miércoles, 26 de febrero de 2020

El espejo roto de las minorías (publicado el 20/2/20 en www.disidentia.com)


Es difícil e inútil intentar caracterizar de una única manera un determinado tiempo histórico pero no se falta a la verdad si afirmamos que el problema de la representación está en el centro de las principales controversias que hoy atraviesan los debates públicos. Si bien puede que haya sido así a lo largo de toda la historia de Occidente, o al menos desde que se abandonó la democracia directa, lo cierto es que la gran mayoría de los conflictos parecen estar vinculados a que buena parte de la ciudadanía no se siente representada ni por los políticos ni por el resto de las instituciones que conforman sociedades complejas como las actuales. Cada país y cada comunidad tiene sus propias reglas, su historia y sus tensiones pero la sensación es que las reivindicaciones y exigencias cada vez más fragmentadas y específicas desbordan cualquier  modelo y hacen que ninguna organización social pueda sustraerle a sus miembros el sentimiento de no sentirse representados.
No tenemos aquí el espacio suficiente para realizar un rastreo conceptual de todas las discusiones que se han dado en torno a la noción de representación ni de las distintas soluciones históricas que se han brindado pero en términos generales cualquiera podrá entender que si no es uno mismo el que se presenta o representa, el hecho de delegar esa voluntad en un tercero admite la posibilidad de que ese tercero, finalmente, acabe defraudando nuestras expectativas. Eso es lo que sucede cuando, por ejemplo, votamos a un político para que nos represente en función de sus promesas de campaña y luego, al obtener la representación, su accionar dista mucho de lo que había prometido.
La situación es problemática porque en países con millones de personas es imposible logísticamente que cada uno de nosotros tenga voz y voto para cada una de las decisiones que toma un gobierno. De aquí que los países busquen generar mecanismos de participación más o menos directa de la ciudadanía o, en todo caso, mecanismos que permitan que la voluntad popular se sustancie atravesando la menor cantidad de filtros posible.
Pero si de filtros hablamos, justamente, tenemos que pensar que la noción de representación moderna, especialmente en su tradición liberal/republicana, buscaba justamente eso, esto es, filtrar la voluntad popular a través de representantes que, con un dejo claramente aristocrático, sabrían mejor que el propio pueblo lo que es bueno para el pueblo. Dicho de otra manera, el representante recibiría una suerte de mandato popular pero también gozaría de un cierto espacio de libertad para, enfrentado a una situación x, tomar una decisión, aun cuando ésta sea percibida como “negativa” por el propio pueblo que le había otorgado aquel mandato.  
Para ilustrar este punto podemos remitir al clásico libro El Federalista, texto fundamental para la constitución de los Estados Unidos, donde James Madison, hablando de la importancia del Colegio Electoral, afirma que ese sistema permite a los representantes “refinar y elevar las opiniones públicas, haciéndolas pasar a través de un cuerpo elegido de ciudadanos, cuya sabiduría sea la que mejor pueda discernir el verdadero interés de su patria, y cuyo patriotismo y amor a la justicia difícilmente sacrificarían por consideraciones temporales o parciales”.
 En este mismo sentido, y para eludir la presión de las facciones, otra mediación clave que se expone en El Federalista es la de constituir distritos electorales amplios y periodos largos de cumplimiento de los mandatos en el Congreso para que “hicieran al cuerpo más estable en su política y más capaz de contener las corrientes populares que tomaran una dirección equivocada, hasta que la razón y la justicia recuperaran su ascendiente”. Esta necesidad de mayor estabilidad es la que hace que, para escándalo de muchos republicanos actuales, los autores de El Federalista brinden interesantísimas razones para justificar, por ejemplo, la reelección indefinida del cargo de presidente.
Con todo, y volviendo a la cuestión general de la representación, decíamos que el espacio de libertad del que todo representante debe gozar es el que hace que algunos de los representados acuse de traiciones varias al representante en cuestión dado que muchas veces el elegido toma decisiones que van a contramano del mandato o al, menos, van a contramano de lo que alguno de sus votantes consideraba que era un mandato.

Ahora bien, como dejé entrever anteriormente, hay distintas modalidades a través de las cuales los sistemas de representación intentan garantizar que la voluntad popular no acabe diluyéndose en la infinita cantidad de mediaciones existentes. Sin embargo, en la actualidad, pareciera que estos canales no alcanzaran y comenzaran a imponerse legislaciones que van a contramano de los valores de universalidad de la representación. El argumento es, en parte, atendible, y viene de la mano de la nueva ola de políticas identitarias que denuncian a las democracias modernas representativas de haberse transformado en un sistema cuyo diseño acaba favoreciendo a determinados sectores de la sociedad, esto es, los ricos, los poderosos, los varones, los blancos, los heterosexuales, los que profesan la creencia mayoritaria, etc. Se afirma que esto sucede porque en general los representantes son ricos, poderoso, varones, etc. de lo cual se sigue que el modo de acabar con esta representación que solo representa a un sector de la sociedad sería establecer los mecanismos para que aquellos no representados puedan tener un lugar de voz y voto. Una vez más, los mecanismos y las variantes son casi infinitas pero en general se habla de políticas de discriminación positiva que deriven en leyes de paridad, cupos o escaños reservados para lo que cada país considere una minoría “oprimida” (lo que a la fecha suele equivaler a “mujeres” o “minorías étnicas”).  
Se supone, claro está, que la representación funciona de manera especular y que, entonces, solo un negro puede representar a los intereses de los negros, solo una mujer a los intereses de la mujer y así se podría continuar incluyendo todo tipo de identidad que alcance la suficiente capacidad de presión social como para obtener un espacio.
Estos puntos de vista basan sus exigencias en la evidencia de que las políticas de la modernidad, ciegas a toda diferencia, no han sido capaces, en la práctica, de dar cuenta de muchísimas reivindicaciones, en algunos casos de grupos o ciudadanos que, en su conjunto, fueron considerados una minoría en términos cualitativos, esto es, en tanto no eran parte de “la norma”. Sin embargo, un sistema que avance en esta lógica de asignar espacios en función de determinadas identidades corre el riesgo de generar otras inequidades además de trasladarnos a tiempos premodernos de sociedades estamentales.
En primer lugar porque siempre habrá controversia acerca de la lista de minorías que deben ser representadas. ¿Por qué las mujeres sí y los negros no? ¿Por qué los negros sí y los gays no? ¿Por qué los gays sí y los musulmanes no? ¿Por qué los musulmanes sí y los discapacitados no? ¿Por qué los discapacitados sí y los indios de la tribu x no? ¿Por qué los indios de la tribu x sí y los indios de la tribu y no? Si la respuesta es “porque unos son más relevantes que los otros socialmente”, o “porque unos tienen mayor capacidad de lobby que los otros” le estamos haciendo flaco favor a las minorías que a priori deseamos visibilizar. Además se generarían situaciones indiscernibles para el caso de algún aspirante al cargo que poseyera más de una de las identidades mencionadas. Esto es, ¿para qué grupo calificaría la persona que fuera mujer, negra, homosexual, musulmana, discapacitada y miembro de una tribu autóctona?
En segundo lugar, porque aun cuando supongamos que la representación funciona como un espejo y que solo puede representarnos aquel representante que “sea como nosotros”, ese “ser como nosotros” siempre deja abierto un espacio de libertad/diferencia porque, al fin de cuentas, el representante, por más que se nos parezca mucho, nunca es exactamente idéntico a nosotros. Esto obedece a la obviedad de que ninguna persona es igual a otra y a otra obviedad que suele pasarse por alto y es que los grupos elegidos para que tengan representación nunca resultan homogéneos. En Argentina, por ejemplo, se implementó una ley de paridad de género. Sin embargo, una vez conformadas las listas, quedó en evidencia que muchas de las mujeres seleccionadas no pertenecían al campo ideológico del feminismo que había impulsado la ley de paridad. A partir de ahí existió una campaña en redes sociales que exigía “feministas en las listas”. Se mostró así que ese “ser igual a nosotros” no era, entonces, “ser mujer” sino, “ser feminista”, porque, evidentemente no todas las mujeres son feministas.
Del mismo modo podríamos pensar en infinidad de casos a lo largo del mundo donde el representante de la minoría étnica finalmente acaba tomando decisiones que difieren de los intereses de su minoría o se distancian de los intereses de una parte de esa minoría. Y lo mismo sucedería si en algún momento se decidieran reservar escaños o cupos para el colectivo LGBT, los discapacitados o cualquier grupo que se considere minoría y entienda que su perspectiva solo podrá ser representada en el parlamento por “uno de los propios”.
A propósito, y para finalizar, permítanme la licencia de ilustrar el problema de la representación especular a partir de un fragmento del libro de Jorge Luis Borges titulado El libro de los seres imaginarios.
Allí dedica un fragmento a unos supuestos “Animales de los espejos” que referirían a la legendaria época de un mítico Emperador Amarillo:

“En aquel tiempo, el mundo de los espejos y el mundo de los hombres no estaban, como ahora, incomunicados. Eran, además, muy diversos; no coincidían ni los seres ni los colores ni las formas. Ambos reinos, el especular y el humano, vivían en paz; se entraba y se salía por los espejos. Una noche, la gente del espejo invadió la tierra. Su fuerza era grande, pero al cabo de sangrientas batallas las artes mágicas del Emperador Amarillo prevalecieron. Éste rechazó a los invasores, los encarceló en los espejos y les impuso la tarea de repetir, como en una especie de sueño, todos los actos de los hombres. Los privó de su fuerza y de su figura y los redujo a meros reflejos serviles. Un día, sin embargo, sacudirán ese letargo mágico.

El primero que despertará será el Pez. En el fondo del espejo percibiremos una línea muy tenue y el color de esa línea será un color no parecido a ningún otro. Después, irán despertando las otras formas. Gradualmente diferirán de nosotros, gradualmente no nos imitarán. Romperán las barreras de vidrio o de metal y esta vez no serán vencidas”.

Este fragmento de Borges nos muestra que aun cuando pueda haber buenas intenciones, avanzar hacia un tipo de representación especular no garantiza que se vean representadas las minorías que en la representación moderna ciega a las diferencias estuvieron, en parte, silenciadas. Porque la lógica de pretender representar todas las identidades en sí mismas lleva a un infinito que deviene absurdo y porque podremos, como el Emperador Amarillo, forzar a los representantes y obligarlos a acatar nuestra voluntad pero será una victoria pírrica. Es que aun en los grupos que se presentan como homogéneos, la heterogeneidad ha irrumpido. La diversidad existe también al interior de los grupos diversos y pretender representarla llevaría a negar la propia idea de representación porque la atomización es tal que la única manera de que se garantice nuestra voluntad sería participando de forma directa. Y esto resulta imposible en términos prácticos.
Así, pretendemos que el espejo represente nuestra voluntad, pero nuestra voluntad ya está fragmentada, ya está completamente rota. Como el espejo, ése al que todavía, y de manera ingenua, le exigimos que nos imite y se comporte como nosotros queremos.    





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