viernes, 18 de julio de 2025

Cuatro lecciones de humildad que desafían la cultura del éxito (publicado el 16/7/25 en www.theobjective.com)

 

El fracaso como una terapia que nos allane el camino al autoconocimiento y nos permita una cura asumiendo la verdad de una existencia frágil en un mundo agrietado, es la propuesta del nuevo libro del filósofo rumano Costica Bradatan, Elogio del fracaso, editado por Anagrama.

A primera vista, la tentación es ir a buscarlo a los estantes de autoayuda porque se suele pensar el fracaso solo como un peldaño hacia el éxito. Sin embargo, no es el caso. Más bien se trata de ir a fondo para recordar que cuando los veneradores de la resiliencia citan a Samuel Beckett afirmando “Inténtalo otra vez, fracasa otra vez, fracasa mejor”, pasan por alto que la frase se completa con “O [fracasa] mejor peor. Fracasa peor otra vez. Aun peor otra vez. Hasta que estés eternamente harto. Vomita eternamente”.

Para este viaje terapéutico a través del fracaso, Bradatan elige cuatro “fracasos” tan célebres como interesantes: primeramente, para ejemplificar el fracaso exterior y físico que muestra que nuestro cuerpo no se ajusta naturalmente al orden del mundo, la filósofa y mística Simone Weil; en segundo lugar, la utopía perfeccionista de Mahatma Gandhi como fracaso político; en tercer término, el fracaso social del filósofo rumano Emil Ciorán quien profesaba la inacción como única respuesta al sinsentido del mundo y, por último, el caso del fracaso biológico de Yukio Mishima quien, en 1970, escenifica un suicidio espectacular y sangriento tras el rechazo a su propuesta de golpe de Estado en Japón.

Comenzando por Weil, cabe recordar que tenía una mente prodigiosa pero una salud y una apariencia enclenque, además de una torpeza corporal particular que la llevaba a fracasar en casi cualquier interacción con el mundo.

El poeta Jean Tortel la había definido como “Un cucurucho de lana negra, un ser completamente sin cuerpo, con una capa grande, zapatos grandes y un pelo que parecía de filamentos; su boca era grande, sinuosa y siempre húmeda; miraba con la boca”.

Más allá de sus problemas físicos decidió trabajar en una fábrica casi un año para sentir lo que sentían los obreros y allí comenzó una suerte de giro místico que la llevó a Cristo y luego a versiones más radicalizadas como las doctrinas cátaras que implicaban una renuncia a la riqueza, al poder y a las costumbres de la carne.

 “Lo que ella deseaba era la desdicha y el sufrimiento de Cristo, no su gloria. (…) Weil no buscaba consuelo, sino un dolor creciente. Una angustia infinita”.

Weil muere por dejar de comer y con ello realiza su teología mística de descreación, hacer que lo creado pase a lo increado acercándolo más a Dios. No se trata de destruir ni de devenir nada sino de renunciar a ser para devolver a Dios su gracia.

En el caso de Gandhi, su fracaso fue político especialmente por la gran guerra civil que se desata en la India tras la ida de los británicos. “Gandhi es un hombre desengañado (…) él es hoy quizás el único exponente firme de lo que se entiende por gandhismo”, afirmaba el Times de la India en 1947.

Hindú para los musulmanes, traidor para los hindúes, lo cierto es que para esa época había devenido una figura intrascendente y su filosofía de la no violencia, a la luz de los hechos, había caído en total descrédito. 

Según Bradatan, más allá de errores políticos como el ponerse de lado de los turcos mientras avanzaban contra el pueblo armenio, sugerirle a los chinos que no se defendieran del ataque japonés o tener palabras no condenatorias hacia Hitler incluso en 1940, el gran fracaso de Gandhi es su utopía, aquella que se encarnaba en su áshram: una forma comunitaria de vivir que empezó en Sudáfrica, perfeccionó en la India y que el autor asemeja a una inverosímil combinación de monasterio budista, aldea tolstoiana, comuna New Age y delirio mesiánico.

