El fracaso como una terapia que nos
allane el camino al autoconocimiento y nos permita una cura asumiendo la verdad
de una existencia frágil en un mundo agrietado, es la propuesta del nuevo libro
del filósofo rumano Costica Bradatan, Elogio
del fracaso, editado por Anagrama.
A primera vista, la tentación es
ir a buscarlo a los estantes de autoayuda porque se suele pensar el fracaso
solo como un peldaño hacia el éxito. Sin embargo, no es el caso. Más bien se
trata de ir a fondo para recordar que cuando los veneradores de la resiliencia
citan a Samuel Beckett afirmando “Inténtalo otra vez, fracasa otra vez, fracasa
mejor”, pasan por alto que la frase se completa con “O [fracasa] mejor peor.
Fracasa peor otra vez. Aun peor otra vez. Hasta que estés eternamente harto.
Vomita eternamente”.
Para este viaje terapéutico a
través del fracaso, Bradatan elige cuatro “fracasos” tan célebres como interesantes:
primeramente, para ejemplificar el fracaso
exterior y físico que muestra que nuestro cuerpo no se ajusta naturalmente
al orden del mundo, la filósofa y mística Simone Weil; en segundo lugar, la
utopía perfeccionista de Mahatma Gandhi como fracaso político; en tercer término, el fracaso social del filósofo rumano Emil Ciorán quien profesaba la
inacción como única respuesta al sinsentido del mundo y, por último, el caso
del fracaso biológico de Yukio
Mishima quien, en 1970, escenifica un suicidio espectacular y sangriento tras
el rechazo a su propuesta de golpe de Estado en Japón.
Comenzando por Weil, cabe
recordar que tenía una mente prodigiosa pero una salud y una apariencia
enclenque, además de una torpeza corporal particular que la llevaba a fracasar
en casi cualquier interacción con el mundo.
El poeta Jean Tortel la había
definido como “Un cucurucho de lana negra, un ser completamente sin cuerpo, con
una capa grande, zapatos grandes y un pelo que parecía de filamentos; su boca
era grande, sinuosa y siempre húmeda; miraba con la boca”.
Más allá de sus problemas físicos
decidió trabajar en una fábrica casi un año para sentir lo que sentían los
obreros y allí comenzó una suerte de giro místico que la llevó a Cristo y luego
a versiones más radicalizadas como las doctrinas cátaras que implicaban una
renuncia a la riqueza, al poder y a las costumbres de la carne.
“Lo que ella deseaba era la desdicha y el
sufrimiento de Cristo, no su gloria. (…) Weil no buscaba consuelo, sino un
dolor creciente. Una angustia infinita”.
Weil muere por dejar de comer y
con ello realiza su teología mística de descreación,
hacer que lo creado pase a lo increado acercándolo más a Dios. No se trata de
destruir ni de devenir nada sino de renunciar a ser para devolver a Dios su
gracia.
En el caso de Gandhi, su fracaso
fue político especialmente por la gran guerra civil que se desata en la India
tras la ida de los británicos. “Gandhi es un hombre desengañado (…) él es hoy
quizás el único exponente firme de lo que se entiende por gandhismo”, afirmaba
el Times de la India en 1947.
Hindú para los musulmanes,
traidor para los hindúes, lo cierto es que para esa época había devenido una
figura intrascendente y su filosofía de la no violencia, a la luz de los
hechos, había caído en total descrédito.
Según Bradatan, más allá de
errores políticos como el ponerse de lado de los turcos mientras avanzaban
contra el pueblo armenio, sugerirle a los chinos que no se defendieran del
ataque japonés o tener palabras no condenatorias hacia Hitler incluso en 1940,
el gran fracaso de Gandhi es su utopía, aquella que se encarnaba en su áshram: una forma comunitaria de vivir
que empezó en Sudáfrica, perfeccionó en la India y que el autor asemeja a una
inverosímil combinación de monasterio budista, aldea tolstoiana, comuna New Age y delirio mesiánico.
