El humor es uno de los principales damnificados de la
corrección política. No solo hay un nuevo canon de aquello sobre lo que no se
puede bromear y que atraviesa libros, cuadros, películas y canciones sino que
ciudadanos comunes pueden pagar con la muerte civil por el solo hecho de haber realizado,
en algún momento de su vida, un chiste que pueda rastrearse en una red social.
Algunos meses atrás, en este mismo espacio, en una nota
titulada “Un mundo sin bromas”, les había hablado de dos novelas fabulosas que podrían
usarse para representar el clima de época: La
broma de Milan Kundera (1967) y La
mancha humana de Philip Roth (2000). En la primera, el escritor checo
expone el delirio de la persecución a la que se ve sometido un militante del
partido comunista por el simple hecho de reivindicar a Trotski a manera de
broma para caerle bien a una señorita. En la segunda, escrita varias décadas
después, Roth ya huele el tufillo puritano que irradian las universidades
estadounidenses y la persecución que sobrevendría en nombre de las causas
nobles, y expone cómo la vida de un profesor acaba destrozándose por un chiste
que hace en clase y es interpretado injustamente como racista. En aquella nota,
concluí que una buena manera de conocer dónde está el poder es tener presente
sobre qué cosas no se puede bromear. Es que el poder, especialmente cuando, en
el fondo, es débil, puede aceptar muchas cosas, salvo que se rían de él. Ahora
bien, la otra cara de la censura a la broma tiene que ver con la risa que ésta
genera. En otras palabras, pueden censurar un chiste y perseguir a quien bromea
pero cómo evitar que aquello censurado siga generando sonrisas. Finalmente, de
la misma manera que un sujeto puede obedecer pero en su foro íntimo sabe que lo
hace por temor o por necesidad, lo que sucede con las censuras, aun cuando se
las intente justificar por causas nobles, es que, como también hemos dicho aquí
varias veces, acaban produciendo un hiato entre el comportamiento en público y
el privado. Así, si desde el Estado impulsan qué hay que pensar, cómo tenemos
que hablar, de quiénes tenemos que sentir compasión, qué banderas enarbolar,
quién tiene la legitimidad para ofenderse y hasta incluso qué dieta llevar
adelante, lo más probable es que ello acabe siendo aceptado por un sector de la
población pero habrá otro que lo resistirá, en el mejor de los casos, en
público y, en el peor de los casos, si el riesgo es demasiado grande, en
privado. Ahora bien, ¿intentarán controlar también de qué nos reímos?
A propósito recordé una nota de noviembre de 2015, en la
edición brasileña de Le Monde
Diplomatique, firmada por el escritor bielorruso Evgeny Morozov, acerca de
la “uberización” del mundo. El eje del artículo pasaba por denunciar el modo en
que se complementa la gran crisis de 2008 originada en Wall Street con el
proceso de transformación e innovación que avanza a pasos agigantados impulsado
desde Silicon Valley. Según Morozov, la crisis financiera originada en Wall
Street que terminó en un salvataje a los bancos debilitó al Estado social y
supuso recortes de presupuestos que, de una u otra manera, acabaron pagando
directa o indirectamente los contribuyentes. El punto es que en paralelo se
aceleraba el imperativo económico y cultural de “conectarse a internet o
perecer” y Morozov entiende que estos dos fenómenos van de la mano. Con todo, más
allá de analizar el punto vista de Morozov, me había llamado la atención el
ejemplo que él había utilizado para graficar este escenario:
“Como muchas instituciones culturales españolas, un club de
stand-up, el Teatreneu, sufría un descenso de público desde que el gobierno,
buscando desesperadamente cubrir necesidades de financiamiento, había decidido
aumentar el impuesto sobre las ventas de entradas del 8% al 21%. Los
administradores del Teatreneu encontraron entonces una solución ingeniosa:
asociándose con la agencia de publicidad Cyranos McCann, equiparon el respaldo
de cada sillón con tabletas último modelo capaces de analizar las expresiones
faciales. Con este nuevo formato, los espectadores pueden entrar gratuitamente
pero deben pagar 30 centavos por cada risa reconocida por la tableta, fijando
la tarifa máxima en 24 euros (o sea, 80 risas) por espectáculo. Consecuencia,
el precio promedio de la entrada aumentó 6 euros. Una aplicación móvil facilita
el pago. Además, se puede compartir con los amigos selfies de uno mismo riéndose a carcajadas. El camino de la
diversión a lo viral nunca fue tan corto”.