Mientras llamaba a la abstención sexual y a prácticamente dejar de comer, Gandhi fracasa porque, según Bradatan, como toda propuesta radical, la suya se aleja de lo que los humanos somos. Con todo, le reconoce que su figura de héroe trágico movió las fronteras de la condición humana hacia otras formas de reflexión.

El de Ciorán fue el fracaso social de alguien enamorado del fracaso. Nacido en Transilvania, una región donde ser kantiano es la norma, ingresa a la universidad de Bucarest donde el ocio, la dilación y el arte de no hacer nada le despiertan una verdadera vocación: el desperdiciar la vida.

“Los rumanos tienen lo que podría llamarse ‘suerte filosófica’: su idioma viene equipado con una filosofía del fracaso en toda regla, una ontología fluida en que la inexistencia de algo es tan buena como su existencia. El estado definitivo de indiferencia, tan difícil de alcanzar en toda tradición espiritual, adviene a los rumanos de manera natural, por el solo hecho de hablar su idioma”.

A pesar de la “ventaja” que le otorgaba su idioma al momento de fracasar, decide ir a París y escribir en francés tras descartar España, país que, según sus palabras, “ofrecía el más espectacular ejemplo de fracaso”. En Francia no buscaría una nueva patria sino una condición de apatridad, la posibilidad de un exilio permanente.

Hasta los 40 estuvo matriculado en la Sorbona viviendo de lo que comía en la cafetería hasta que una ley limitó la edad de matriculación y, con ello, su parasitismo. A partir de allí se transformó en un Diógenes parisino que pedía comida en las iglesias hasta que la escritora Simone Boué se apiadó de él y ofició casi de mecenas además de transformarse en su compañera.

Mientras cultivaba una vida estilo Bartleby de Melville u Oblómov de Goncharov, en sus libros se podía leer que la creación del mundo es la demostración del fracaso divino, que nuestra existencia es una afrenta metafísica y que la única libertad es la del nonato.

Había planeado suicidarse junto a su compañera al enterarse de su padecimiento de Alzheimer, pero la enfermedad avanzó muy rápido y no le dio tiempo. Su no morir por voluntad propia fue su último fracaso.

Por último, el de Yukio Mishima es el fracaso más íntimo, el de no vencer la muerte. Quien era para muchos el mejor escritor japonés de su generación, además de culturista, actor, boxeador y modelo, se presenta junto a sus compañeros en el patio de armas del Campamento Ichigaya –cuartel general en Tokio del Mando Oriental de las Fuerzas de Autodefensa de Japón- para exigirles que se levanten en armas contra el gobierno democrático y así devolverle el poder al emperador y recuperar la tradición y la cultura japonesa humillada tras la derrota en la Segunda Guerra Mundial.

Tenía planeado hablar 30 minutos, pero a los siete minutos el abucheo era ensordecedor. Su acto era parte de la gran tradición de fracasos nobles. El sabía que iba a fracasar. Ese era el plan. Fracasar y hacer de ese fracaso una gran escena en la que el héroe trágico se suicida con un hara-kiri.

Sin embargo, el suicidio no salió como se esperaba: uno de sus compañeros, presumiblemente su pareja homosexual, sería el encargado de decapitarlo en caso que abrirse el abdomen no alcanzara. Sin embargo, solo logró herirlo en el cuello por no tener la suficiente fuerza para rebanarle la cabeza, de modo que fue otro de sus seguidores quien culminó la escena dantesca, además de hacer lo propio con la pareja de Mishima.

Los cuatro casos desarrollados por Bradatan proporcionan un viaje catártico y aleccionador donde el fracaso aparece como una guía para curarnos de la soberbia, el autoengaño y la frustración que nos produce el intento de adaptarnos a una realidad que no siempre es generosa. Se trata de una propuesta ambiciosa que, aun si fracasara, bien vale el intento.

 

 

 

No hay comentarios: