En Argentina puede ir
preso cualquiera menos un periodista. El periodismo es la única profesión que
da inmunidad. De aquí que, contrariamente a lo que se cree, no es la política
la que da fueros sino el periodismo. Uno podría aclarar que si un periodista
fuese preso no sería por ser periodista sino por haber cometido un delito. Pero
eso no importa. El periodismo es la corporación más corporativa. Hay
diferencias ideológicas en su interior pero, por derecha o por izquierda, en
algún momento cierran filas. Desde La
Nación a Página 12. Eso sí,
cuando se empieza a desagregar un poco hacia el interior de la corporación se encuentra
aquello que efectivamente daña la libertad de expresión. Es que la enorme mayoría
de los que trabajan de periodistas tienen sueldos miserables y están
precarizados. Sí, incluso, en los espacios progres, en los medios “buenos” que
le dan voz a los trabajadores. Ahí también cobran 15, 20, 30, 40 lucas. Los
únicos que se salvan son las estrellas del periodismo, esos que son capaces de
apretar empresas y gobiernos para que les pongan pauta. El resto vive de
migajas. Que esa mayoría de periodistas que están al borde pierda su trabajo
como ocurrió durante el gobierno anterior dicen que no afectó la libertad de
expresión; pero eso sí, si a alguno de los grandes periodistas se les termina
un ciclo nunca será visto como el cese de un contrato laboral sino como un acto
de censura. Es como si el periodista consagrado fuera la encarnación de un derecho.
Si esa persona no trabaja se está afectando un derecho de todos. No tienen la
misma suerte los zapateros por ejemplo. Siempre me llamó la atención cuando
algún notero interpela a una figura en la calle y cuando ésta no quiere hablar
le espeta “pero estoy trabajando”. ¿Se imaginan a un zapatero exigiéndonos en
la calle que le compremos sus zapatos porque está trabajando? Por encarnar en
sí mismo un derecho y por creerse una suerte de mediador con la sociedad civil,
el periodista cree que si no tiene un espacio no sólo se coarta la libertad de
expresión de él sino la de todos y como la libertad de expresión es esencial
para la democracia, culmina afirmando que, si él no habla, estamos en una
dictadura. Por eso los sistemas democráticos pueden tolerar que vayan
expresidentes presos pero no pueden tolerar ver un periodista tras las rejas.
Cualquier salame con un micrófono se transforma en mártir por nada. Y si se
quiere censurar a un periodista, en realidad no se dice que se ejerce una
censura sino que lo que se dice es que “no era periodista”. El programa 678
puede no salir más al aire y quienes se desempeñaron allí pueden ser
perseguidos, estigmatizados, castigados por quien sería presidente en un debate
presidencial, formar parte de listas negras y ser innombrables aun en los
medios con los que el programa tenía afinidad ideológica pero para poder lograr
esto primero hubo que determinar que “eso” no era periodismo y que allí no
había periodistas.
Ahora bien, si este
desarrollo que acabo de realizar es el correcto, los gobiernos deben manejarse
con inteligencia. Para bajar al llano y dar casos concretos: peticionamos ante
change.org que el dedo retwitteador de Alberto Fernández, o de quien
eventualmente pudiera manejarle la cuenta, se tome unas vacaciones. La razón es
sencilla: está logrando que se le levante el precio y que se victimen quienes
no tienen muchos valores y en general son victimarios. Si el gobierno sabe que
hay quienes actúan de mala fe y atacan como partido político pero se defienden
con la libertad de expresión, ¿no sería deseable evitar esas tonterías? Pero
hay más: esta misma semana trascendieron unas declaraciones de la flamante
Defensora del Público, Miriam Lewin, periodista de trayectoria. Se trató de
unas afirmaciones muy poco felices en torno a la figura de Baby Etchecopar
quien brilla por sus exabruptos retrógrados, fascistoides y misóginos antes que
por el aporte racional a los debates públicos. Lewin afirmó que desde la
Defensoría se buscará que Etchecopar no sea escuchado en la sociedad porque es
anacrónico y que para ello había que hacer un cambio cultural. En lo personal
comparto el diagnóstico respecto del anacronismo de Etchecopar pero un
funcionario público debe ser muy cuidadoso con sus palabras. Porque en todo
caso alguien podría preguntar: ¿y si fuera anacrónico qué? ¿Por ello desde el
Estado se va a diseñar una ingeniería social para transformar la cultura y
dejar de escuchar al presunto anacrónico? Quizás sea más fácil dejarlo con su
anacronismo y que la gente elija qué quiere escuchar. ¿No? Pero hay un punto
más: la Defensoría se pronunció a partir de las lamentables declaraciones de
Etchecopar donde, desempolvando el clásico antiperonismo y la metáfora
organicista que ha dado lugar a la creación de enemigos pasibles de ser
extirpados, indicó que la expresidenta era “el cáncer de la Argentina”. El
organismo determinó que “se trata de un acto de violencia simbólica y mediática
en relación con el ejercicio de los derechos de las mujeres en política” y le recomendó a ARTEAR, empresa dueña de
canal 13, coordinar una actividad de intercambio y capacitación para
visibilizar este tipo de problemáticas. ¿Sabrán en la Defensoría que el ataque
contra CFK fue político antes que misógino? Es que Baby Etchecopar hubiera
dicho lo mismo de CFK y de Evita pero también de Perón y de Néstor Kirchner.
