Probablemente influenciados por aquellos pensadores
románticos que aparecieron como respuesta a las abstracciones de la
ilustración, no es casualidad que en tiempos donde todo parece pasar por la
cuestión de la identidad, la problemática del lenguaje y del uso de la lengua
se encuentre en el centro de los debates públicos. Asimismo, si bien demandaría
muchísimas aclaraciones, referencias y matices, se ha instalado que el lenguaje
determina el modo en que percibimos la realidad y que el carácter performativo
del lenguaje crea realidad, en un sentido fuerte, esto es, literal, de lo cual
algunos deducen que la realidad toda no sería otra cosa que lenguaje y que, por
lo tanto, si modificásemos el lenguaje, cambiaríamos la realidad.
La discusión teórica es interesantísima y excede el espacio y
el interés de esta nota pero quería retomar una obra del escritor argentino
Julio Cortázar para graficar mi punto de vista al respecto. Se trata de una
obra muy poco conocida, publicada en 1949, denominada: Los reyes. Allí Cortázar retoma un mito griego clásico y le da una
interpretación muy particular. En una entrevista que diera a la televisión
española lo explica así:
“En cuanto a Los Reyes,
ése es un caso muy extraño (…) La idea del libro me nació en un autobús (…) ahí
me surgió el mito de Teseo y del minotauro pero sucede que yo lo vi al revés.
(…) Existe la versión oficial del mito: Teseo es el héroe que entra en el
laberinto guiado por el hilo de Ariadna para poder volver a salir… y busca a
ese monstruo espantoso, que es el minotauro, que devora a jóvenes rehenes… y
entonces lo mata y sale como el gran héroe (…)
Yo vi eso totalmente al revés. Yo vi en el minotauro al
poeta, al hombre libre, al hombre diferente, y que por lo tanto es el hombre al
que la sociedad, el sistema, encierra inmediatamente: a veces lo meten en
clínicas psiquiátricas, a veces lo meten en laberintos (…)
Entonces Teseo, en cambio, es el perfecto defensor del orden.
Él entra allí para hacerle el juego a Minos, el rey. Es un poco el gánster del
rey que va a matar al poeta. Y efectivamente, en ese poema, cuando tú conoces
el secreto del minotauro, es que el minotauro no se ha comido a nadie. El
minotauro es un ser inocente que vive con sus rehenes y que juega y danza y
ellos son felices (…). Llega este joven Teseo que tiene los procedimientos de
un perfecto fascista y lo mata. (…) Esa inversión del tema causó cierto
escándalo en los medios académicos (…) pero a mí me divirtió escribirlo”.
Esta inversión del mito, tal como lo llama el propio
Cortázar, me hizo pensar en el modo en que muchas veces cómo, aquello que
presuntamente nos viene a liberar, puede ser, en cambio, aquello que viene a
instaurar un viejo orden o, en todo caso, un nuevo orden que contenga menos
libertad que el anterior. En otras palabras, cuando probablemente con buenas
intenciones el hecho de que alguien se sienta ofendido acabó justificando una
limitación en los modos de expresarnos, la única puerta que se nos estaba abriendo
no era la de una sociedad más
igualitaria sino la de un laberinto sin salida: el laberinto del qué tenemos
que decir, del qué palabras podemos utilizar. Curiosamente, cuando en
muchísimos países se han despenalizado los delitos de calumnias e injurias para
proteger, especialmente a los periodistas, de una herramienta que muchas veces
se utilizaba veladamente para amedrentar las voces críticas al poder, buscan
imponernos una serie de eufemismos, en muchos casos, enormemente hipócritas,
ante la posibilidad de que alguien pudiera ofenderse. Que alguien se sienta
ofendido alcanza porque cualquier cosa que huela a objetividad o a parámetro
universal determinado por las leyes de un Estado es denunciado,
paradójicamente, como pura arbitrariedad.
La presión hacia el hablar presuntamente correcto es tal que
lo único que se va a generar es un hiato entre los discursos públicos y los
discursos privados. O quizás debamos buscar lenguajes ocultos, códigos o jergas
que solo puedan ser comprendidos por unos pocos y sean inaccesibles a las
policías del buen hablar. Quizás debamos recurrir a algunos de esos juegos del
lenguaje que se encuentran en el poema “Jabberwocky” de Lewis Carroll, construido con palabras sin sentido, o
en el libro Enlamasmédula del poeta
argentino Oliverio Girondo. Por su parte, Cortázar lo ensayó en el famoso
capítulo 68 de su libro Rayuela. Allí
se reproduce un texto erótico formulado en un lenguaje que solo los dos amantes
pueden reconocer. No interesa allí el significado de las palabras (que en su
mayoría no lo tiene). Lo que importa es que el significado, en algún sentido,
surge del ritmo, de la cadencia, la sonoridad y la modulación, y que por ser un
código inaccesible para un tercero escaparía a los límites neovictorianos:
“Apenas él le amalaba el noema,
a ella se le agolpaba el clémiso y caían en hidromurias, en salvajes ambonios,
en sustalos exasperantes. Cada vez que él procuraba relamar las incopelusas, se
enredaba en un grimado quejumbroso y tenía que envulsionarse de cara al nóvalo,
sintiendo cómo poco a poco las arnillas se espejunaban, se iban apeltronando,
reduplimiendo, hasta quedar tendido como el trimalciato de ergomanina al que se
le han dejado caer unas fílulas de cariaconcia. Y sin embargo era apenas el
principio, porque en un momento dado ella se tordulaba los hurgalios,
consintiendo en que él aproximara suavemente sus orfelunios. Apenas se
entreplumaban, algo como un ulucordio los encrestoriaba, los extrayuxtaba y
paramovía, de pronto era el clinón, la esterfurosa convulcante de las mátricas,
la jadehollante embocapluvia del orgumio, los esproemios del merpasmo en una
sobrehumítica agopausa. ¡Evohé! ¡Evohé! Volposados en la cresta del murelio, se
sentían balpamar, perlinos y márulos. Temblaba el troc, se vencían las
marioplumas, y todo se resolviraba en un profundo pínice, en niolamas de
argutendidas gasas, en carinias casi crueles que los ordopenaban hasta el
límite de las gunfias”.
Terminemos aquí antes que el Teseo fascista interprete de
modo sesgado este maravilloso fragmento erótico y abracémonos al minotauro
cortazariano que experimenta y de esa manera se parece bastante a ese hombre
libre que debe crear un nuevo decir similar al que tendremos que crear nosotros
si queremos evitar una censura que ya no viene desde los cuarteles sino con los
manuales ilustrados y culpógenos de la corrección política.
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