La salida que encontró el club de stand-up es extraordinaria
y hasta puedo imaginar que se debe haber explotado con una gran estrategia de
marketing que rezara “A 30 centavos la risa”, “Su aburrimiento no tiene costo”,
o algo por el estilo. Sin embargo, ese ejemplo me hizo pensar que ese mismo
dispositivo podría usarse para saber de qué nos estamos riendo. Doy por
descontado que esa no fue la intención, pero los dueños del Club y los
protagonistas de los espectáculos podrían conocer con precisión qué chiste ha
sido más efectivo y de qué se ha reído cada uno: 72,34% de los asistentes de
una de las funciones puede haberse reído de ese chiste racista pero solo un
44,78% se rió de un chiste sobre discapacitados. Como experimento podría
arrojar resultados dignos de estudio pero cabría pensar cómo actuaría la gente
sabiendo que aquello de lo que se ríe podría ser un dato que eventualmente
alguien pudiera usar en su contra.
Quizás el próximo paso se inspire en el caso de Ernest
Scribbler. Para quienes no conocen la historia, Scribbler era un escritor de
chistes que creó el chiste más gracioso del mundo. El chiste era tan pero tan
gracioso que mataba de risa a quien lo conociese. El propio Scribbler murió a
causa de su chiste. Y tras su muerte se sucedieron las fatalidades: la persona
que lo encontró leyó el chiste y murió. Lo mismo sucedió con los policías que
investigaban las causas de la muerte. Nadie podía resistirlo y enterados de la
potencia letal del chiste, en 1943 el ejército británico se interesó en su
capacidad destructora. Si bien algunos altos mandos cometieron el error de
leerlo y morir inmediatamente, finalmente se las ingeniaron para trabajar con
un grupo de traductores y traducirlo al alemán. El trabajo fue arduo y, por
obvias razones, cada traductor se ocupaba de una sola palabra (de hecho se cuenta
que uno habría leído dos palabras y pasó varias semanas en el hospital). Lo
cierto es que hicieron miles de copias y se las dieron a sus soldados para que
las llevaran al frente de batalla durante la segunda guerra mundial. Cuando las
bombas arreciaban, los soldados ingleses leían el chiste en alemán y los nazis
morían de risa de manera automática. El chiste era tan poderoso que hacía reír
más que aquel que habría contado Hitler:
“-¡Mi perro no tiene nariz!
-¿Y cómo huele, mi Führer?
-¡Huele horrible, soldado!”.
Los alemanes intentaron contraatacar con un chiste propio
traducido al inglés que lograron transmitir por la radio llegando a todas los
hogares británicos pero nunca logró hacer reír como el chiste de Scribbler.
Este maravilloso sketch de los Monty Phyton termina con el
presentador afirmando que la guerra de chistes culminó tras un acuerdo en
Ginebra y que la última copia del chiste de Scribbler se enterró en un
cementerio de Berkshire en 1950 para que nadie pudiera contarlo jamás. Sobre el
mármol, el epitafio reza “Para un chiste desconocido”.
Es probable que el próximo paso de la policía de la moral
puritana sea enterrar los chistes. No se trata de un favor que se le realiza a
la humanidad porque, salvo en el sketch de los Monty Phyton, nadie muere de
risa por un chiste. Lo que se busca es que nadie más pueda reírse de aquello
que incomoda al nuevo canon. Sin embargo, estoy seguro, en algún lugar de la
tierra, probablemente en un sótano y tras haber pasado a la clandestinidad,
alguien se va a estar riendo de esos chistes que molestan al poder de turno.
Si el precio de la risa es la muerte civil, pasemos al otro
mundo por morirnos de risa, ya no del chiste sino de los que también quieren decirnos
de qué cosas nos podemos reír.
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