viernes, 20 de junio de 2014

El poder y la ley (publicado el 19/6/14 en Veintitrés)

No le busquen racionalidad, ni se apoyen en tecnicismos y legalidades para comprender una decisión eminentemente política del poder económico. Había mucho en juego, tanto que lo mucho que se jugaba Argentina era poco. Porque la disputa no es entre un país sudamericano y un minúsculo grupo de lacras con abogados igualmente saqueadores sino una disputa entre dos etapas del capitalismo que coexisten más en pugna que amistosamente: el capitalismo productivo y el capitalismo financiero.
En otras palabras, esa aceleración capitalista que desde los años 70 se desvinculó de la realidad material para inflar y explotar esporádicamente burbujas de timba, debía dejar en claro que la seguridad jurídica coincide punto por punto con la bestialidad irracional de un poder ilimitado para el que la soberanía de los Estados particulares es simplemente una anécdota, un capricho obsoleto de la cartografía política.
Así es que llegamos a esta violencia barbárica que esbirros y adláteres de aquí y de allá intentan justificar a partir de presuntos desaciertos en una negociación que ganó el apoyo del 92,4% de los acreedores y le hizo ahorrar a la Argentina miles de millones de dólares pagando, por cada dólar, 36 centavos. Negociación que tuvo sucesivas reaperturas y que ha sido llevada adelante por una gestión que ha demostrado voluntad de pago en varias ocasiones: desde la cancelación de la deuda con el FMI, pasando por el pago en tiempo y forma de lo acordado en 2005 y 2010 con los acreedores de la deuda defaulteada creada por gobiernos anteriores, el acuerdo con Repsol y el reciente trato con el Club de París.  
Nada de esto ha sido valorado a punto tal que hay quienes explican la decisión de un juez estadounidense por el presunto destrato que habría recibido de autoridades argentinas en discursos públicos realizados dentro de nuestro país. Al escuchar ese tipo de análisis uno siempre se pregunta si son o se hacen. Pues al fin de cuentas siguen una lógica similar a la que usan los chicos en la escuela cuando no dejan que uno hable mal de la maestra ante el riesgo de que ella escuche, los rete y los tome “de punto”. Pero lo más curioso es que apoyar tal hipótesis supondría poner en tela de juicio la propia idoneidad de un juez como Griesa pues se trataría de un hombre cuyos fallos no dependen de la letra de la ley sino de la discrecionalidad de sus gustos, disputas personales y humores mañaneros.
Pero, una vez más, a no equivocarse: se trata de algo más que el berrinche de un juez. Pues, más bien, lo que acaba de ocurrir en Estados Unidos no es más que la radicalización de la disputa al interior del sistema capitalista. Por ello Argentina no podía ganar. Porque el triunfo de Argentina hubiera significado el triunfo de la soberanía de Estados nacionales que reivindicaban un modelo que sin dejar de ser capitalista decidía poner fin al gran mecanismo de sujeción que encontraron los poderosos para encadenar a los países sin necesidad de intervención militar: la deuda. Los argentinos lo sabemos bien y durante mucho tiempo hemos sido testigos de las misiones de organismos internacionales que, con total descaro, venían a auditar nuestra economía y las decisiones que tomaban nuestros representantes en materia de política económica. Los esperábamos con gran expectativa, les dábamos la tapa de los diarios, los tratábamos como emperadores extraterrestres y, luego, implorábamos una palmadita en la espalda.
Pero esa es la gran trampa que nos han legado. Porque ya no se trata de países ocupados. Se trata de países endeudados; de países que dejaron de ser soberanos frente a organismos internacionales y que se encuentran obligados a resolver sus disputas con empresas en tribunales ajenos a la jurisdicción nacional. Sí, se trata de países como el nuestro, que fueron sometidos a una legislación extranjera con sede en New York por la anuencia de los gobernantes que tomaron deuda y aceptaron una normativa hecha a medida del capital financiero. Porque la sede de New York no es más segura, ni más neutral ni más objetiva: es sólo la más permeable a los intereses de unos pocos y la simbólicamente más pesada carga que un poder político puede tolerar, llámese gobierno argentino, gobierno estadounidense, G77 más China o agrupación de Estados que se quiera reunir. Porque más allá de que, independientemente de las cuestiones técnicas, sabemos que la salida a esta cuestión tendrá que surgir, en el largo plazo, de una enorme presión de los Estados nacionales actuando como bloque frente a la prepotencia del capital transnacional, lo cierto es que hoy esa presión no ha sido efectiva y es simplemente una testigo pasiva. ¿De qué? De la conjugación pornográfica del poder económico con el poder judicial, esto es, el poder republicano que prescinde de la legitimidad del voto y que, en tanto tal, se ha transformado en el último redil de la reacción conservadora. Y, como se puede observar, no es una problemática estrictamente argentina: es global. De hecho, la mayor perversión del sistema es que ha constituido un entramado jurídico al servicio del poder económico completamente centralizado al tiempo que ofrece las mieles de un mundo sin fronteras que solo es tal para los negocios y nunca para los parias, los marginados y los indocumentados.  
En este sentido son ingenuos o cómplices los que consideran que el gran problema del proceso que comenzó en la dictadura y se afianzó mediante un gobierno democrático en los años 90 en la Argentina, fue la corrupción, esto es, todo aquello que se hizo “por izquierda”. Se trata, más bien, de todo lo contrario: lo más nocivo es lo que se ha hecho “por derecha”, es decir, legalmente. Porque lo que le da potencia a ese poder irracional es que hoy en día no se enfrenta a la ley sino que coincide con ella de modo tal que su fuerza, para colmo de males, está legitimada. La ley no lo limita sino que lo potencia y lo extiende. Por eso no necesita la represión o la intervención directa. Puede utilizarla pero en última instancia. Le alcanza con la ley y ni siquiera necesita demasiado de las zonas grises del derecho ni de sus intersticios. Pues es desde la plena legalidad que se prescinde de una penetración capilar y enmascarada para, con toda visibilidad y vehemencia, condicionar a generaciones enteras sin otro afán que el más vergonzante y violento deseo de usura.            

           

1 comentario:

Unknown dijo...

Excelente. De qué modo la legalidad opera contra la legitimidad ha sido el gran descubrimiento de estos últimos años.Tanto es así que hoy suena cínico (más que antes) hablar de seguridad o garantías jurísicas.Felicitaciones. Rodolfo Rabanal.