“Los pumas y el país soñado. Respeto por la autoridad, reglas
de juego inquebrantables y solidaridad. Competencia dura pero leal y
reconocimiento por el esfuerzo a quien no se considera un enemigo. El efecto
del rugby en las villas. La metáfora de una Argentina posible. ¿Por qué en
política domina el modelo tramposo del fútbol?”. La cita pertenece a la tapa de
la Revista Noticias del 6 de octubre
de 2007 y se realizó a días de las elecciones que llevarían a Cristina Kirchner
al gobierno y en el marco del pleno fervor por el mundial de rugby en el que
los pumas obtendrían un histórico tercer puesto.
Leer esa tapa hoy, a días de conocer el caso de los diez
rugbiers de Zárate que habrían asesinado a Fernando Báez Sosa a la salida de un
boliche en Villa Gesell, produce una mezcla de sonrisa irónica e indignación ya
que este episodio parece derribar una a una las afirmaciones recién mencionadas
aunque, para ser justos con la revista, no fueron un invento de ella sino que,
en todo caso, representan la cosmovisión, los estereotipos y las fantasías de
una parte importante de la Argentina. Pensémoslo: ¿“Respeto por la autoridad”?
¿“Reglas de juego inquebrantables y solidaridad” y “competencia leal” que no considera
al otro como enemigo cuando diez valientes con musculitos fajan a un tipo
tirado en el piso? Asimismo, la tapa dice mucho porque deja entrever que este
tipo de valores que tendrían los rugbiers funcionarían como modelo frente a “la
cultura villera”, acercándonos a un presunto estadio civilizacional superior. Y
si esto fuera poco, la tapa hace su bajada política, o, habría que decir,
antipolítica, lo cual, claro está, es una bajada política, equiparando las
trampas en el fútbol con la política. Se reproduce así la contraposición burda
entre los valores de la Argentina blanca y aristocrática que juega al rugby, y
los valores de la Argentina futbolera peronista de los negros tramposos. A esto
se le agrega, porque hay que recordar que ya por esa época empezaba a circular
la imbecilidad de que el kirchnerismo era un populismo que seguía a Carl
Schmitt y a Laclau afirmando que el otro era un enemigo, la idea de que la
Argentina aristocrática de los rugbiers era la Argentina de todos (de hecho ese
discurso fue calcado meses después, en 2008, cuando “el campo” reemplazó al
“modelo rugbier”), mientras que la propuesta de redistribución de la riqueza
que proponía el peronismo, más o menos perfectible o más o menos criticable,
venía a dividir a los argentinos.
Dicho esto, podríamos dedicar las próximas líneas a denunciar
las contradicciones de comunicadores o la manipulación de la opinión pública
pero quisiera posarme en algo menos obvio. Me refiero al modo en que parte de
la prensa y un sector de la opinión pública que, a priori, desde el punto de
vista ideológico, estaría en las antípodas de quienes aplaudían y se sentían
identificados con aquella tapa de Noticias,
cayeron en estereotipos y afirmaciones equiparables a las mencionadas
anteriormente si bien fueron realizadas desde la presunta profundidad de
sociologismos baratos y teorías de la sospecha.
De hecho, pasaban las horas y la generalización era tal que
estuvimos a un pasito de que algún legislador oportunista pidiera la
prohibición del rugby. Si antes teníamos los valores aristocráticos de la
Argentina blanca rugbier, ahora todo eso era sinónimo de crimen, racismo,
machismo, discriminación, salvajismo, dictadura, oligarquía, etc; si en aquella
tapa ser rugbier implicaba pertenecer a la esperanza de una Argentina posible y
mejor, ahora serlo era formar parte de una línea de continuidad con todo lo más
oscuro de la historia nacional. Y lo voy a decir a título personal. Porque podría
confesar que hasta puede que tenga un encono personal con muchas de las cosas
que representa el rugby, encono probablemente fundado en razones ideológicas y
de clase, pero no puedo ser tan idiota de hacer una generalización tal que estigmatice
a todo aquel que le guste practicar el deporte de la pelota ovalada o a todo
aquel que pertenezca a la clase alta. Incluso permítanme agregar otra
afirmación incómoda: si la justicia confirmara el accionar de estos diez
muchachos, incluyendo la reverenda hijiputez de haber señalado como culpable a
un pobre pibe que estaba cenando tranquilo a kilómetros de los hechos, no
tendría ningún empacho en afirmar que me parecen seres despreciables, pero de
ahí a la demonización total ejercida especialmente por periodistas (muchos de
los cuales, por cierto, aplaudían la tapa de la revista Noticias en 2007) me parece también execrable, máxime cuando se
hace con la lógica del minuto a minuto, espectacularizadamente y sin
información. Por cierto y más allá de este caso particular, ¿será la audiencia
la que exija que todos los autores de actos delictivos deban ser presentados
como demonios y todos los que lo sufren sean presentados como ángeles? ¿O será
una lógica del morbo mediático para conmover más a aquellas audiencias? No es
este el momento para desentrañar la eterna discusión del huevo y la gallina pero
sí para advertir que el punitivismo esta vez no estuvo en los sectores de
derecha, o por lo menos no por las razones que suelen esgrimir los sectores de
derecha, sino que estuvo en los sectores progresistas, de izquierda. Esa idea
de que tienen que pagar pudriéndose en la cárcel y que ojalá sufran todo tipo
de vejaciones estando presos, está en el marco de la misma lógica de aquellos
que, cada vez que el que comete el delito forma parte del universo “pibe
chorro”, piden bajar edad de imputabilidad, subir las penas y que padezcan todo
el horror posible en las cárceles como si estar privado de la libertad supusiese
estar privado de todo derecho.
Contrariamente a lo que suponemos, entonces, la grieta
ideológica no distingue entre derechas punitivistas e izquierdas garantistas
sino entre derechas punitivistas e izquierdas que ejercen el punitivismo
selectivamente.
Porque si somos de izquierda y el que cometió el delito es
pobre o marginal, el manual nos indica que la responsabilidad individual se
diluye y lo que parece haber cometido el delito es “la desigualdad”, algo que,
por supuesto, no toma en cuenta que la enorme mayoría de pobres o marginales no
comete delitos. Se dice, entonces, desde la izquierda, que debemos hacer todo
lo posible para reinsertar a esa persona en la sociedad y paralelamente
disminuir las condiciones de desigualdad. En lo personal me siento parte de ese
ideario pero si desde ese mismo espacio ideológico voy a suspender mi
garantismo cada vez que el que cometió el delito es “mi adversario”
social/político/económico/de género, etc. entonces prefiero apartarme. Porque
no puedo exigir presunción de inocencia, penas razonables y derechos solo para
las causas, los sectores o los individuos que mi ideología me inclina a
defender mientras que cuando se trata de “los otros”, de “los malos”, pido
escraches, condenas mediáticas, fin de la presunción de inocencia y de toda
garantía, cadenas perpetuas y hasta pena de muerte.
En síntesis, no puedo ser garantista solo con los que
considero buenos o a priori aparecerían como víctimas porque denuncian algo.
Las garantías, y ésa es la conquista de los sistemas de derecho modernos,
también las deben tener los hijos de puta y aquellos sujetos que por las
razones que fueran, objetivas o subjetivas, resultan, o nos resultan,
despreciables. Sé que es difícil pero si querés vivir en comunidad, habrá que
hacer el esfuerzo. Si no lo hacés por bondad o por convicción hacelo por miedo.
Porque, ¿qué pasaría si la injusticia un día te toca a vos?
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