Se sabe que a Stalin le gustaba contar anécdotas a sus colaboradores más
cercanos y entre sus favoritas estaba la de las 24 perdices. Sucedió en lo que era
un día de caza, algo habitual para el georgiano. Tomó una parka, sus esquíes y
su fusil para recorrer 13 kilómetros bajo las inclemencias del tiempo. Allí, de
repente, observa 24 perdices en la rama de un árbol con tanta mala suerte para él
que solo tenía 12 cartuchos. Aun así, decide disparar, mata 12 perdices, luego
regresa a la casa que había quedado 13 kilómetros atrás, recoge otros 12
cartuchos, se vuelve a movilizar hasta donde estaban las restantes 12 perdices
que seguían en la misma rama, y las mata.
La anécdota aparece en el libro de Milan Kundera, La fiesta de la insignificancia, que a su vez remite a otro libro,
en este caso, Las memorias de Jrushchov,
el sucesor de Stalin. Pero lo curioso no es la anécdota en sí sino lo que
sucede en quienes la escuchan. Porque estoy seguro que el lector, al igual que
me ha sucedido a mí, lo primero que hace es reírse puesto que todos sabemos que
es imposible que esa anécdota sea real. Sin embargo, Kundera afirma que los
colaboradores de Stalin no rieron. De hecho, solo se indignaron y así lo
expresaron cuando Stalin se retiraba. Todos interpretaron que era una mentira.
Lo que no entendieron es que era una broma. ¿Por qué? Kundera responde: “porque
todos [alrededor de Stalin] habían olvidado ya qué es una broma. Y, a mi
entender, eso anunciaba ya la llegada de un nuevo gran período de la Historia”.
Kundera anuncia así el crepúsculo de las bromas y la era de las posbromas,
más allá de que no ahonde mucho más sobre este punto en el libro. Sin embargo,
no solo todos los libros de Kundera tienen un gran sentido del humor sino que
además la risa y los chistes han estado presentes desde su primera novela, de
1967, la cual justamente se titula La
broma.
A propósito, en este mismo espacio, tiempo atrás habíamos hablado de este
libro para graficar el modo en que la continua ampliación de la censura que
impone la corrección política y que nos indica también sobre qué y sobre
quiénes es posible reír y burlarse, no hace más que mostrar dónde está el
poder. Porque pasarán las generaciones, los sistemas, los valores pero algo que
sigue sin tolerar el poder es que se rían de él. En La broma, el personaje principal, estudiante universitario, manda
una carta a una joven militante a la cual pretende seducir con la mala idea de
incluir al final una broma que hace que las autoridades lo consideren un
trotskista. Allí comenzarán los pesares del protagonista y también los pesares
del propio Kundera quien, tras la publicación de la novela, fue perseguido por
el gobierno comunista de Checoslovaquia y debió emigrar. Claro que el destierro
de antaño es reemplazado hoy por la cancelación, la cual tiene un costado más
perverso porque en el mundo globalizado con la web llegando a cada rincón del
planeta, es imposible escapar del estigma, máxime cuando nunca faltará algún
idiota útil con ánimo de perseguidor que en algún recóndito lugar crea estar
haciendo justicia por una causa noble que leyó en Wikipedia.
En el artículo mencionado, vinculábamos La
broma de Kundera con La mancha humana
de Philip Roth, otro autor ineludible para comprender buena parte de los
fenómenos de la actualidad. Publicada en el 2000, en esta novela Roth ya
observa el germen del aparato persecutorio de un “fascismo de las buenas
causas” que se estaba gestando en las universidades estadounidenses y que
tiempo después se transformaría en la agenda del mundo progresista en nombre
del respeto por las minorías. Allí es un veterano profesor quien hace una broma
y se pregunta si los alumnos que no habían venido a clase se habían hecho “humo
negro”, con la mala suerte de que los alumnos eran efectivamente negros. Si
bien ese dato era desconocido para el profesor, la acusación de racismo y la
persecución posterior es de antología aunque, lamentablemente, se trata de ese
tipo de ficción profética que deviene obsoleta ante una realidad que
tristemente la supera.
A propósito de Kundera y Roth me gustaría ir concluyendo
con unas reflexiones que surgen de una entrevista que este último le hiciera al
primero y que fuera publicada en español en el número 1 de la Revista Quimera en 1980. Allí el
escritor estadounidense le pregunta al checo acerca de los distintos tipos de risa
que éste menciona en El libro de la risa
y el olvido, en particular, la risa del diablo y la risa de los ángeles.
Kundera ensaya una respuesta que vale transcribir en su totalidad:
“(…) El hombre
usa la misma manifestación fisiológica, la risa, para expresar dos actitudes
metafísicas diferentes. Dos amantes corren por un prado, cogidos de la mano,
riendo. Su risa no tiene nada que ver con los chistes, con el humor, es la
risa seria de los ángeles expresando su alegría de vivir. Los
dos tipos de risa forman parte de los placeres de la vida, pero cuando la risa
se lleva al exceso también denota un apocalipsis dual: la risa entusiasta de
ángeles fanáticos, tan convencidos de su concepción del mundo que están
dispuestos a colgar a cualquiera que no comparta su alegría. Y la otra risa,
que nos llega desde el lado opuesto, y que proclama que nada tiene sentido, que
incluso los funerales son ridículos y el sexo en grupo una mera pantomima
cómica. La vida humana está limitada por dos abismos: el fanatismo por un lado
y el absoluto escepticismo del otro”.
La distinción
viene a cuento porque es verdad que aun cuando hemos dejado atrás dictaduras
como las de Stalin, la cultura imperante que ha penetrado los sistemas
educativos está produciendo generaciones enteras que, recelosas de establecer
los límites sobre aquello que es pasible de risa, pronto olvidarán qué es una
broma de la misma manera que lo habían olvidado los colaboradores de
Stalin.
Sin embargo, claro está, la risa no ha desaparecido pero
asimismo se expresa en estas dos actitudes metafísicas que menciona Kundera y
que tan bien describen el espíritu posmoderno. Este punto es central porque
solemos caer en la idea de que la posmodernidad solo ha traído relativismo y
escepticismo de lo cual se sigue que toda risa sería una risa cínica. Y sin dudas
la posmodernidad es esto que Kundera identificaría con la risa descreída del
diablo, la risa que es propia de los que consideran que ya nada tiene sentido.
Pero la posmodernidad es también la risa de los ángeles y no precisamente la de
los amantes que corretean por el prado. Ese es precisamente el problema: es la
risa de los ángeles que creen tan fanáticamente en su concepción del mundo que
son capaces de llevar adelante la inquisición en nombre de la justicia social,
la diversidad y el cuidado del planeta. No ríen de felicidad. Ríen como señal
para identificar a los propios y marcar a quienes no comparten el entusiasmo
por el bien, la belleza y la verdad que impone el canon; es la risa que crea
algoritmos policíacos que determinan quién no se ríe fanáticamente. Una risa
que no es la consecuencia de una broma sino el apego acrítico a una ideología
que determina que algunos son ángeles y otros son diablos; como si la única respuesta
al escepticismo fuera obligarnos a vivir atormentados de sentido.
A lo largo de la historia toda lógica autoritaria ha
impuesto a sus súbditos también sobre qué reírse. Pero a diferencia de aquellas
épocas en las que las imposiciones eran determinadas por líderes autoritarios,
asesinos e hijos de puta, quienes vivimos en estos tiempos tenemos la fortuna
de que los inquisidores son todas buenas personas, seguramente víctimas de un
tiempo presente o pasado. Estar obligados a reír y eventualmente ser censurados
no es grato pero pareciera que debe soportarse cuando es por una buena causa y,
sobre todo, cuando su perpetrador es nada más y nada menos que un ángel.
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