena
electoral en solitario y afirmando: “Nosotros no votamos el acuerdo. La culpa
del desastre es exclusiva de Alberto”. Es que la versión troskokirchnerista se
sostiene en una máquina de traccionar votos como es CFK pero ante un eventual
corrimiento de ella de la contienda electoral, su futuro es incierto como lo es
hoy también su identidad, una suerte de gran ensalada en la que caben Evita
montonera, Perón andywarholeado, la socialdemocracia europea, Greta Thunberg y
las políticas identitarias de las universidades estadounidenses. Sin duda, se
trata de una toma de posición en el marco de una agenda cultural que se ha
impuesto en el último lustro y sobre la cual hay que posicionarse, pero eso
augura, al menos por ahora, haber elegido como interlocutores y adversarios a
los partidos radicales de izquierda y a los provocadores referentes de la
derecha libertaria. El punto es que todavía hay una Argentina que es más amplia
y no se siente representada por ninguno de esos sectores y pretender formar
parte de una tradición nacional popular supone
voluntad de poder antes que un principismo testimonial.
El no gobierno de Alberto es fruto del corsé creado por el
macrismo y de la falta de decisión política transformadora del Frente. En qué
porcentaje es imposible determinarlo aunque está claro que la acción del
macrismo fue la condición necesaria para la existencia del corsé. Con todo, el
condicionamiento que dejó Macri con una deuda impagable no se podía resolver
con un gobierno cuyo único objetivo sea que ninguno de la coalición se enoje gracias
a la distribución de cargos y caja. La ciudadanía percibió aquello y se lo hizo
pagar a un gobierno que aparentemente, a juzgar por las propias declaraciones
de Alberto, interpretó el mensaje de las urnas exactamente al revés. “La gente
nos pide moderación”, indicó, cuando la gente lo que está pidiendo es que
gobiernen y que hagan enojar a alguien porque si no hacen enojar a nadie los
que se van a enojar son los votantes del FDT. Y con “hagan enojar a alguien”
queremos decir, afectar un interés, modificar algo el estado de cosas, correrse
de la corrección política, de los clichés, de los tecnócratas sociales, y,
sobre todo, hacer que la gente viva un poco mejor. Y si nada de esto existe,
como alguna vez dijimos aquí, al menos creen un relato, una épica, un sentido
que movilice a las mayorías por una expectativa de futuro y no por los buenos
momentos del pasado. Son pocos los que votan por lo que ya pasó. Las sociedades
van para adelante, aunque muchas veces eso sea ingrato. Pero es lo que hay. Ofrezcan
entonces, al menos, una mentira de futuro, una mascarada. Pero ofrezcan algo.
Para finalizar, digamos que al no gobierno las cosas le
acontecen y le acontece también cumplir el sueño de la alternancia de los
iguales, un bipartidismo devenido bifrentismo cuyas diferencias son cosméticas.
Sin esperanza alguna de volantazo, tarea imposible tras el
acuerdo con el Fondo y en medio de una guerra que puede alterar todos los
números del mundo, el no gobierno de Alberto se aferra entonces a un milagro
económico que sería eso, un milagro, y a la fragmentación de todo el arco
político, el propio y el ajeno. Una competencia por ser el mal menor en un
contexto de crisis de representación total. En un horizonte de ajuste y con una
inflación enorme que encima será empujada por el frente externo, no queda claro
si se trata de una jugada riesgosa o de la única carta que le queda.
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