El trabajo ocupa un lugar central en
nuestras vidas. Al que no trabaja o a aquel que pone poco empeño en el trabajo
lo censuramos y nos enorgullecemos cuando trabajamos bien o cuando logramos
éxitos laborales. Este diagnóstico no es novedoso, pero lo que sí puede
resultar, en parte, más original, es observar que no siempre ha sido así.
En
este punto, no viene mal un poco de historia comparativa. Piénsese, entonces,
en el lugar que ocupaba el trabajo para los griegos en el Siglo v y iv
a. C. ¿Trabajar era sinónimo de dignidad e, incluso, de liberación?
Claramente no. Todo lo contrario. Trabajar era estar a merced de la necesidad y
el hombre libre era el que estaba más allá del reino de esa necesidad. Desde
esta perspectiva, el ocio no era el equivalente a la holgazanería que tanto se
repudia hoy, sino la condición natural del hombre libre que podía dedicarse a
la búsqueda del placer, volcarse a las intervenciones públicas o, como en el
caso del filósofo, erigir una vida en torno a la contemplación de la verdad.
Sin dudas, es difícil transpolar esta mirada a los tiempos actuales. ¿Qué cara
pondrías si el novio de tu hija, en la primera cena familiar, te indica que trabaja
de “contemplar la verdad”?
Volviendo
al tema, les decía que el hecho de que en la Antigüedad el trabajo fuera visto
como aquello que quitaba libertad al Hombre, suponía detenerse en el ocio
porque sólo a través de éste era posible trascender el terreno de la necesidad.
Sin embargo, el ocio antiguo no es equiparable al ocio en la actualidad, pues
Aristóteles no aceptaría que el ocio de la contemplación de la verdad sea
similar a mirar tv comiendo
pochoclo después de dormir dieciséis horas tras una resaca. No: el ocio antiguo
era una actividad también. Sólo que era una actividad no vinculada a las
“necesidades vitales/físicas” como la de tener que comer. ¿Cómo se llega,
entonces, de aquella concepción del trabajo a la actual? Evidentemente, mucho
tuvo que pasar, pero lo que no se puede soslayar es, según lo indicara Max
Weber, el protestantismo y el capitalismo. Y quien mejor describe esto es
Byung-Chul Han, un filósofo de origen coreano radicado en Alemania:
Lutero vincula el trabajo como
empleo a la llamada de Dios a los hombres. Gracias al calvinismo, el trabajo
cobra un sentido económico salvador. Un calvinista se enfrenta a la
incertidumbre en relación al hecho de ser elegido o rechazado […]. Sólo el
éxito en el trabajo se entiende como un signo de haber sido elegido. La
preocupación por la salvación lo convierte en un trabajador. […] Max Weber ve
en el espíritu del protestantismo la prefiguración del capitalismo. Se
manifiesta como un impulso a la acumulación, que lleva a la constitución del
capital. El descanso en casa y el disfrute de la riqueza son reprobables. Sólo
el afán ininterrumpido de beneficios puede ganarse el favor de Dios (Han,
2009: 129-130).
Lo
curioso es que aun en un mundo secular, sin carga religiosa, la lógica sigue
siendo la misma. Es más, en la Argentina al menos, cuando se acumula mucho
dinero se suele afirmar “Me salvé”, y cuando se está por hacer un buen negocio
se indica “Si me sale esto me salvo”. ¿Hay quienes hayan roto con esta lógica?
La respuesta podría llevarnos al marxismo, y sin embargo estaríamos
equivocados, pues una tradición que abrevando en el filósofo alemán Hegel
afirma que el hombre sólo puede realizarse como tal a través del trabajo, no es
la base desde la cual poner en tela de juicio el sistema. Como diría Byung-Chul
Han en su ensayo Psicopolítica:
La izquierda política ha
transfigurado el trabajo. No sólo lo ha elevado a esencia del hombre, sino que
de este modo lo ha mitificado como presunto contraprincipio del capital. A la
izquierda política no la escandaliza el trabajo, sólo su explotación mediante
el capital. De ahí que el programa de todos los partidos de trabajadores sea el
trabajo libre y no liberarse del trabajo (Han, 2014: 79).
El
poscapitalismo y una sociedad enteramente orientada al consumo profundizan esta
lógica. El tiempo libre de trabajo no tiene una función en sí misma. Es sólo
descanso necesario para mejor rendimiento en el trabajo y/o espacio para
consumo, lo cual implica horas hombre en el trabajo para conseguir el dinero
necesario para tal consumo. Y en este sentido se da un fenómeno paradójico en
el que está incluido el tiempo: consumimos bienes o, más bien, habría que
decir, servicios, cuyo goce es cada vez más efímero y a cambio nuestra vida
cobra sentido sólo en cuanto vinculada las veinticuatro horas al trabajo. Quien
mejor describe esto es Carlos Fuentes en un breve cuento llamado El que inventó la pólvora. Allí,
Fuentes, con toda la potencia crítica del realismo mágico, comienza narrando
una situación particular: la cucharita con la que revolvía su café se derritió.
Lo mismo sucedió con los cuchillos, los tenedores y el resto de las cucharas.
El relato construido en primera persona, prosigue, como es natural, con el
protagonista yendo a comprar un nuevo juego de cubiertos, los cuales,
lamentablemente, corrieron mismo destino a la semana. Claro que esto no le
sucedía nada más que al narrador sino a todas las personas, a tal punto que las
fábricas se comprometieron a multiplicar la producción para garantizar que
pudieran suplantarse, cada veinticuatro horas, todos los cubiertos y de esa
manera evitar que la civilización volviera a comer con la mano. Esta situación
se mantuvo durante seis meses pero luego le llegó su avatar al cepillo de
dientes que se desarticulaba en la boca, y a los zapatos y a los sacos que se
deshacían dejando en ridículo a sus dueños. Los autos se destartalaban pero
para ello hubo una solución inmediata del mercado: el auto del futuro que
duraba un poco más que los “autos del pasado” y resultaron, claro está, un
éxito en las ventas. Lo que empezó a ocurrir es relatado en el cuento de la
siguiente manera:
La
serie de acontecimientos a que me vengo refiriendo, y cuyos efectos finales
nunca fueron apreciados debidamente, lejos de provocar asombro o disgusto,
fueron aceptados con alborozo, a veces con delirio, por la población de
nuestros países. Las fábricas trabajaban a todo vapor y terminó el problema de
los desocupados. Magnavoces instalados en todas las esquinas, aclaraban el
sentido de esta nueva revolución industrial: los beneficios de la libre empresa
llegaban hoy, como nunca, a un mercado cada vez más amplio; sometida a este
reto del progreso, la iniciativa privada respondía a las exigencias diarias del
individuo en escala sin paralelo; la diversificación de un mercado
caracterizado por la renovación continua de los artículos de consumo aseguraba
una vida rica, higiénica y libre. “Carlomagno murió con sus viejos calcetines
puestos –declaraba un cartel– usted morirá con unos Elasto-Plastex recién
salidos de la fábrica”. La bonanza era increíble; todos trabajaban en las
industrias, percibían enormes sueldos, y los gastaban en cambiar diariamente
las cosas inservibles por los nuevos productos.
Sin
embargo, el relato no termina allí pues un día, al llegar a su casa, el
protagonista observa que sus libros se han convertido en polvo y al mirar por
la ventana notó que los edificios se resquebrajaban y se derrumbaban. En ese
momento la vida útil de los objetos ya ni siquiera alcanzaba las veinticuatro
horas y las cucharas se derretían en dos o tres horas. El relato prosigue:
Ahora
que ha pasado un año desde que mi primera cuchara se derritió, subo a las ramas
de un árbol y trato de distinguir, entre el humo y las sirenas, algo de las
costras del mundo. El ruido, que se ha hecho sustancia, gime sobre los valles
de desperdicio; temo que el espacio de utilidad de las cosas se ha reducido a
fracciones de segundo. Los aviones estallan en el aire, cargados de bombas;
pero un mensajero permanente vuela en helicóptero sobre la ciudad, comunicando
la vieja consigna: “Usen, usen, consuman, consuman, ¡todo, todo!”.
El cuento termina con el protagonista escondido y en soledad tomando dos
ramas para “comenzar todo de nuevo” y volver a encender “por primera vez” el
fuego; un protagonista sentado sobre los escombros de una civilización que supo
ser próspera y se fagocitó a sí misma por llevar hasta el paroxismo un sistema
que le inculcó al Hombre que su esencia era trabajar y, su destino, consumir.
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