Por lo tanto, el ataque a CFK es un ataque de clase, por razones políticas. Lo
que molesta de CFK a Etchecopar son los intereses que ella afectó durante su
gobierno, intereses que, curiosamente, eran compartidos por los que
participaban en la mesa de Mirtha Legrand el día que Etchecopar realizó el
exabrupto. Por ello, no la atacaron por mujer. La atacaron por peronista. Lo
habrá hecho mejor, peor o regular. Pero la atacaron por llevar adelante políticas
redistributivas. Por supuesto que, tanto Evita como CFK y la gran mayoría de
las mujeres que participan en política han padecido discriminaciones por su
condición de mujer pero el eje principal de los ataques lo han padecido no por
el género autopercibido sino por las ideas que defienden.
Además, en lo personal,
advierto cierto prejuicio iluminista, cierto tufillo a vanguardia iluminada en
esto de que ante cualquier hecho repudiable hay que mandar al repudiado a hacer
un curso. Hay un riesgo aquí de que finalmente, a aquel que no piense como yo,
se lo mande a hacer un curso como si lo que estuviese jugando allí, antes que
diferentes ideas, fuera una lucha entre la opinión de un ignorante, y la
opinión del que sabe que es, por supuesto, el que brinda el curso para que el
ignorante se desasne.
Ahora bien, ustedes
dirán: ¿se puede dejar que alguien exprese discursos de odio o difamaciones
libremente? Por supuesto que hay muy buenas razones para decir que no y de
hecho hay que evitar la paradoja de la libertad de expresión y de la tolerancia
que llevadas al terreno de lo absoluto le pueden dar lugar a los que están en
contra de la libertad de expresión y de la tolerancia para que acaben con
ellas. Y es que ningún derecho es absoluto y eso incluye al derecho a la
libertad de expresión. Pero dicho esto, luego entramos en las dificultades de
la regulación: ¿cuál es el criterio para regular? Recuerden que aunque todavía
hay controversia al respecto, las calumnias e injurias fueron despenalizadas. Claro
que lo hicieron por presión de los periodistas pero la lógica no es del todo
descabellada: una vez que se abre la puerta de la regulación o se otorga un
instrumento de sanción es muy probable que eso funcione como una pendiente
resbaladiza que acabe siendo más perjudicial aún.
En Argentina siempre
llegamos tarde, pero acostumbrados a que la censura provenga de la derecha, no
estamos notando que se está generando un clima cultural que, aun enarbolando
banderas y reivindicaciones encomiables, está derivando en formas indirectas de
la censura. De hecho, apenas unos días atrás, 150 referentes de la cultura,
entre los que se encuentran JK Rowling, Noam Chomsky, Margaret Atwood, Ian
Buruma, Gloria Steinem, Martin Amis y Salman Rushdie, firmaron una carta
abierta contra el activismo progresista estadounidense que, en nombre de la
corrección política, está fomentando una cultura de la intolerancia, la
cancelación, la persecución y los castigos desproporcionados.
En la carta admiten el “necesario ajuste de cuentas” con un pasado de
injusticias racial y social pero advierten que se ha intensificado también “un
nuevo conjunto de actitudes morales y compromisos políticos que tienden a
debilitar nuestras normas de debate abierto y de tolerancia de las diferencias
en favor de una conformidad ideológica”. Es difícil imaginar que se pueda
acusar de misógina a Margaret Atwood o de reaccionario a Chomsky y sin embargo,
la carta continúa afirmando: “El libre intercambio de información e ideas, la
savia de una sociedad liberal, está volviéndose cada día más limitado. Era
esperable de la derecha radical, pero la actitud censora está expandiéndose en
nuestra cultura”.
Asimismo, la carta abunda en algo que se está viendo también en nuestro
país: “Los responsables de instituciones, en una actitud de pánico y control de
riesgos, están aplicando castigos raudos y desproporcionados en lugar de
aplicar reformas pensadas. Hay editores despedidos por publicar piezas
controvertidas; libros retirados por supuesta poca autenticidad; periodistas vetados
para escribir sobre ciertos asuntos; profesores investigados por citar
determinados trabajos (…) Como escritores necesitamos una cultura que nos deje
espacio para la experimentación, la asunción de riesgos e incluso los errores.
Debemos preservar la posibilidad de discrepar de buena fe sin consecuencias
profesionales funestas”.
Por último, y a
manera de síntesis, hago mías las palabras con las que culmina la carta: “La
restricción del debate, la lleva a cabo un Gobierno represivo o una sociedad
intolerante, perjudica a aquellos sin poder y merma la capacidad para la
participación democrática de todos” (…) La manera de derrotar malas ideas es la
exposición, el argumento y la persuasión, no tratar de silenciarlas o desear
expulsarlas”.
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