Mientras llamaba a la abstención
sexual y a prácticamente dejar de comer, Gandhi fracasa porque, según Bradatan,
como toda propuesta radical, la suya se aleja de lo que los humanos somos. Con
todo, le reconoce que su figura de héroe trágico movió las fronteras de la
condición humana hacia otras formas de reflexión.
El de Ciorán fue el fracaso
social de alguien enamorado del fracaso. Nacido en Transilvania, una región
donde ser kantiano es la norma, ingresa a la universidad de Bucarest donde el
ocio, la dilación y el arte de no hacer nada le despiertan una verdadera
vocación: el desperdiciar la vida.
“Los rumanos tienen lo que podría
llamarse ‘suerte filosófica’: su idioma viene equipado con una filosofía del
fracaso en toda regla, una ontología fluida en que la inexistencia de algo es
tan buena como su existencia. El estado definitivo de indiferencia, tan difícil
de alcanzar en toda tradición espiritual, adviene a los rumanos de manera
natural, por el solo hecho de hablar su idioma”.
A pesar de la “ventaja” que le
otorgaba su idioma al momento de fracasar, decide ir a París y escribir en
francés tras descartar España, país que, según sus palabras, “ofrecía el más
espectacular ejemplo de fracaso”. En Francia no buscaría una nueva patria sino
una condición de apatridad, la
posibilidad de un exilio permanente.
Hasta los 40 estuvo matriculado
en la Sorbona viviendo de lo que comía en la cafetería hasta que una ley limitó
la edad de matriculación y, con ello, su parasitismo. A partir de allí se
transformó en un Diógenes parisino que pedía comida en las iglesias hasta que
la escritora Simone Boué se apiadó de él y ofició casi de mecenas además de
transformarse en su compañera.
Mientras cultivaba una vida
estilo Bartleby de Melville u Oblómov de Goncharov, en sus libros se podía leer
que la creación del mundo es la demostración del fracaso divino, que nuestra
existencia es una afrenta metafísica y que la única libertad es la del nonato.
Había planeado suicidarse junto a
su compañera al enterarse de su padecimiento de Alzheimer, pero la enfermedad
avanzó muy rápido y no le dio tiempo. Su no morir por voluntad propia fue su
último fracaso.
Por último, el de Yukio Mishima
es el fracaso más íntimo, el de no vencer la muerte. Quien era para muchos el
mejor escritor japonés de su generación, además de culturista, actor, boxeador
y modelo, se presenta junto a sus compañeros en el patio de armas del
Campamento Ichigaya –cuartel general en Tokio del Mando Oriental de las Fuerzas
de Autodefensa de Japón- para exigirles que se levanten en armas contra el
gobierno democrático y así devolverle el poder al emperador y recuperar la
tradición y la cultura japonesa humillada tras la derrota en la Segunda Guerra
Mundial.
Tenía planeado hablar 30 minutos,
pero a los siete minutos el abucheo era ensordecedor. Su acto era parte de la
gran tradición de fracasos nobles. El sabía que iba a fracasar. Ese era el
plan. Fracasar y hacer de ese fracaso una gran escena en la que el héroe
trágico se suicida con un hara-kiri.
Sin embargo, el suicidio no salió
como se esperaba: uno de sus compañeros, presumiblemente su pareja homosexual,
sería el encargado de decapitarlo en caso que abrirse el abdomen no alcanzara.
Sin embargo, solo logró herirlo en el cuello por no tener la suficiente fuerza
para rebanarle la cabeza, de modo que fue otro de sus seguidores quien culminó
la escena dantesca, además de hacer lo propio con la pareja de Mishima.
Los cuatro casos desarrollados
por Bradatan proporcionan un viaje catártico y aleccionador donde el fracaso
aparece como una guía para curarnos de la soberbia, el autoengaño y la
frustración que nos produce el intento de adaptarnos a una realidad que no
siempre es generosa. Se trata de una propuesta ambiciosa que, aun si fracasara,
bien vale el intento.
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