“El ejecutor de una empresa atroz debe imaginar que ya
la ha cumplido, debe imponerse un porvenir que sea irrevocable como el pasado”
J. L. Borges
Más allá de que el nuevo gobierno
lleva apenas unos días en la Administración, el escenario de justificación de
las nuevas medidas económicas se viene disputando desde hace ya unos meses en
la opinión pública. Si bien las condiciones objetivas derribaron el intento de instalar
que la economía estaba en una crisis total de la cual solo era posible salir a
partir de una política de shock, lo cierto es que, en otros aspectos, la
prédica liberal fue efectiva. Por nombrar solo un caso, se impuso que el precio
del dólar ilegal debía ser la referencia para el dólar oficial y que, en tanto
tal, la devaluación era inevitable o que, incluso, ya existía de hecho. Si bien
desde esta columna varias veces mencionamos que era necesaria una corrección en
el tipo de cambio y, por ejemplo, una quita paulatina de subsidios para los
sectores metropolitanos más aventajados, me interesa hacer énfasis en el modo
en que el liberalismo económico justifica las políticas de ajuste y el lugar
que ocupan los ejecutores de estas políticas. El lenguaje ya lo conocemos pero
no es menor repasarlo pues las palabras instalan realidad. Pensemos en la idea
de “sinceramiento”, por ejemplo. Se sincera lo que ya existe pero permanece
oculto. En este sentido, quien sincera simplemente corre un velo pero no es el
creador de aquello que sincera. Asimismo, sincerar supone un compromiso con la
verdad que no tuvo el que mantuvo oculto el objeto o la información a ser
sincerada.
El lenguaje del sinceramiento
cobra especial relevancia en el engranaje semiótico de la economía como una
ciencia “dura” que algunos liberales insólitamente sostienen, y de unas leyes
económicas que se comportan con la misma firmeza que las leyes naturales. Sí,
leyó bien, parecen anclados en los siglos XVIII y XIX a pesar de que dicen
tener la llave para ingresar al siglo XXI. Así, desde una perspectiva epistemológica,
intentan dar una batalla que, como mínimo, está saldada hace 50 años.
La perspectiva del liberalismo
económico supone que lo único que hace su programa es respetar las leyes de la
economía y que toda teoría económica que suponga formas de intervención
violenta ese orden natural. En este sentido, caído el paradigma comunista, el
nuevo enemigo del liberalismo económico se llamó “populismo”, un verdadero
significante vacío capaz de condensar todos los males y que se caracteriza, en
materia económica, por un intervencionismo estatal que, dependiendo el
contexto, es más o menos preponderante pues si bien durante la larga década
kirchnerista se recuperaron empresas para el Estado, esto se hizo solo en
sectores estratégicos o ante casos flagrantes de servicios deficitarios. Pero en
el paradigma de la economía como regida por leyes naturales, toda intervención
supone una acción externa que, en tanto artificial, está destinada a ser
circunstancial del mismo modo que el Hombre puede violentar a la ley de
gravedad logrando volar pero no podrá hacerlo indefinidamente. En algún momento
caerá, como, dicen, caerá toda forma de intervencionismo, acuciado por las
contradicciones y las distorsiones que se juzgan así tomando como parámetro,
justamente, el presunto orden natural del que venimos hablando. Como para el
liberalismo económico, una economía populista se caracteriza por impedir el
libre desarrollo de las leyes del mercado, se hace necesario adjudicar
responsabilidades. ¿Quiénes han osado interferir y violentar ese orden natural?
Los funcionarios populistas, claro, con nombre y apellido. Ellos son los que se
interponen y los que desvían el cauce natural del río. Es exactamente el caso
contrario del funcionario liberal pues éste nunca es responsable ya que a
través de él circulan fuerzas que lo trascienden. No me refiero, claro está, a
los intereses del capital y de los empresarios sino a las leyes naturales que
se indicaban anteriormente. En este sentido, la fiesta del despilfarro la hace
el funcionario populista pero el ajuste no lo hace el funcionario liberal sino
“el mercado” o “las leyes de la macroeconomía”. Así, el funcionario liberal
aparece como un heraldo, un médium cuya labor es, como mínimo, ser un
espectador del desenvolvimiento de las leyes y, como máximo, correr los
obstáculos artificiales que se la han impuesto a la economía. Cuando el
funcionario liberal reconoce que estas leyes van a afectar a las mayorías hasta
puede que sienta algo de dolor y bronca porque, como todo humano, siempre
intenta ir un paso más allá en la conquista de la naturaleza. Pero está
convencido de que no es el responsable de ese orden y que no tiene sentido
oponerse pues el carruaje te va a llevar igual: confortablemente si lo
consentís o arrastrándote si te resistís. Porque para el funcionario liberal,
esto es, para el ejecutor de un mandato que lo trasciende, la economía es un
texto que solo puede alterar la tergiversadora actividad humana de quienes no
quieren aceptar las leyes del mercado, esto es, de quienes se resisten a lo
irrevocable, sea que venga en forma de pasado, de destino o de ira de Dios.
1 comentario:
Excelente Dante!!Muy esclarecedor,sobre todo en lo que respecta al uso del lenguaje,que por cierto,nunca es casual.Saludos.
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