A pesar de que las protestas
generadas a partir del asesinato de George Floyd a manos de un policía blanco
parecen haberse aplacado, la cuestión racial sigue estando en el centro de la
agenda política y mediática, y logró desplazar, al menos por un tiempo, la
problemática de género. Si bien cada movimiento tiene su historia, su
particularidad y su potencia, la disputa por la igualdad que han llevado
adelante los negros y las mujeres transforma a estos dos grupos en los más
representativos de las políticas de la identidad que han aparecido en los
últimos años y su visibilización se ha traducido en distintas políticas
públicas.
Insisto en que trazar
paralelismos tiene sus limitaciones pero hay discusiones teóricas y prácticas
comunes que me interesaría revisar porque sus consecuencias pueden ser de
relevancia para muchos de los debates actuales. En especial voy a hacer
hincapié en la problemática del transracialismo. Para quien no esté
familiarizado con el término, podría decirse que, dado que podemos hablar de
personas transgénero y aceptamos que una persona con genitales masculinos pueda
autopercibirse mujer y viceversa, hay quienes plantean la posibilidad de
personas que puedan autopercibirse como pertenecientes a una raza distinta a la
que expondría “el dato biológico”. Más allá de que somos conscientes de lo
problemático que es hablar de “raza” y de “biología” en este caso, la pregunta
es qué pasaría si, por ejemplo, una mujer blanca se autopercibiera negra y
exigiera ser reconocida como tal.
Éste ha sido el caso de
Rachel Dolezal y su ejemplo generó una polémica enorme en Estados Unidos
durante el año 2015. Fue tal la repercusión que su historia llegó a Netflix en
el formato de un documental titulado “The Rachel divide”.
Dolezal era una reconocida
activista de la causa negra perteneciente a la National Association for the Advancement of Colored People
(NAACP) en Spokane, Washington, hasta que un día se revela que sus padres eran
blancos y que ella había mentido. Efectivamente, Rachel era blanca pero
utilizaba un maquillaje para oscurecer, en parte, su piel; se hacía un peinado
especial que lucía estilo “afro”; mostraba fotos con un negro al cual
presentaba como su padre; se había casado con un negro; tenía un hijo negro y
había adoptado a sus hermanos adoptivos que también eran negros, tras una
disputa familiar con sus propios padres y con su hermano biológico, obviamente,
blancos. Éste último, a su vez, había sido acusado de violación por una de las
hermanas negras adoptivas de Rachel, apareciendo esta última como testigo en el
juicio que se iba a sustanciar meses después de revelarse el escándalo. Parecía
difícil encontrar un mejor guión para Netflix pero era una historia real.
Tras
la humillación pública y el rechazo de la organización y de la gran mayoría de
la población negra, Rachel reconoce la mentira, se asume blanca de origen, pero
afirma que ella se autopercibe negra y que así lo hacía desde 2006. Incluso hay
miembros de la comunidad que reconocen todo lo que ella hizo por ellos. Sin
embargo es defenestrada públicamente, publica un libro que es un fracaso y su
poca habilidad en el manejo de la comunicación la condena aún más. Su caída en
desgracia es total y hasta decide cambiarse el nombre para dejar de ser
señalada e intentar comenzar una nueva vida. Sin embargo, lo interesante es que
ella se pregunta: ¿quién decide quién es negro? ¿Quién protege, define y es
dueño de esa identidad? ¿Tenemos derecho a vivir como sentimos que somos? Estas
preguntas retóricas que Rachel Dolezal realiza no hacen más que complementar su
idea en torno a que ni la raza, ni la cultura ni la identidad étnica son
biológicas sino un simple constructo social. La misma idea que permite
justificar los desarrollos de buena parte de la nueva ola feminista que incluye
en el colectivo feminista a las “diversidades” englobadas en el espacio LGBT.
El
paralelismo entre lo transgénero y lo transracial es el que inspiró a la
investigadora Rebecca Tuvel del Rhodes College de Tennessee, para enviar, en
2017, a Hypatia, una de las revistas
más importantes en temática feminista, un artículo titulado “In defense of
transracialism”. Allí Tuvel expresa que, dado que las razones que son válidas
para justificar el transgénero deberían ser suficientes para justificar el
transracialismo, no se entiende por qué se celebra al primero y se condena al
segundo. Esta asimetría queda expuesta justamente el año en que estalla el
escándalo de Rodazel porque en ese mismo 2015, mientras ésta era atacada por su
pretensión transracialista, la revista Vanitiy
Fair le daba la tapa y la “bienvenida a la legitimidad” a Bruce Jenner, un
transgénero que había vivido como varón durante buena parte de su vida y que
había sido un exitoso deportista profesional, hasta que decidió
“transformarse”, llamarse Caitlyn Jenner y adecuar su apariencia con su
autopercepción.
Tuvel
examina cuatro objeciones contra el transracialismo: la primera es que
solamente se puede considerar negro a quien haya crecido como tal y padecido la
experiencia discriminatoria que eso supone; la segunda es que la sociedad
entiende que, al menos en materia de lo que aquí denominamos “raza”, la
ascendencia o “lo biológico”, juega un rol “objetivo” que impide el “traspaso”
de una raza a otra; la tercera objeción, por su parte, indica que la
posibilidad de autopercibirse de otra raza supone una afrenta y una apropiación
cultural; y la última afirma que el hecho de que una mujer blanca pueda
“transformarse” en negra es una demostración más de los privilegios de ser
blanco.
Sobre
la primera objeción, Tuvel advierte que no queda claro por qué la única
experiencia validada para legitimar la pertenencia a la raza negra sea la
experiencia de racismo y discriminación pasada y no la experiencia de racismo y
discriminación presente. En otras palabras, si una mujer o varón blancos,
supongamos, a los 30 años, comienzan a autopercibirse negros, no van a haber
padecido la discriminación hasta ese momento pero sí comenzarían a padecerla
desde que pasan a considerarse negros. ¿Por qué valdría más la experiencia
anterior que la actual y la futura? Asimismo, si esta objeción valiese contra
los transraciales debería valer contra los transgéneros, especialmente en
aquellos que se autoperciben mujeres a pesar de haber nacido con genitales
masculinos. Si lo que importa es la experiencia de ser mujer, un individuo
trans que “llega” a ser mujer “después”, no habría padecido lo que una mujer presuntamente
padece en una sociedad heteropatriarcal.
En
cuanto a la segunda objeción, se trata de una suerte de argumento
contextualista por el cual, en la medida en que existe un acuerdo
intersubjetivo de la sociedad en lo que respecta a vincular la identidad de
raza con los antepasados biológicos, no existe manera de que la propuesta
transracial prospere. Como para apoyar con mejores fundamentos, Tuvel utiliza
un argumento de Cressida Heyes por el cual se indica que la sociedad permite el
transgénero pero no al transracial por el hecho de que el transgénero actúa sobre
su propio cuerpo, sin ningún tipo de vínculo “exterior” mientras que el
transracial, en alguna medida, estaría determinado por ese vínculo “exterior”
que es la ascendencia. Es decir, un varón puede elegir ser mujer porque su
identidad depende solo de sí mismo pero un blanco no puede elegir ser negro
porque su identidad depende de algo que va más allá de su cuerpo, algo que lo
determina y lo limita. Sin embargo, según Tuvel, este complemento no logra
salvar la objeción. Al fin de cuentas, durante mucho tiempo la sociedad
occidental no permitía ni legalizaba la posibilidad de cambiar de género y, sin
embargo, se luchó por cambiar el statu
quo hasta que se lo transformó. Decirle a un transracial que no puede
cambiar de raza porque hasta ahora la sociedad ha creído que eso no está bien ya
que considera que la raza se define por ascendencia, sería un típico ejemplo de
falacia naturalista por la cual se solapan el ser y el deber ser.
La
tercera objeción, referida a un supuesto intento de apropiación cultural, también
es rebatida por Tuvel con el siguiente argumento: podría interpretarse que
alguien se apropia cuando sigue perteneciendo a una identidad apropiadora (un
blanco que “se hace el negro” pero no deja de ser blanco); o que incluso hace
apropiaciones circunstanciales con objeto de burla o por razones triviales como
un status o una moda. O sea, podría ser que un blanco se haga un peinado afro o
use ropa identificada con la ropa que usan los negros y esto sería condenable
aparentemente. Sin embargo no se trataría del caso de Rodezal quien decía
sentirse genuinamente negra y no hay razones para suponer lo contrario.
Asimismo, si este argumento fuera útil contra los transraciales también podría
utilizarse contra los transgéneros que podrían apropiarse de los modos del otro
género con deseo de burla o sin renunciar a la identidad “apropiadora” “varón”
que “se hace mujer”.
En
cuanto a la última objeción, se dice que poder “autopercibirse negro” es una de
las ventajas de ser blanco porque la sociedad no acepta que un negro se
autoperciba blanco y porque, al fin de cuentas, un blanco siempre puede
“volver” a su condición de tal. Aquí Tuvel advierte que adoptar una identidad
discriminada no parece formar parte de ningún privilegio sino más bien la
renuncia a uno; y que, una vez más, el mismo argumento podría utilizarse contra
los trans con genitalidad masculina que se autoperciben mujeres (salvo que
hubiera una operación de reasignación de sexo). ¿Por qué es una ventaja del
hombre blanco autopercibirse negro y no es una ventaja del varón autopercibirse
mujer?
Si
bien los argumentos de Tuvel parecen sólidos, la reacción no tardó en llegar y
casi 1000 personas, entre ellas, académicas de prestigio, firmaron una nota
denunciando que la nota ofendía a determinados colectivos y que no dialogaba lo
suficiente con el corpus académico. Como suele ocurrir en estos últimos
tiempos, la revista acabó cediendo, asumió que el daño se había producido y terminó
pidiendo disculpas.
Con
todo, el artículo resulta interesante porque deja expuesta las controversias conceptuales
y prácticas de quienes defienden políticas de identidad e incluso tensiones al
interior de los movimientos. Para decirlo en términos simples, si la biología
no juega ningún rol, si no hay ningún “dato” exterior que ponga dique a las
capacidades de la autopercepción, no se entiende por qué se celebra el
transgenerismo pero se rechaza el transracialismo. Sin embargo, claro está,
aceptar la posibilidad de una suerte de “trans universalismo” por el cual
cualquier individuo pudiera autopercibirse lo otro de sí u otra cosa generaría
una pendiente resbaladiza que derivaría en la necesidad de aceptación de otro
tipo de identidades o transformaciones que, al menos hasta el día de hoy, no
son aceptadas socialmente. Se habla de “trans capacitados”, por ejemplo, para
aquellos sujetos que se autoperciben discapacitados y hasta en algunos casos
han llegado a automutilaciones para “sentirse” parte; y de casos todavía más
extremos como un grupo de “transhumanos”, esto es, un grupo de individuos que
nacieron humanos pero que hoy se autoperciben de distintas maneras no humanas.
Si dejamos de lado la corrección política por unos instantes, parece difícil
poder justificar la existencia de transhumanos y la única manera de poner un límite
a lo que muchos seguramente consideran delirante es “la biología”. Usted no
puede autopercibirse caballo porque es un humano, podría advertir alguien, aun
a riesgo de ser considerado fascista. Pero el problema es que ese argumento
podría utilizarse contra los transgénero que hoy poseen aceptación creciente
dentro de la sociedad.
Asimismo,
hay una enorme irresponsabilidad de la política en torno a qué tipo de
legislaciones habría que utilizar para estos casos. Si en muchas partes del
mundo las mujeres y los varones se jubilan a distintas edades, ¿a qué edad se
jubilaría un no binario que exige que se quite el sexo del documento? ¿A la
misma edad de la mujer? ¿A la misma edad del varón? ¿A una edad intermedia? ¿O
acaso hay que igualar las edades de jubilación, lo cual afectaría a las mujeres
porque, si se iguala, lo que va a ocurrir es que se les va a exigir a las
mujeres que se jubilen más tarde? ¿Y qué tipo de derechos le corresponden a un
transhumano? ¿Los de la persona humana? ¿Los de la persona animal caballo? ¿Un
transcapacitado debe tener un certificado que acredite su condición
autopercibida y que le otorgue las prerrogativas de los discapacitados no
autopercibidos? ¿Qué pasaría con lo que podríamos llamar “transetarios”, esto
es, personas que autoperciban una edad diferente a la que “tienen”? ¿Podría
pedir una beca para jóvenes alguien cuya edad, llamemos, “biológica”, es de 85
años?
El
debate es complejísimo pero es para evitar este tipo de derivaciones que
existen líneas dentro de los estudios vinculados a la raza y al interior del
feminismo, que de una u otra manera acaban llegando a la definición de algo así
como una identidad esencial “negra” o “mujer” que remitiría a algún dato que
escaparía a la idea de que todo es un constructo social. Pero, claro está, si
se defiende este tipo de identidades esenciales fundamentadas en “datos
objetivos”, toda la corriente de pensamiento posmoderno, constructivista y
subjetivista que está imponiéndose en las academias y en los debates públicos
quedaría debilitada para justificar políticas públicas y transformaciones
sociales. Si finalmente acabará triunfando una línea u otra, o acabarán
conviviendo ambas aun a riesgo de generar legislación contradictoria e injusticias,
lo desconozco. Con todo, es evidente que los debates públicos no siempre se
ganan por la coherencia y los mejores argumentos.
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